ULISES EN CÁDIZ – (Parte 1: LA ESCRITORA)

Te hemos reservado en el Hotel Bahía

Esta vez el editor no se ha estrujado demasiado la cabeza. Un tema de verano. Cuando el éxodo ha despoblado las ciudades.

—Cuéntame el sur. Encuéntralo y escríbelo. Te vas en tu coche y te mueves por ahí lo que haga falta. Te hemos reservado en el Hotel Bahía, en El Puerto. Tienes dos semanas para dar con el sur y contárselo a los lectores.

—¿Dos semanas, jefe? Eso son unas vacaciones.

—A algunos escritores les pagan estancias así para que envíen crónicas de verano. Seguro que te encuentras alguno allí. Pégate a ellos. Pero no te olvides que vas de curro.

—Pero yo no soy un escritor, sino periodista. Un escritor puede inventarse lo que quiera. Pero yo, ¿cómo voy a reportajear el sur?

—No te quejes. Ya me gustaría a mí deambular por esa costa, con el oído bien abierto y el buche siempre a punto.

Nunca me ha fallado el jefe. Y eso que su trabajo es difícil: ver más allá del horizonte y enviar exploradores. Aun así, esto me huele a vacaciones junto al mar justo antes de liquidarme. Todos sabemos que la revista se va a reestructurar. Suena a despedida y agradecimiento por el prolongado servicio a Las Nubes, para la que casi he sido más un corresponsal de guerra, a juzgar por los peligros de los últimos años. Nunca lo hemos hablado, pero es mucha casualidad que los temas que cubro me acaben colocando siempre a tiro de la Policía Normal o de los hombres de Kink. Escaramuzas, rasguños, sustos, periodismo del alma dijo alguien, que también toca el físico, el mío.

Hace mucho que no me albergo en un hotel de vacaciones

Así me habla la cabeza mientras guardo cola para registrarme en el mostrador de recepción del Bahía, un coloso de cientos de habitaciones situado al comienzo de una playa cuyo final no se adivina. La actividad en el atrio es propia de un hotel de la Quinta Avenida de Nueva York. Sin embargo, la pareja de recepcionistas, ella y él, agilizan con alegría el embarque de pasajeros del descanso playero en este edificio de los setenta anclado junto a la playa sureña. Apenas dos minutos por cliente. La espera se vuelve amena. Hace mucho que no me albergo en un hotel de vacaciones. Pero estoy de trabajo. Desde ya mismo tengo que fijarme en las cosas que ocurren alrededor, buscar trazas del sur. Me faltan ojos y minutos en la corta espera para observar la actividad próxima, que es desmedida: familias de cinco o seis miembros camino de la piscina se cruzan en el hall principal con parejas jóvenes a las que aún asustan los niños y con mujeres de mediana edad, solitarias y misteriosas rumbo al gimnasio y la sauna. Cuerpos al fin desembozados que buscan soltarse del todo, cuerpos de vacaciones, miradas que aún no puedo interpretar, pues aún estoy recién llegado y el sonido ambiente me supera: un griterío que no es normal pero que encaja en la escena. El hall suena a alegre fiesta callejera y humana, sin música machacona, afortunadamente. El sur suena. Primer ángulo de ataque para el reportaje: hay que escuchar. Y lo siguiente es la voz de la recepcionista. Detrás de su mascarilla adivino una sonrisa joven de bienvenida, que me cautiva aún más cuando se monta sobre el dulce tono que emplea para saludarme. Noto cómo el escepticismo, más etario que profesional, se resiente en su fortín interior. Recelo. ¿Por qué sonreír de verdad a un cliente? Sé a qué me refiero. Llevo años intentando terminar el trabajo que me pide Novella y que, curiosamente, comenzó con una camarera-maga que aparentemente lo sabe todo de su cliente al otro lado del mostrador. Me fijo en la chapa con su nombre casi a la vez que me envuelve su voz amable. Se llama Juani.

—¿Preparado para descubrir el sur, señor Julián? —Extraño sonido, mi nombre de señor en su boca, voz aguda y cantarina del sur. En el norte no hablamos así.

—¿Le han avisado de la revista? Seguramente necesite información y algunos contactos locales. ¿Me podrá ayudar?

—Usted siéntase como en casa. Me han dejado un paquete para usted. Espero que esté fuerte de muñecas, porque pesa lo suyo. —Se gira hacia los estantes que hay detrás del puesto de recepción.

Esta claro que es un libro, un libraco, más bien.

El paquete pesa como solo un gran tomo puede pesar. El editor me dijo que esperara instrucciones escritas que me darían en recepción. Es un bromista. Ya empieza como Novella, a jugar a espías, incluso conmigo. O quizá solo es que quiere poner un poco de sal en mi reportaje. Pero no es él quien lo envía. Reconozco su caligrafía con mi nombre en un sobre que no llama la atención ni pesa. Esas sí son sus instrucciones. El paquetón viene sin remitente.

—Lo dejaron en Conserjería esta noche, una chica joven, por lo visto. Es lo que me ha dicho mi compañera Encarni, que estaba de turno, cuando nos dimos el relevo esta mañana.

Solo puede ser la Biblia o algo parecido. Rasgo el envoltorio lo justo. Juani se agarra al mostrador y cabecea ligeramente, emitiendo ondas de satisfacción por un trabajo bien hecho. Está claro que es un libro, un libraco, más bien, forrado de papel blanco, para proteger la portada de miradas indiscretas y otras suciedades.

—Buenas vacaciones. —Hace una pausa en la que la sonrisa se desborda por sus ojos, a duras penas retenida por la mascarilla—. Y buena lectura.

Con gran profesionalidad, ha terminado de darme la bienvenida, llaves, paquete, sobre con instrucciones, y aún estoy con ella, mientras ya está invitando al siguiente cliente a avanzar hasta el mostrador. Me despido, dudando de si la confianza transmitida es meramente profesional o hay algo más, si el jefe me ha preparado una vacación-aventura para espabilarme un poco o es otro tipo de gesto: la última gran cobertura antes de la reestructuración de la que todos hablan en la Redacción. Somos bien pocos en la revista. El jefe y yo empezamos juntos. Según vuelvo al atrio, me arrebata una sensación de deja vu, una mujer, un mostrador, unas instrucciones. Me preparo para un nuevo contacto con Novella. Giro en derredor lentamente, buscando el contacto, los ojos de Ruth, de Ramiro, de algún o alguna nueva agente, pero me despierta un niño con el empuje de un toro desbocado al empotrar su cabeza en mi estómago. Corría mirando para otro lado. Aún doblado por el impacto, a duras penas sujeto el paquete para que no le caiga encima y escucho a su madre, que tiene otra preocupación:

—¡Niñooo, cuidao, que vas a romper las gafas y luego no ves ná! Vamo pa la playa ya, venga, hijooo.

Tiene algo que me suena. Podría ser una escritora conocida.

En el ascensor aún me duele el golpe. Lo comparto con una mujer morena, frente ancha, de mediana edad, con gafas redondas, ojos algo perdidos tras los cristales. Tiene algo que me suena. Podría ser una escritora conocida. ¿Qué haría aquí una escritora de renombre en plenas vacaciones? Si es la que pienso, escribe con bastante mala leche y siempre titula en femenino. Quizá muerda si le pregunto. Lo lógico es que tenga buenos contactos locales que la alojen, si no una casa en la costa. Me suena haber leído algún libro basado en esta zona. Aires difíciles, vientos indomables, rasgos reales de un sur quizá estereotipado. Pero no es esa. A esa escritora la distingo bien. Y ya nos dejó. Esta tiene algo que me resulta mucho más que familiar. La mirada miope, el gesto entre salado y enfadado. No sé. Asocio la impresión con el norte, con la lluvia, con una costa verde y salvaje, con un tiempo pasado.

—Ya queda menos para el sur —creo distinguir el verso dentro de la música pegajosa de fondo, que quizá proviene del chiringuito de la piscina, que intenta imponerse al bullicio, aunque solo consigue incrementarlo. Qué cursilería. ¿Quién busca hoy el sur, su metáfora? ¿Qué es el sur? Todavía hace treinta o cuarenta años, antes del nuevo desarrollismo y de Jesús Gil e imitadores, el sur era un sueño nebuloso, un horizonte exótico al que se llegaba por carretera. Como a París se llegaba en tren. Y abrías una ventanilla a diez kilómetros del destino y te empapabas de olor a mar y veías o imaginabas África al otro lado de la bruma y el futuro se perfilaba sobre un paisaje mitad costa, mitad tiempo.

El sur. El ascensor se detiene en un piso intermedio. La escritora conocida de rostro familiar y yo nos miramos. Al otro lado de las puertas abiertas, una familia de seis, con todos los bártulos de la playa empuñados, se prepara para el asalto. Ella solo necesita una porción de su genio para vencerlos. Ya tiene para su primera crónica.

—Es de subida —y aprieta el botón de cerrar puertas, tan tranquila.

Neutralizada la amenaza, no parece que quede mucho para despedirnos. Su llave es del octavo. La mía, del séptimo. Justo la misma habitación, una encima de la otra. Podrá verme la coronilla por las noches, si me asomo a la terraza. Podrá escuchar el suelo, podrá sentir su poder sobre mí, podrá incluirme en su crónica del sur, ya lo está haciendo, me temo. Es la sonrisa de quien lleva la delantera.

No se pierda el concierto en la terraza de los «Chicos de la bahía»

—Ya queda menos para el sur —está en todo—. No se pierda el concierto de esta noche en la terraza, Los Chicos de la bahía. Deben ser fijos aquí —no entiendo bien—. Lo digo por el nombre del hotel, los Chicos “del” Bahía. Y casi mejor nos tuteamos, porque me parece que los dos hemos venido a trabajar. ¿Para quién escribes?

—Para la revista Las Nubes. Solo se encuentra por suscripción. Y estamos de reestructuración. He venido a cubrir el Sur.

Detrás de las gafas, los ojos empequeñecen. Hemos coincidido antes en algún tiempo, en algún lugar. Séptimo piso. Adiós.

—Yo soy Marta. Sempere. Marta Sempere.

—¿La cantante? —me siento ridículo nada más escupir mi tontería.

—La escritora.

—Ah, claro, ya sé quién eres. Yo me llamo Julián. Igual te pido algo de ayuda para mis crónicas. Tú esto te lo conoces ya, ¿no?

—Tuve un novio que me hizo buscarlo. Me sentó en Tarifa frente a África y me volvió loca con sus sueños.

—Ah, bueno. Has recorrido esto de joven —otra vez me muerdo la lengua. La puerta del ascensor se abre y se cierra impaciente, apurando nuestra despedida.

—Sí, de joven. Te veo en la terraza esta noche. Odio ir sola a los conciertos.

—Claro. Nos vemos.

***

Verano de 1981. Tren de vuelta a Dublín desde Galway. Tráquete, tráquete, el vaivén, las vías, el hierro, los campos verdes, el tiempo. Somos muy jóvenes. Nos gusta el rock, la música, se nos acaban de escapar los Pretenders en Londres, por perezosos. Nos pillaba en la otra punta. O quizá hemos perdido la inspiración, después de dos años juntos. Hemos venido por Londres. Y por París. Todo en tren y barco. Tiempo es lo que nos sobra, con solo 22 y 20 años. Toda la vida por delante. Podría ser el verano de nuestras vidas. Pero cuando la lluvia golpetea el doble techo de la tienda en el camping de Galway, la tristeza del exterior se cuela en nuestros corazones. Inútil volcarnos en nuestras respectivas lecturas de adulto, deslumbrados por lo complejo, lecturas desveladas como secretos sagrados en la universidad. La mía, el Ulises de Joyce, el viaje alrededor de un día en Dublín que representa el mar, la vida que navegamos. Es enrevesada y compite por la atención en mi corazón con el rock básico de Thin Lizzy, nuestros héroes del rock, también irlandeses.

No lo estoy entendiendo. Es inabarcable

En el tren de regreso a Dublín, las páginas caen muy lentas. Difícil encontrar su significado cuando algo no va bien entre los aprendices que hacen declaraciones de amor y vida universales. Al final del viaje, apenas un tercio del libro y la sensación de que no lo estoy entendiendo, que es inabarcable. El nuevo curso empieza y hay que leer muchas otras cosas. Abandono el Ulises, pero no a Joyce. Agarro el Retrato del artista adolescente y todo es mucho más fácil. También es Irlanda. También es Joyce. Quién sabe si algún día leeré el Ulises. Por qué habría de hacerlo. Con la llegada del invierno y cierta paz retornada, empiezo a soñar con un lugar ideal que personifica todo lo que anhelo: la paz, el sol, las palmeras, un lugar de descanso después de la búsqueda agotadora que nos hemos impuesto. Seguiremos juntos un tiempo, quizá demasiado largo, lo suficiente para generar a la vez el recuerdo único del primer intento y del viento helado del norte que barrió el sueño. ¿Dónde está el sur? ¿Qué es el sur?

***

Dejo las cosas sobre cama y abro el paquete. Se confirma la sospecha: es un libro tocho cuya cubierta forrada de papel blanco oculta una misión, que está vinculada a su título. Decido no mirarlo para saber si el pálpito, físico y figurado, está justificado. Para comprobarlo, me voy a la última página, a las últimas palabras: «Sí quiero». Me han regalado el Ulises, el libro que actualizaba la Odisea al siglo XX, que era el siglo que regía hace 40 años. El libro que nunca terminé, cómo sería leerlo entero, pensé alguna vez. Percibo la mano de Novella. A veces pienso si el editor no es uno de ellos, todos compinchados para que las crónicas y reportajes que envío a Las Nubes tengan su origen en las enrevesadas pruebas que me proponen.

Me abanico el alma al hojear las casi mil páginas de esta edición, me detengo fugazmente en la cabecera de cada capítulo, reconociendo los cambios formales de uno a otro. Comienzo la introducción del traductor, que explica la analogía con los respectivos episodios de la Odisea y sin darme cuenta, he empezado a leerlo. Por la ventana abierta entra el sonido de la playa del sur, mar, griterío, músicas diversas empastadas en la atmósfera caliente de la sobremesa. Cambia la luz, pasa la tarde y yo navego desde la costa que anuncia el siglo XX (el Ulises se publicó en 1922) a la que se alza incierta en los acantilados del siglo XXI. He pasado cuatro horas leyendo y viajando. La voz de una mujer entra por la ventana para tentarme. No entiendo lo que dice, solo escucho la voz. Cuando por fin salgo de la lectura compruebo que ha caído el día, que vive ya en el último trecho de tarde, y descifro su mensaje, amplificado por unos altavoces que aniquilan cualquier otro sonido natural.

—Están a punto de llegar: los Chicos de la bahía en el Bahía. Eso sí que es una suerte. ¡Sois unos afortunados! ¡Vamos con las bebidas que los camareros no muerden! ¡En quince minutos empezamos!

La animadora nos llama: dejad lo que estéis haciendo y venid aquí

            Desde el balcón observo la gran terraza con escenario cubierto por un techo de lonas, cuya estructura sostiene unos focos que pelean inútilmente con la luz del día. Empieza a haber movimiento. Agarrada al micrófono, la animadora arenga al primer grupo de huéspedes que se acercan indecisos y de paso a quienes la escuchan desde sus habitaciones o la piscina.  Su trabajo es convocarnos, que dejemos lo que estamos haciendo y acudamos a ella, cosa que haremos sin cuestionarnos nada. Luego, ella se retirará y entrará el artista de turno. Ese es su trabajo. Por eso le pagan. Y lo hace con una voz preciosa, imposible de ignorar. Es parte necesaria del espectáculo, que no existe sin espectadores. Lo hace bien, pero no es un trabajo fácil. Remata la faena con una sonrisa encendida por la última luz del día, que viaja por un mar azul rojizo en el que se ha escondido el sol. La crónica me llama. Tengo que bajar.

Al pasar por el atrio, junto a Recepción, Juani, que sigue de turno, me guiña un ojo con simpatía, aún prisionera de la mascarilla. En ese momento, no atiende a ningún cliente. Por eso me detengo brevemente, aunque a distancia del mostrador, para corresponder a su llamada.

—¿Bajando al concierto? Eso está bien. Los Chicos de la bahía tocan a menudo. Gustan mucho a la gente que viene a esta playa. Alguna vez, hace años, llegaron por mar, como los Reyes Magos en las ciudades costeras. Cuando eran grandes. Ahora son casi solo un recuerdo. Cantan lo que la gente quiere oír: un sueño del sur. Por cierto, la escritora me ha preguntado por usted. Se ha tomado una copa en el bar. Miraba mucho y anotaba cosas en una libretita. Creo que lo buscaba. Ya ha pasado a la terraza. Seguro que le tiene guardado sitio en su mesa.

—Sí, hemos quedado para verlo juntos.

—¡Eah!

Imposible modificar ese final de conversación. Me abandono a la voz de la animadora, que se escucha con extraño eco en el atrio y me llama hacia el exterior. Al salir, siento el aire vivificador de la tarde marina. La mirada busca el mar. Es difícil no perder la vista en el azul rojizo cada vez más oscuro del horizonte después de que el sol se haya zambullido en el agua. La animadora sigue construyendo audiencia, dando la bienvenida a cada espectador. Ahora me toca a mí.

—¡Y ese joven que busca sitio…! Vaya, parece que ya lo tiene. Y buena compañía también. —Me sonrojo al sentir la mirada de decenas de ojos, incluidos los de la escritora, que amplifica su potencia tras las lentes y gesticula con la mano, sin ninguna discreción, para indicarme dónde está.

Imposible ignorarla, aunque quisiera. Puedo leer en sus ojos y en su sonrisa pilla cómo todos los espectadores, posiblemente yo incluido, pasaremos por su mente hechizadora de escritora y nos convertirá en singulares animales del sur en su crónica, que adivino ácida y divertida. Justo todo lo que a mí no me sale. A ver si se me pega algo de eso esta noche con ella. Le preguntaré algún secreto de escritura, de dónde saca su mala leche, si alguien escapó alguna vez a su encantamiento y siguió camino, navegando entre islas. Estoy jugando muy fuerte. Lo sé. Pero el aire, la tarde, la temperatura maravillosa, la cerveza que ya me trae el camarero (que se ha adelantado por indicación de mi anfitriona de mesa), sus ojos negros pequeños, algo rasgados, las preguntas que ya se empiezan a desbocar son demasiados elementos a favor como para jugar suave.

Sur eres tú. O lo fuiste

—¿No te huele a sur? —Marta dispara pronto. Será su método para escribir la crónica del día. Según lo que conteste, saldré, o no, dentro de tres días en su columna de verano del periódico de tirada nacional. Decido asegurarme un sitio entre las letras.

—Sur eres tú, ¿no? O lo fuiste. —La pausa dramática que sigue hace su efecto. Algo se remueve en su interior, en su memoria. Cierro los ojos un momento pensando en que cuando los abra me habrá convertido en algún animal, gaviota quizá.

—Ya me has dado tema —su mirada deslumbra más que los pobres focos del escenario—. Sí, aquel novio que me sentó ante el peñón africano, en Tarifa, me hizo sur. Para él, para su idea de la vida, yo fui algo irreal, mítico. Afortunadamente, no duramos mucho más. Pero para eso hubo que viajar al norte, comprender y aceptar la lluvia y el frío que se habían instalado en nuestros corazones. Ocurrió frente la costa atlántica irlandesa. Y quedamos los dos exangües, sin modo ni plan para llegar al futuro. Pero libres. El resto ha sido camino hasta aquí.

—Un camino rico: tú estás casada, tienes un nombre, escribes libros, eres profesora en la universidad. Te invitan a congresos. Tienes algo que decir al mundo. Tu mensaje es claro e importa. Yo he pasado treinta años de plumilla, de redacción en redacción hasta la soledad del redactor de fondo en casa que me espera si cierra Las Nubes. Y ahora me encargan una crónica sobre el sur. Me siento ridículo frente a ti.

La escritora se quita las gafas y aprieta un poco los ojos, que se rasgan aún más. Si es miope, que lo parece, ahora me debe estar viendo borroso, como un recuerdo. Quién sabe lo que pasa por la mente de un escritor cuando prefiere la realidad sin lentes. Yo, su objeto borroso, la contra observo con expectación. Por primera vez pienso en la mujer que hay tras las gafas. Marta Sempere es atractiva, cincuenta y pocos —no pienso mirar su ficha en wikipedia después—, no sé aún cómo es su cuerpo porque no me atrevo a mirarla ahora, sería demasiado obvio. Pero su cara tiene algo familiar. Y es de letras, vaya si lo es.

—¿Qué libro llevabas esta mañana, cuando nos conocimos en el ascensor? —Eso es un buen muletazo, sí señor, perdón, señora.

De pronto caen en cascada entre los dos las páginas devoradas en la tarde, los tres primeros capítulos del Ulises, la primera parte completa, nave que surca ya sola el mar abierto.

            —Creo que ya lo sabes. Quizá hasta fuiste tú la que lo dejó en Recepción para mí.

            Marta se muestra tan sorprendida que comprendo que no tiene nada que ver. Será cosa del editor o de Novella. Y no quiero que se corte la conversación ahora.

            —Perdona. Es el Ulises de Joyce. —Marta abre los ojos, los oídos, los agujeros de la nariz, se le erizan los pelos del brazo: soy material en estado puro para su crónica—. Por un momento pensé que me lo traías tú desde muy lejos.

            —¿Cuánto de lejos? —Hay emoción en su voz. La noto en el pequeño gallo que se le escapa.

            —Desde Dublín.

            ***

Esa montaña es el principio de África

            Por encima de la bruma que esconde al estrecho, asoma un peñón rocoso, blanco gris, que engaña sobre su verdadero tamaño. Cuando se disipe la niebla, veremos que esa montaña tiene una base, una tierra que es África, el principio de África. El pensamiento vertiginoso recorre el espinazo figurado del continente de norte a sur, hasta Ciudad del Cabo, y se queda tan pancho. Toda África imaginada de una tacada desde la punta de Europa. Hay otro sur que se asoma desde ahí y es prácticamente inabarcable. Sur de ensueño, inalcanzable, el resto del mundo que queda por conocer, la vida futura. El horizonte juega con nosotros, se insinúa, se retira, juguete de la niebla, cómo viajarán las nubes por un territorio tan vasto.

Las chumberas se cuelan en las fotos del brazo de mar, del otro lado que es frontera.  Se aproxima la hora repudiada de la mili. Después de este verano, después de esta costa, de este peñón que se alza por encima de la bruma, se asoma el gran agujero oscuro del futuro. Y después de la mili, qué: qué hacemos de nosotros. La duda lo toca todo. Pero este verano es distinto al pasado y al anterior, cuando el norte puro, la costa irlandesa, pusieron escenario al gran vacío de los corazones, cuando la lluvia de agosto azotaba Galway, inmovilizados por el silencio bajo el techo de una tienda, con las preguntas prohibidas a punto de aflorar, escondida la vista en el libro indomable.

Nuevas parejas se habrán formado esta noche.

Algo muere allí, en Galway, ese día, en ese agosto, en ese horrible camping ruidoso con gente feliz alrededor. Nuevas parejas se habrán formado esta noche, quizá incluso en la tienda de al lado. Algunos bebés habrán nacido también esta noche en esta ciudad, vidas enteras por vivir que crecerán en esta tierra verde y vital. ¿Cómo será todo dentro de veinte, treinta, cuarenta años? ¿Cómo será la vida? ¿Y nosotros? ¿Seguiremos juntos el mes que viene, al regresar a Madrid?

En el camping tarifeño, un alemán viaja solo. Es guapo, tiene 24 años, como yo. Frente a unas cervezas, cuenta que se ha hecho la vasectomía. Resulta muy chocante y nos arroja a una incómoda reflexión sobre nosotros y el futuro. En el discurso absoluto sobre el amor impuesto en nuestra relación no caben casi desviaciones. El joven alemán, el tipo de contacto que uno hacía en un camping en esos tiempos, plantea una vida por delante sin hijos. ¿Cómo tenerlo tan claro tan pronto? ¿Por qué hay que decidirlo tan pronto? ¿Qué son, qué serán los hijos? Nosotros eludimos hablar del futuro. Nos despedimos de él, seguimos camino. Todo es impulso neutralizado por la sombra oscura de la mili que empieza en unas semanas. Hemos venido hasta el sur máximo, buscándonos por última vez. Eso lo sabremos en unos meses, cuando acabemos del todo y el recuerdo comience su monumental obra. Hasta entonces, todo es carretera, sueños, cuenta atrás, temor.

***

Los Chicos de la bahía ya están en el escenario. Dos chicos y dos chicas más que talluditos, al parecer todos hermanos muy seguidos. Hace 40 años eran unos teenagers. Hoy, seguramente cantan como entretenimiento, alentados por sus familias y por un pacto de lealtad al sur, y se reúnen durante tres meses cada año para recorrer hoteles de la costa mientras el cuerpo aguante. Marta los escruta con sus ojos de rayos X y anota algo en su libreta. Su irrupción entre aplausos desde la zona de bufet del hotel nos ha pillado por sorpresa. Mi libreta está aún en blanco. Andábamos entre Dublín y Tarifa, ella y yo. Ahora sé que su historia de adiós en la costa irlandesa podría ser la mía, que el novio que la llenó de sueños y de sur frente a África, pude haber sido yo. Qué tienen los hombres soñadores en esa primera etapa de sus vidas, que arrastran al viaje. Qué ocurre cuando ellas sienten otras llamadas al contemplar un nuevo atardecer de carretera sin la emoción por llegar al destino y maquinan una salida, mientras el corazón les revienta de pena y vergüenza por el tiempo perdido, el reloj biológico, la vida desaprovechada, qué estupidez el sueño del sur.

Arrullados por la canción «Camino del sur», nos entregamos a los parecidos…

            Algo muy fuerte nos une a la escritora y mí al escuchar las dos o tres canciones reconocibles de Los Chicos de la bahía. La animadora no nos quita la vista de encima. Sin querer, he puesto mi mano sobre el antebrazo de Marta, he sentido sus pelos erizados estirarse aún más. Tenemos una historia común que hunde sus raíces en un mismo mundo. Dublín, Tarifa, el tiempo, el día, como mar en el que navegamos, y nuestras fallidas historias amorosas de otro tiempo. Arrullados por la canción Camino del sur, que los Chicos de la bahía cantan ante el público feliz, también nosotros, nos entregamos a los parecidos, por el recuerdo tan similar en la geografía física del amor, norte y sur, la costa irlandesa, la punta de Europa, el libro que nunca terminé de leer, que quizá ella enseña ahora en la universidad porque así lo escogió entonces, en una tienda de campaña, mientras visualizaba el callejón sin salida en que se encontraba. Un libro que alguien me ha entregado hoy con intención aún oculta para que me lance sin freno a su lectura, a la navegación por el mar del presente, cosa que ya ha empezado a ocurrir. Y el presente es el antebrazo caliente bajo mi mano, y la vista que empieza a recorrer con menos disimulo el cuerpo de la escritora para calcular el nivel del hechizo, y la mano firme de ella que, en medio del trance, garabatea en su libreta una nota apresurada: “Es él”.

            —¿Eres tú? —pregunta al acabar el tema y separar nuestros brazos para aplaudir, los dos vueltos hacia el escenario para ganar tiempo antes de enfrentar el encuentro de las miradas.

            Al principio del sueño, mucho antes de aquellos días de lluvia implacable en Galway, imaginé en ella un futuro de escritora y profesora de universidad. Marta Sempere es una imagen convenientemente adaptada por mi mente para este reencuentro. 

            —Si no lo soy, debo parecerme mucho a él. Bien pensado, tú también te pareces a ella. Así que en esta crónica hechizada del sur que nos ha tocado escribir a cuatro manos, podemos ser lo que queramos.

Marta retoca su anotación en la libreta: «Es como él».

Marta me mira de nuevo desde lo más profundo y retoca su anotación en la libreta: “Es como él”. El inserto rompe el encantamiento y nos devuelve al momento anterior al canto de los Chicos de la bahía. Podemos seguir explorándonos, tejer nuestras respectivas crónicas sin miedo a quedar atrapados como en aquella tienda de campaña.

—Hace más de 40 años interrumpí la lectura del Ulises. Al recomenzarla hoy, tú estabas ahí, afamada escritora, profesora de universidad. El lío estaba servido, en mi cabeza, al menos.

—En la mía también, Julián. Desprendes el mismo halo de ensueño que el hombre al que amé, que me trajo aquí, que me señaló África y me embarcó en su nave. Después, en un viaje por Irlanda, asumimos que buscábamos cosas distintas. Frente a las islas Aran, rompimos y regresamos por separado. Yo aspiraba a ser escritora y entregarme ciegamente a la Literatura, antes que al amor, incluso. Él no lo soportó. Por supuesto, yo quería amar y encontré un hombre que hoy es mi marido. No he tenido hijos porque no he sentido esa pulsión. Lo supe bien pronto. Alguna vez me he preguntado cómo estará él, qué aspecto tendrá hoy, si formó una familia o cabalgó los paisajes uno detrás de otro en pos del horizonte sin fin. Dime, ¿es tu caso?

¿Es mi caso? ¿Cuándo dejé de perseguir el sueño, el horizonte sin fin de montañas azuladas? Marta Sempere aguarda paciente a que arranque a hablar. Su frente ancha y sus ojos miopes le conceden un aire intelectual que estimula mi búsqueda interior. Brota la poesía:

De mí el horizonte se reía

Él tan recto, yo aún tan niño

Lejano, inexplicable, curvo

Inalcanzable, me decían

Hogar de soñadores, anhelo de locos,

Refugio de viajeros

Que empeñaban su única vida.

Yo te salí a buscar y rumbo puse

A los confines de la realidad.

Las nubes al filo, flotando en el mar

En efecto, siempre había un más allá.

Más allá de mis sueños de niño,

De mi alma joven

De mi pena al viajar

Horizonte, dónde estás

Ya sé que eres curvo,

Que siempre escondes algo detrás

De mis andanzas y amores tuviste cuenta,

También de mi soledad

Lo viste todo porque eras tú lo que yo pisaba

Cuando busqué sin descanso la felicidad

Qué paisajes me guardas aún,

Ahora que sé que nunca ha de llegar.

Cuando termino, Marta abre levemente la boca. Emocionada, acerca la cara y me da un sentido beso en los labios. En él está todo el deseo que podemos concedernos. Es comunión espiritual. Su crónica va a crecer. La mía, también, alimentada de mares e islas, norte y sur, tiempo y nostalgia. Ella ha cumplido sobradamente su papel y yo tengo que continuar mi viaje.

            —Sigue leyendo tu libro, Julián. Todos los signos te son propicios. Lee toda la noche, si puedes, y acude mañana a una exposición en el centro, en la Fundación Rafael Alberti. Es sobre acantilados. Han invitado a una escritora irlandesa, Lisa McIntire, de Galway. Te garantizo buen material para tu crónica. Es una traca de mujer. Y por la tarde vete a la playa, que también te tiene que dar el sol. No todo puede ser trabajar, ¿eh?

***

Un lugar para tomar la dosis de emoción líquida que el momento propone

Agradezco al paseo marítimo y a sus transeúntes que me confirmen mi condición de ser humano y no de gaviota, tras despedirme de Marta. Lo recorro después de liquidados el concierto y las cervezas con la escritora, que sabe escabullirse mejor que yo del baño de irrealidad que nos hemos dado sin quitarnos la ropa.

            —Tengo que enviar la crónica antes de mañana a las 9.

            —Claro. Yo tengo que ver cómo empezar la mía.

            —Ya está más que empezada, gracias a los Chicos de la bahía. Buenas noches y buena lectura. Quizá nos veamos mañana en la presentación de la escritora irlandesa.

De una punta a otra de la playa, los bloques de apartamentos, unos más feos que otros, nos recuerdan que a todo el mundo le gustan las gambas. La hilera de restaurantes invita a vivir el instante: ahora, aquí. Todos pasean en manga corta, faldas cortas, pantalones cortos, que airean extremidades deseosas de verano, muchas de ellas vestidas de tatuajes. Imagino que se los han hecho en sus barrios, en sus paradas en mil puertos, de Algeciras a Estambul. También la playa se presenta como ser vivo con los grupos de jóvenes que la pueblan, en corros, con o sin guitarra, con bebidas todos, alegres cuerpos sin arrugas que se buscan, para solaz de los paseantes maduros. Debería volver al hotel y zambullirme en la lectura o en la escritura. Pero el dibujo de ondas violetas de un rótulo de neón me cautiva. Así se llama el chiringuito, Las Olas. Dónde, si no, puedo tomar la dosis de emoción líquida que el momento propone y recordar todo y olvidarlo, o no, después de beber. Sur intenso, de noche, al borde de la playa, en Las Olas. En la mesa de al lado, tres chicas jóvenes desbordantes de gracia y atractivo desprecian a los chicos que las pretenden desde otra mesa y conjeturan sobre el marino solitario que no tiene pipa ni garfio, pero sí una libreta color azul mar que las convierte en letras vivas sin que ellas lo noten, mientras las estrellas titilan en el cielo en la noche del sur.

Una libreta azul mar convierte a las tres jóvenes en letras mientras titilan las estrellas en la noche del sur.

*****

Este relato sobre el sur está dedicado a MARÍA SÁNCHEZ RAYÓN, que lo buscó sin descanso.

Puedes continuar la lectura de las partes 2 y 3 en los links siguientes:

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