APRENDIENDO ALEMÁN

La profesora rompe el mito de rottenmeier, la antipática señorita de la serie Heidi. Un mito que seguramente solo los estudiantes más veteranos podemos asociar con una profesora de alemán de primer curso. Estoy estudiando alemán. Por primera vez en mi vida. Curso A1. Compañeros de clase: chicos y chicas desde los 15. Alguna, casi 70. Yo, en medio, pero bastante escorado hacia esta última. El primer día es un shock. Me he matriculado por la mañana, atrapando la última plaza disponible. El horario es bueno. La clase, en el pueblo de al lado, compartiendo edificio con la escuela de música y danza. ¿Se puede pedir algo más? Sí, que la clase sea enrollada. Y lo es. El primer día me siento junto a una chica de veintipocos que me ampara con sus fotocopias de la primera lección. Al final de la clase le agradezco el recibimiento, la acogida. Gracias a ella, el trago ha sido la mitad. Porque la clase ha empezado hace más de una semana. Me presento a la profesora. Noto cómo los alumnos, según llegan, espetan un “Allo!” que me recuerda que la cosa va en serio. Vale, siéntate ahí. Iremos viendo. Y a continuación se dirige a la clase en alemán seguido. Sin miramientos, sin hacer pausas para explicarlo. Madre mía, dónde me he metido. Y, sobre todo, por qué.

—¿Y por qué alemán? ¿Para hablar con los alemanes? —la pregunta, de varios amigos, indica, cuando menos, extrañeza. Llevo más de cuarenta años comunicándome con alemanes, suizos y austríacos en inglés.

—Porque quiero aprender alemán. Siempre he querido. Y ahora puedo.

La primera parte de la clase es difícil. Nuevo idioma. Inmersión total. Vuelvo a una clase de iniciación. Tengo nuevos compañeros. Un recorrido inmenso y abierto por delante. Y la oscura satisfacción de que lo estudio porque me apetece enhebrar un nuevo idioma.

Así ocurrió con el italiano, hace 40 años, cuando lo escogí por apetencia de adentrarme en el misterio de su música. Cómo olvidar aquellas primeras clases, con la profesora Michela, simpática y expansiva. Y la primera fiesta de carnaval en un salón del bellísimo palacio del Istituto Italiano di Cultura, cuando todos pensábamos que íbamos bien disfrazados y, de pronto, irrumpieron al trote seis o siete gondoleros venecianos portando una góndola de 4 metros de papel maché sobre sus hombros. Questo è l’Italia! Como entonces, todo es nuevo. Primeros pasos en un idioma. Y este se las trae. Entro en el edificio de la Escuela Oficial de Idiomas cuando cae la tarde de otoño.

Y me zambullo en aquellas tardes oscuras del otoño de 1972, en el edificio del INI (Instituto Nacional de Industria), en la plaza del Marqués de Salamanca de Madrid, aquellos pasillos mal iluminados de un edificio casi ominoso para mis 13 años, una manzana entera en el barrio de Salamanca, una especie de ministerio en pequeño. Aquel profesor británico, Gillman, que fumaba en pipa durante la clase.

Aquel libro tan poco atractivo, “Inglés para ingenieros y técnicos”, comprado en la librería Pueyo, que estaba en la calle Ortega y Gasset.  Al fin y al cabo, aquello era el INI. Las clases eran gratis. Los alumnos teníamos algún familiar, alguna vinculación con el INI. Entre los compañeros, algún joven de unos 18 o 20 años compartía picardías conmigo sobre el trasero de las chicas. Yo me sonrojaba. Pero miraba de refilón. Era la primera vez que compartía clase con ellas. Y también algún alumno mayor y trajeado, de edad no adivinable. Simplemente, mayor.

Clases de inglés con un profesor que parecía salido de los libros de Guillermo Brown, el líder de los Proscritos, con el que me había deleitado en las lecturas solitarias de infancia. Guillermo no era como los niños aventureros de Enid Blyton. Tenía retranca y era un gamberro. El profesor Gillman parecía escapado de una de sus páginas.  Recordaba a un tal Churchill, que siempre llevaba un puro en la mano, del que había oído hablar y reconocía de alguna foto en blanco y negro. Mr. Gillman tenía pelo blanco abundante, pipa en la boca, que encendía una decena de veces durante la clase, y una gran barriga, que le descuadraba la corbata. Como si fuera el mismo Churchill, vivía en primera persona la guerra fría o no tan fría entre Occidente y la URSS y citaba a algún sabio, seguramente americano: «si no enseñáis a vuestros hijos matemáticas ahora, luego les tendréis que enseñar ruso». O sea, alegría de vivir para un adolescente en los sótanos mal iluminados a los que se entraba por la puerta de la calle General Pardiñas. Cuánta oscuridad, la de aquel tiempo, la de nuestros mayores, que sí habían vivido una guerra. Le parecía importante que la gente aprendiera inglés, pero aún más prepararse para combatir a la bestia soviética con matemáticas pues la carrera entre capitalismo y comunismo se ganaba también con el conocimiento. Al final resultó que a los rusos también les gustaban las gambas.

Aprendíamos a hablar inglés cuando en el cole de curas se enseñaba francés (“La tour Eiffel se trrrrouve a París”, ay, mi querido profesor Foronda, qué frustración, enseñando a aquellos cafres que éramos). Ya llevábamos cuatro cursos estudiándolo con un método muy tradicional: verbos, vocabulario, dictado, y una pronunciación que daba pena o risa, según se mire. Y, mientras tanto, en la pizarra del aula tenebrosa de los sótanos del INI, con la pipa en la boca, Mr. Gillman resoplaba, aspiraba y explicaba la pronunciación del nuevo y peculiar idioma. Parecía imposible dominar alguna vez esa lengua que terminaba muchas frases con una preposición. ¿Cómo se puede ordenar el pensamiento y sacar la frase guardándote para el final una preposición? Muy pocos años después, otro profesor británico, Barry Reedman, en la calle Almagro, en un ambiente muy distinto de enseñanza y convivencia con la lengua británica, delgadísimo hasta lo desvencijado, insufló en sus clases toda la luz del nuevo idioma que, sí, también tenía una gramática estudiable. Modelo clásico y a la vez novedoso de aprendizaje frente a los modernísimos métodos que empezaba a salir, como el curso de la BBC, que habían comprado mis padres para que estudiáramos en casa y que iban a lo práctico, con cintas de cassette para escuchar las conversaciones y practicar la pronunciación.

Con gran alegría me encontré recientemente en un mercadillo con el libro del primer curso, “Calling All Beginners”, lleno de situaciones cotidianas, diálogos, vocabulario y pequeños tips. Recuerdo la voz de una de las protagonistas que me enamoró con su entonación al contestar a su contraparte masculina que no se fuera todavía: “Don’t go yeeeet!”. Yo quería conocer a esa chica. La escuchaba una y otra vez e incorporaba así, sin darme cuenta, el otro arma para dominar el nuevo idioma: la música de las frases al salir de los labios.

Míster Reedman nos adentró en los secretos del conjunto y añadió unos cimientos fundamentales sobre gramática, ayudado por un texto “Advanced English Practice” cuya portada hoy, casi cinco décadas después, dispara de nuevo una estimulante corriente eléctrica en mis neuronas. Pronto, muy pronto, podíamos hacer frases, complicarlas, retorcerlas, embellecerlas, pronunciarlas. Cuánto me sirvió esto para intercambiar con seres de todo el mundo las complejas sensaciones que nos poseían. Ah, los verbos eran más fáciles que los franceses que, por otra parte, estaban ya dominados. Qué cómodos los ingleses, no se complicaban mucho la vida. Eso sí, asegúrate de poner siempre el pronombre. Gracias, Mr. Gillman. Thank you, Barry Reedman. Este último nos confesó una vez (yo ya había montado un grupo de rock con amigos del colegio) que la música moderna, el rock, no le gustaba. “El único (y lo recalcó), el único disco moderno que he escuchado y que me parece realmente especial es Thick as a brick, de Jethro Tull”. Ahí caí rendido. Jethro Tull, mi Jethro, había conseguido romper la barrera de un tipo tan especial.

Según avanza el reloj, la primera clase de alemán se suaviza. La profesora se detiene, aclara cosas en español. Suspiro aliviado. Todos están empezando. No solo yo. Y estoy allí por algo. Porque puedo. Y porque quiero.

Al llegar a casa, me espera una cena alemana de salchichas, chucrut y cerveza bávara. Vaya familia tengo. Es Oktoberfest en mi vida. Tengo nuevos compañeros, me convertiré en delegado la semana siguiente, ante la falta de voluntarios (la última vez fue hace 50 años), tengo una profesora joven, morena que desprende fuerza y vitalidad y que tiene vida propia. Nos lo recuerda cuando nos pide que no retrasemos su salida, que tiene que coger el autobús a Madrid. Porque ella vive en Madrid. Y seguro que sale, y busca, y crece, y ama, como todos lo hicimos por sus calles desiguales, que nos han traído hasta aquí. No como Gillman, a quien nunca pude imaginar más que en su casa o en la lúgubre aula de los sótanos del INI de los 70. Tampoco era fácil imaginiar que había una vida entera ahí fuera, esperando, a la salida, en las tristes tardes-noches de aquel otoño. Muchos años después, a la salida de un examen que no consigo recordar en algún lugar de la periferia, me topé con Mr. Reedman. Tan delgado y más mayor. Eso quería decir que habían pasado unos cuantos años desde el par de cursos maravillosos que seguí con él en el British Council de la calle Almagro. Nos saludamos. Él me reconoció también. Me pregunto cómo pudo hacerlo pues yo ya me había dejado barba y pelo largo. Fue la última vez y ha pasado mucho tiempo de aquello. Gracias, Barry. Imposible olvidarte ahora, cuando empiezo el aprendizaje de un nuevo idioma.

Compro el libro de texto en la Casa del Libro de Gran Vía de Madrid. Prefiero la excursión, la experiencia: entrar en la gran librería, ir directo a la sección que conoces, encontrarlo, pagarlo. Ya está. Así, con suerte, no cerrarán tampoco Espasa Calpe. Salgo con el libro. Misión cumplida. El martes siguiente iré a clase con el libro, seré un alumno como los otros. Y aprovecho para apuntar y comenzar una nueva lista de vocabulario. Empiezo a llenar páginas. Consulto profusamente un diccionario que compré en una tienda de segunda mano hace unos pocos años, cuando pensaba que en mi trabajo se me ofrecería la posibilidad de estudiar alemán, como ya había ocurrido antes con el portugués (profesora Liliana, que me explicó el origen de la palabra “Fado” y comprendí de golpe también la “saudade” portuguesa).

Aprender alemán es un gozo. En cada búsqueda de palabras, en cada apunte nuevo en la lista, se dan asociaciones muy íntimas, relaciones entre grafía, sonido, significado y búsqueda, la mía, de lo nuevo: alemán, el idioma de referencia de la Filosofía.

Tengo nuevos compañeros, veinte, nada menos. Y todos tienen nombre distinto. Y me los he aprendido rápido. Todos buscan en el alemán una segunda utilidad. No es el inglés, que, presumiblemente todos conocen razonablemente. Por qué alemán. Vuelta a empezar.

—Porque me apetece.

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