Es demasiado temprano para haber dormido lo suficiente, pero siento la imperiosa necesidad de conocer la playa en la mañana, con el sol saludando desde el otro lado, fiel a su cita con el día. Una ducha fría ayuda. Meto el libro en la mochila y me pongo el bañador debajo del pantalón, por si acaso. Atravieso el atrio con la vana esperanza de ver a Juani en recepción y comprobar si su saludo es tan cálido como en mi llegada. A esas horas hay solo un empleado, un chico, que me da los buenos días.
—Buenos días, señor Julián. ¿Madrugando para la playa? Muy buena idea. Es la mejor hora.
—Sí, bueno, es un poco pronto. Por la noche tampoco se estaba nada mal.
—¿Qué tal va su búsqueda? ¿Cuándo podremos leer sus crónicas? —se ha corrido la voz. Marta Sempere debe haber cascado.
—Pronto, pronto. —¿En serio? Si solo tengo notas de libreta. No he empezado a escribir aún.
—¡Buena travesía!
—¿Travesía?
—De la bahía.
—Claro, claro. —Me quedo a cuadros y salgo sin decir nada más.
Otra playa, otro mar, un nuevo mundo. Eso es lo que la vida me ofrece al salir del Bahía y aspirar el aire del nuevo día. En el paseo marítimo, los bares empiezan a servir desayunos en las terrazas. Los pies abren nuevas huellas sobre la arena lisa, recién rastrillada por los camiones de limpieza. Kilómetros de playa vacía y todo empieza otra vez. Camino sin cruzarme con nadie. Solo por la orilla hay algo de tráfico humano. Un grupo de personas avanza en abanico, manteniendo su conversación mañanera, algo imposible en cuanto la playa se llene de seres disfrutando del sur. Me siento frente a la bahía que luego cruzaré. La mañana crece en sonidos, que se cuelan en la lectura. Las páginas caen una tras otra, proa a la aventura. La playa se va poblando y la fuerza de la vida, del poderoso sol que nos calienta a todos, insufla anhelo de más. No quiero que esta sea mi última pieza para Las Nubes. Me siento inspirado, podría cruzar volando la bahía como en los sueños de la noche. A mi alrededor va creciendo un poblado humano. Benditos semejantes. Tomo notas en mi libreta, la gaviota, la familia, la luz, la sensación de plenitud, la bahía. Hora de cruzarla camino de Cádiz. Levanto mi exiguo campamento y paso por el hotel para cambiarme. Pido un taxi hasta el centro, para coger el transbordador. Guardo bien en la cartera el billete de ida con el mensaje manuscrito de la camarera. Me da vergüenza que lo lea el revisor en la puerta de acceso al barco. Pero no puedo evitarlo. El hombre me sonríe con complicidad y picardía. Es la una de la tarde.
—Ya se puede dar prisa.
—Sí, sí.
Subo a la cubierta exterior y me siento en la primera fila. Quiero toda la vista, todo el viento en mi cara al cruzar este mar del sur camino de la ciudad viejísima. El ferry no se llena. Según zarpa, algunos pasajeros terminan de sentarse a mi alrededor. En la fila de atrás, a mi izquierda, alguien carraspea para hacerse notar. Al girarme, no puedo evitar un grito.
—¡Hello, Lisa!
—¡Hola, Julián! —Lisa ríe abiertamente. Será por el brinco que he pegado. Le acompaña la joven traductora pelirroja. Vaya dos bellezas con el pelo al viento.
—¿Vais a pasar el día?
—Lisa tiene una charla a las cuatro en la Universidad, junto a la playa de la Caleta. Iba a acompañarnos Marta Sempere pero ha preferido quedarse porque tenía cosas importantes que hacer por el Puerto. Eso es lo que nos ha dicho. Precisamente tengo aquí su billete de ida y vuelta. Si no tienes billete de regreso puedes utilizar este.
—Gracias, tengo el mío —aún no, pero lo tendré en cuanto localice el restaurante Ítaca. No pienso desaprovechar esta promoción única.
Lisa parece encantada con el encuentro y, sin duda, recuerda nuestra conversación del día anterior.
—Cádiz es una ciudad muy antigua. En ella se pueden encontrar vestigios de hace tres mil años. ¿Siente nostalgia al navegar hacia ella? —Lisa tiene que levantar la voz, porque el viento sopla cada vez más fuerte.
Siento nostalgia porque el viaje parece aproximarse a su fin, como las páginas del libro que llevo en la mochila. Aun así, no sé qué esperar. Qué ocurrirá cuando llegue de vuelta a esa patria de la que partí a los veinte años, los que tenía cuando compré el Ulises sin saber lo que realmente era.
—Pretty much —le contesto con un acento irlandés que recibe con gusto, a la vez que inhala profundo, cierra los ojos y asiente, apretando los labios.
—Es el anhelo de regresar el que genera la nostalgia. Usted lleva media vida, o mucho más, regresando con la memoria a todo lo que ha sido. Y, a la vez, no ceja de buscar horizontes nuevos. Su travesía de la bahía debería tranquilizarlo. Conoce todas las costas. Su reportaje sobre el sur también contiene frailecillos y esos habitan en las costas del norte.
Asiento, dando por válido su mensaje críptico, y vuelvo la vista a las aguas de la bahía, azules como el Egeo. Esta tarde, sin falta, me pongo a escribir, después de regresar al Puerto y conocer lo que la camarera tiene que aportar a este reportaje. El ferry atraca con facilidad en el puerto de Cádiz. Disfruto de la maniobra de aproximación, del quillo tirando la maroma, como en el chiste. Salto a tierra y la ciudad me pasea por plazas de encanto y belleza inverosímiles. El baluarte, con su feria del libro rebosante de público y las casamatas que alojan ahora las mejores armas: los estantes cargados de ejemplares de papel; el castillo, los jardines, la playa más coqueta que se puede tener en una ciudad. Camino sobre un colchón de felicidad, todo me es conocido y amado y recuerdo la primera visita, a pocas semanas de la mili que todo lo iba a cambiar, los dos empapados de sur y de proximidad a África, buscando la calle donde vivió su padre, que era de allí. El latido de la ciudad, sus olas, me empujan suavemente hasta una plaza de hermosura imposible. Allí me aguarda Ítaca, el restaurante italiano de la promoción. Espero que la camarera de L’isola haga doblete y poder bucear de nuevo en sus ojos antes de tiempo. Pero no. Tendré que esperar. En su lugar, un hombre joven y bien plantado, con un mandil blanco sobre su camiseta de rayas azules y blancas horizontales me recibe casi en la puerta. Parece que lleva toda su joven vida esperándome.
—¡Al fin! Llegué a pensar que no vendría.
—Pues aquí estoy. Puedes avisar a quien sea que ya he llegado.
—¿A quién tendría que avisar?
¿Quién podría esperarme en este sur inesperado que súbitamente reconozco como lejana patria? ¿Quién puede reconfortarme con la mera presencia? En las paredes del restaurante hay motivos marineros y fotos dispersas de personas en blanco y negro o en color desvaído.
—¿Quiénes son todos esos de las fotos?
—Gente muy especial que un día marchó de aquí a recorrer la vida. Es raro que vuelvan. Si alguno lo hace, les invitamos a comer y tocamos la campana cuando se van. Es una felicidad para nosotros participar de su regreso.
Una de las fotografías retiene mi atención sobre las demás. Un joven de unos veinte años sentado en las rocas de una playa. El pie de foto dice “Irlanda 79”.
—¿Podrían avisar a ese joven de que estoy aquí? Me gustaría entrevistarlo para el reportaje.
—Haremos lo que podamos, Julián. Hace mucho que no sabemos de él. ¡Eah, le traigo la carta, no se le vaya a hacer tarde para coger el ferry de vuelta!
Todo el mundo parece interesado en que cumpla mi peripecia del día. Solo faltan las cámaras en la playa cuando vaya al puesto de salvamento. ¿Qué tendrá la camarera para mí?
Varios grupos de turistas, algunos de ellos claramente nórdicos, llenan Ítaca al mediodía. Tres chicos y tres chicas, todos fuertes y rubios, brindan con cerveza desde su mesa y me hacen un gesto. Yo les correspondo y levanto la mía. Quizá ellos también buscan el sur, como yo, pero sin tanta complicación.
Sentado junto al gran ventanal contemplo la plaza de cuento, los árboles tropicales inmensos, los niños y sus madres en los bancos, la vida detenida para mí. Este sitio es el paraíso. Me da pena terminar la comida, pero el reloj avanza. Con la cuenta, el joven camarero me entrega el billete de vuelta para el ferry. No me deja pagar. Al salir, antes de cruzar la plaza escucho una campana de barco tañer dos veces. Me giro y el camarero me despide con la mano. Me he sentido como en casa, lo he encontrado. El sur es mi hogar.
Salgo a pasear por calles que me acarician como manos de amante hasta llegar al malecón del otro lado de la ciudad. A partir de ahí, todo es océano. Me siento en el muro. Pierdo la noción, saco el libro, leo, nado en un río de palabras sin puntos ni comas que anuncia ya el mar y expone el corazón femenino. A través de esas palabras, escucho y entiendo como nunca antes a todas las mujeres que he conocido y amado de alguna manera, a las que abracé con ingenuidad, deseo o torpeza, querría mirarlas a los ojos y derretirme de ternura y gratitud, islas necesarias en mi travesía. Detengo la lectura. Quiero terminar el libro por la tarde, en la otra playa, junto a mi hotel. Y luego iré a ver a la camarera. El océano a mediodía en la Tacita de Plata. La luz ha empezado a declinar. Los pies me arrancan de la maravillosa vista de la costa que se pierde hacia el sur, un perfil hecho de roca y tiempo. El ferry de regreso va lleno. Me parece ver a una de las chicas rubias del restaurante subir a la cubierta superior, pero no hay asientos libres y baja a la inferior después de saludarme con la mano. Cruzando de vuelta la bahía, la emoción me embarga. El ferry me aleja de la ciudad que es mi enamorada para conducirme hacia la otra playa. Cádiz, en nombre de todos los recuerdos, se sacrifica, me entrega al Puerto. Lo hace por mi futuro, confiando en el día de después del reencuentro con el sur. El jolgorio en el atraque del transbordador me devuelve a la realidad más prosaica. Y hace calor. Pasaré por el hotel antes de ir a la playa. Haré tiempo: acabaré el libro, veré a la camarera y, por la noche, lo escribiré todo. Y lo enviaré. ¿Y después? Vacaciones en el sur.
Salgo del hotel, cargado de bártulos playeros, busco a Juani, la recepcionista. No está de turno.
—Hoy libraba todo el día.
—Ya. —Lo suponía. No sé por qué, la imagino en alguna sala de máquinas jugando con la escritora Marta Sempere a agitar las aguas y los vientos de esta bahía.
El puesto 1 de salvamento queda al otro extremo de la playa. He tomado prestadas una silla plegable y una sombrilla, cortesía del hotel. Una etiqueta advierte contra el viento: un dibujo del dios Eolo soplando fuerte y una sombrilla abierta tachada por un aspa roja. No parece para tanto, con una playa atiborrada de tinglados familiares como chambaos, con techos de hasta ocho o diez sombrillas juntas. Me apalanco en un claro, saco el libro y me abandono a la fiesta del sonido mientras leo: el padre de familia, la madre, los abuelos, los tíos, los niños, el clan, que a duras penas retiene cerca de la cabaña playera ya a sus adolescentes de cuerpos de fantasía y piel trigueña, que se bañan solas, con el ojo en las espaldas de los pishas que las acechan, el carrito de los pastelillos, que pasa con un alegre tañido de campanilla, el inmigrante sobrecargado de mercancía barata que lo intenta una y otra vez, de isla humana en isla humana, esperando refugiarse durante unos minutos en la paz del puerto, que ha vivido ya su pesadilla del mar, ajeno a literaturas y aventuras intelectuales como la que llevo a cuestas desde que llegué.
Levanto continuamente la mirada del libro. Así nunca lo voy a acabar. Sin embargo, el final ya asoma. Pero sí, ahora, 40 años de vida después, leo y entiendo el Ulises: todo se me muestra en un instante de playa vivo, irrepetible y trascendente desde su intrascendencia, como el cuadro impresionista que inmortaliza una tarde de domingo a finales de 1800 en un parque de París. Y el mar azul, que nos abraza a todos, perpetuando la aventura del mundo. Dublín-Cádiz. Ahora sí, estoy dentro.
Llamo al hombre del carrito. Se acerca, maniobra con agilidad y aparca delante de mí, quitándome la visión del mar.
—Deme un cucurucho de camarones.
—¿De la isla?
—Sí, claro, supongo.
—¿Y eso por qué?
—Antiguamente se decía que pertenecían al sol. Y si te ve quitárselos, en el mismo día, mientras brille ahí arriba, te pondrá a prueba. Leyendas de pescadores.
—Muy bien. —Más material para mi crónica—. Pues dame de esos.
—Como quiera. Saben distinto. Espero que le gusten.
Camarones del sol en la playa. El hombre se aleja después de hacer sonar la campanilla y vuelvo a ver el mar, a escuchar el viento, voces humanas y chillidos de gaviota. Devoro los camarones y las páginas, me clavo a la playa. Se agita el subsuelo, aumenta el viento repentinamente, aparecen unas velas en la bahía, se sueltan las primeras sombrillas, cierro el libro, salgo disparado a la orilla a recoger la mía, que ha recorrido casi cien metros dando tumbos, como otras seis o siete en los alrededores. Quién habrá sacado de la siesta a Eolo, o a su primo el Levante, el viento que de vez en cuando rula desde el oriente en esta costa. Sin embargo, los chambaos familiares resisten, anclados a la arena. Al llegar a la orilla, atrapo por fin mi sombrilla, cuando ya flota boca arriba sobre las olas. La retiene una mujer, de unos treinta años, con vientre de embarazada de muchos meses. Pienso en el daño que podría haberle hecho, a ella o a sus hijos, el que lleva dentro y el niño que juega en la orilla. Es todo un shock. Solo pienso en disculparme y en lo atolondrado que estoy, más pendiente de la lectura del libro que del mundo alrededor, el monólogo de la mujer que anuncia el final de la lectura y, seguramente, de la aventura.
—Lo siento. El viento me ha pillado por sorpresa. No clavé bien la sombrilla. Qué estúpido. Podía haberle hecho mucho daño.
— Mire mi sombrilla. Está amarrada con cuerda. Que conozcamos los vientos no nos protege de sus efectos. Los marinos lo saben bien.
Se acaricia la panza con las manos, como para tranquilizar al bebé que lleva dentro, y observo un tatuaje que le cubre desde el costado izquierdo hasta más de media barriga. Es un mar representado por ondas azules paralelas, sobre el que navega un velero de trazos simples, con una vela y remos a un lado y un rayo que cae sobre él desde el cielo. Deformado por la piel estirada, el vientre luce único e infinitamente bello sobre la piel que cubre dos vidas. No puedo retirar la mirada de ese mar tatuado. Hasta sus costas me ha llevado el viento enfurecido, cuyo soplido pareció surgir de las páginas del libro. Acerco mis manos sin pensarlo, para acariciar sus aguas, y siento una patada de su dios, siempre a la contra del aventurero. Me estremezco de emoción. Todo encaja. La mujer retiene mi mano, sonríe y se gira hacia el puesto de salvamento de la Zona 1, que queda a unos cien metros llenos de obstáculos: chambaos, toallas y neveras, sillas, sombrillas azotadas por el viento y cuerpos, un mar de cuerpos que pueblan la playa. Se dirige a su hijo.
—¡Niñooo!, corre ahí, junto al socorrista, y dile a la tita que se espere, que veo que se está marchando.
—¿La titaaa?
—La tita Juani. Anda, correee.
El niño sale disparado y la mujer me invita a caminar en la misma dirección, pero a paso de embarazada. Intento adivinar el sentido de este último trayecto, a la orilla del mar.
—Mi hermana Juani trabaja en el hotel. Y luego hace horas en un restaurante italiano, pero cobra en negro. Nunca se quita la mascarilla, para que no la reconozcan. Está muy achuchado todo, ¿no cree? Si se aloja en el hotel, seguro que la ha visto. Trabaja en la recepción. Ella tiene para usted una información que necesita para su artículo.
Juani, el principio de mi viaje al sur, es también el último eslabón. La sonrisa que adiviné tras la mascarilla en la recepción. La camarera de tez morena del Isola. Eso lo explica todo: Novella me ha preparado una ficción más cuando pensaba que, por fin, podía leer el sur a través del gran libro del norte, la aventura que me quedó pendiente y que ahora parece tan próxima a su fin. Mi último artículo para la revista sabe salado y huele a mar, trae luz, deseo de vivir. El gozo de la epifanía, reflejado en la barriga tersa del mar de aventura que me acompaña, me inunda de luz: la tarde, la playa, la gente, Juani, que nos aguarda sonriente, con su sobrino de la mano, Ítaca, destino final.
En el puesto de salvamento, Marta Sempere, con una camiseta naranja de socorrista, se llena de gozo al comprobar cómo se va a cerrar su obra, cómo sus personajes caminan hacia el encuentro predestinado. Marta, la gran escritora, ahora también socorrista de aventureros fatigados, ha creado toda esta odisea para mí. ¿Cómo pedirle que nos junte de una vez en este lado? Que Novella tenga su historia, sí, que el mundo conozca la canción del músico y la camarera, pero que yo pueda tararearla aquí, en este lado, mientras contemplo otros mil atardeceres, abrazado a un cuerpo de verdad, no imaginario. Comprendo, al fin, que Juani va a recitar para mí la última página del Ulises, que termina con un «Sí quiero», mientras la contemplo entera, en bikini, su sonrisa sin mascarilla, sus ojos intensos, su alegría de vivir. Es la epifanía del sur. Al fin, lo he encontrado, después de más de cuarenta años, en un libro y una playa. El editor no puede tener queja.
Quiero regodearme en el momento y me detengo de nuevo en el vientre tatuado de mar y viento. En ese momento escucho el grito de la mujer y todo se vuelve oscuridad cuando alguien me coloca una capucha negra de tela en la cabeza y un empujón me derriba sobre la arena. Escucho a la mujer embarazada gritar y pedir auxilio. Intento quitarme la capucha y siento cómo me amarran las muñecas con una brida de plástico. Me han atado, pero consigo liberarme de la tela y la tiro bien lejos. Dos chicos nórdicos, rubios y fuertes (¡son los del Ítaca!), me llevan a rastras por la orilla hacia el canal de salvamento donde esperan dos motos de agua mientras un tercero abre paso.
No se arriesgan a acortar con la moto, navegando entre las personas que se bañan. Miro hacia Juani, que ha soltado al niño y corre en nuestra dirección con expresión de guerrera temible. Pero no va a ser suficiente. Derribo de una zancadilla a uno de los dos jóvenes sicarios de Kink para ganar tiempo, pero otras tres chicas rubias, musculadas de gimnasio (¡reconozco a la del barco!), hacen barrera contra Juani y las personas que empiezan a levantarse de sus sillas y toallas. Desde el puesto de salvamento, Marta Sempere blande un cuaderno de tapas duras. Lo que está pasando no es lo que ella ha escrito en su libreta. Se agita y baja atropelladamente por la escalera hasta la arena. Con el bloc golpea con rabia a una de las chicas rubias en el brazo, luego en la cabeza. La joven la derriba de un puñetazo. Sus gafas salen volando. Marta se sienta, desvalida y rebozada, en la arena. Su mirada miope se cruza con la mía, según me arrastran hacia el agua, y me transmite su impotencia: la rebelión de los personajes, quiénes son éstos.
Pero esto es real, Marta. Son los secuaces de Kink, una vez más. No calculaste ese riesgo. Pensé que te habrías documentado sobre mí, como hacen los escritores, pero no importa. Mi odisea es ahora también tu aventura. Siento el agua mojarme el bañador, la camiseta, los hombres ganan metro a metro la distancia que nos separa de las dos motos acuáticas. De pronto calla el viento, el griterío, las gaviotas, el mar. Todo se detiene para que se escuche en la playa un grito formidable surgido de la garganta de Juani:
—¡A mí el suuuuuuur!
De los chambaos del sector 1 surge una horda organizada que rodea a Juani, esperando instrucciones de guerra. Pero ellos pisan tierra y yo estoy a apenas cinco metros de la primera moto de agua.
—¡Rodeadlos! —Juani ordena.
Cientos de personas se echan al agua y rodean la primera moto. Pero los dos jóvenes nórdicos y su presa casi han alcanzado ya la segunda y no puedo evitar que me carguen en el remolque, me esposen a él y arranquen. La moto sale disparada hacia un yate enorme, con un helicóptero en una plataforma, con las aspas girando, que aguarda en el centro de la bahía. Esta vez no hay escapatoria. En los próximos minutos, Kink va a extraer de mi sangre toda la felicidad por mi hallazgo del sur para su máquina infernal. Luego, quizá me arroje al mar, ya que tanto me gusta. Pero en tierra han lanzado una operación de rescate. Una moto, probablemente arrebatada a los secuaces, nos sigue a toda velocidad. Juani la conduce. A su grupa, Marta Sempere, que va a escribir la mejor crónica de verano de su vida, peleando de verdad junto a sus personajes. Hacen señales a alguien, que no soy yo. Giro la cabeza y de pronto veo acercarse a toda velocidad la proa de un navío de vela con remos a los lados, que se interpone en el camino de la moto hacia el yate de Kink. Reconozco las velas que avisté hace un rato en la bahía: eran barcos clásicos griegos y romanos en alguna competición o exhibición de época, de las que se hacen para los veraneantes. Otros tres trirremes rodean al yate hasta bloquear cualquier movimiento. El barco no podrá moverse, pero el helicóptero sí. Interceptada por el cuarto trirreme, la moto en la que me llevan frena en seco mientras los secuaces de Kink piensan cómo llegar hasta el yate. La moto de Juani y Marta se pone a nuestra altura. Protegidas por el trirreme, piden la entrega inmediata del secuestrado. Los sicarios discuten. Uno se tira al agua para rendirse o distraer la atención y el otro acelera a fondo. Marta y Juani se quedan clavadas. El trirreme no puede reaccionar. Pero al pasar a su popa, un remo sale de su alojamiento y golpea certeramente en la cabeza al sicario que conduce la moto, que cae al agua. La moto queda sin control y comienza a dar vueltas en círculo a escasa velocidad. Amarrado al remolque, no puedo hacer nada más que esperar. Desde la cubierta me llega la presencia de su capitana: la mujer morena de mediana edad con la que muchas veces sueño y no siempre son sueños lícitos. Es Ruth, la jefa de Novella, que toma el mando de la aventura. ¡Cuánto tiempo, Ruth! Ordena que me suban a bordo. Desde la popa, solo veo las cabezas melenudas y barbudas y las espaldas desnudas de los remeros. Ruth está al timón.
—Siempre os la jugáis por mí en el momento más difícil —aún hablo entrecortado, rescatado por Novella de mi propia aventura una vez más.
—Te tratamos como si fueras de los nuestros. Ya tenías que haberte unido a nosotros.
—Pero si me van a liquidar en la revista.
—Por eso mismo. Te esperamos desde hace tiempo.
Mi cuerpo mojado tiembla aún por la emoción de la epifanía y la aventura. Y por la proximidad al suyo. Hace mucho que no la sentía tan cerca. Y ahora, ¿qué? ¿Dónde nos lleva esto? Observo que el barco maniobra para bordear la bahía y enfilar aún más al sur, hacia el encuentro de los dos mares.
—Despídete de tus amiguitas. Ahora eres mío. Yo sí te voy a dar aventura de la buena. —Se dirige con voz imperativa a toda la tripulación de hombres sin rostro—: ¡Poneos los tapones y atadlo al mástil!
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Este relato sobre el sur está dedicado a MARÍA SÁNCHEZ RAYÓN, que lo buscó sin descanso.
Puedes leer las otras dos partes del relato, la parte 1 y la parte 2 en estos links: