ULISES EN CÁDIZ – (Parte 2: LA CAMARERA)

El acto empieza en 15 minutos en el centro del Puerto.

El taxista quiere conversación y yo estoy borracho de palabras. Leí el Ulises hasta las seis de la mañana y me quedé dormido cuando las primeras gaviotas abrían el día. Son las doce y no sé si llegaré a tiempo. El acto con la escritora irlandesa empieza en 15 minutos y es en el centro del Puerto. Cualquier parecido con una conversación es pura ficción. Solo habla él. Pero hay en su discurso un sonido que ya anoche identifiqué en todas las charlas a mi alrededor, en Las Olas, el lugar del que tanto costó levantarse (la memoria se debilitaba a cada trago de presente, hasta fundirse en la trampa sin fin del horizonte). Es mucho más que un acento. Es el vehículo sonoro de una actitud. El sur suena, como los miles de palabras que he leído esta madrugada, un festival de música que construye pensamiento. Tengo que seguir leyéndolo en la calle, en la playa, cerca de la gente, que se conozcan entre sí las palabras del norte y el acento del sur.

Lisa McIntire está de pie junto a una gran fotografía de un acantilado, acompañada por  otras tres personas. Atiende a una de ellas, probablemente la traductora, una joven pelirroja de menos de 30 años, que lleva un vestido verde que resalta su piel blanca. Lisa es morena, treinta y bastantes, quizá cuarenta años, pecosa, de piel también muy blanca. Sus anfitriones locales, una pareja de mediana edad, visten muy arreglados y sonríen todo el tiempo. Los visitantes del museo curiosean, probablemente ajenos a la presentación que va a tener lugar: Cliffs of Ireland, una colección de fotografías de enorme belleza que se expone desde hoy junto a la colección permanente de la Fundación. Mi irrupción brusca en la sala llama la atención de todos ellos, traigo las formas y las prisas de la ciudad. Me pregunto cuál es la conexión entre este Puerto del sur y esos acantilados rugosos revestidos de verde. Se lo preguntaré a Lisa. Prefiero una respuesta de escritor a una de concejal de cultura. Me excuso en voz baja por la llegada atropellada a la vez que aprendo la lección: aquí no existe la prisa. Me acerco al grupito para presentarme. Compruebo que Marta Sempere no está. Habrá ido de caza a otra parte. Ya junto a Lisa, la vista se me pierde en la foto a su lado. Los frailecillos que asoman en un nido, en primer plano, con el acantilado y el mar batiente abajo me transportan a una lectura que se fijó como pocas al recuerdo y, por lo tanto, hoy es una isla más: «Aventura en el mar», de Enid Blyton. Los frailecillos, Jack, el niño ornitólogo, los acantilados, en Escocia, el misterio, la aventura, la vida que todas esas cosas juntas anunciaban, como toda lectura. Palabas escritas para niños que los preparaban para las palabras de los adultos. La pausa, mi silencio y la cara de tonto que seguramente tengo provocan una reacción divertida entre todos ellos.

Los frailecillos, Jack, el niño ornitólogo, los acantilados, en Escocia, el misterio, la aventura.

—Los frailecillos de la foto… Perdón, sorry, soy Julián, de la revista Las Nubes, The Clouds magazine.

—¡The Clouds! Sounds great.

“Clauds saunds greitch”: tres palabras, tres diptongos, la “t” final, que se estira y queda entre los dientes. Es inglés irlandés. Lisa me ha conquistado con tres palabras y su acento, después de haber nadado en un océano de ellas en las últimas veinticuatro horas. La música de su voz, vibrante junto a su sonrisa, me prepara para otra andanada de aventura. Qué hace aquí, en El Puerto, esta escritora de Galway. Qué libros ha escrito. Por qué es famosa.

Repaso de un vistazo las fotos expuestas más próximas y me lleno de viento, lluvia y mar y de una íntima vibración, quizá la que produce la nave al surcar el agua. Lisa habla con su intérprete y otros asistentes recién llegados, pero está pendiente de mí. El efecto frailecillo —«puffins», escucho a la traductora decirle al oído— la ha cautivado. La dejo alternar con los asistentes que van llegando y así la observo mejor. Mientras aguardo su intervención, hojeo el tríptico de la exposición, en el que figura la ficha de Lisa: autora de una exitosa trilogía sobre personajes marginales en Cork después de la crisis del 2008, que pronto se convertirá en una serie de televisión. Su lugar y fecha de nacimiento: Galway, el 15 de agosto de 1981, justo en el tiempo y en el sitio en que me enfrentaba a la lectura del libro más difícil en una tienda de campaña bajo la lluvia inclemente. La coincidencia me lanza de la silla y salgo a su encuentro de nuevo.

—Yo estaba allí cuando usted nació. En Galway, quiero decir. Leyendo el Ulises. Y no entendía nada.

—Oh, ¡qué interesante! —se muestra conmovida—. ¿Y qué le faltaba? ¿Era por el idioma?

—No. Estaba “empanado”. Lo leía porque había que leerlo.

—Y no lo acabó.

—No.

—Pero ahora lo está leyendo, ¿verdad?

—¿Cómo lo sabe?

—The Irish connection. He venido a hablar de mis novelas y de los acantilados de Irlanda. Y también a pedirle que complete su lectura. En Irlanda todo se sabe, especialmente si interviene la literatura. Además, usted escribe en Las Nubes. Lo queremos con nosotros. Hable con el joven que lleva dentro, ayúdele a buscar a su padre-futuro en esta playa, en el presente, en la lectura de ese libro. Léalo como lo está haciendo, sin obligación, juegue, ande, nade, retoce en él.

Me cautiva el enésimo festín de diptongos en la boca de Lisa: “Wallow – ualou -retozar“. La idea me llena de ilusión, como si retozara en un prado con una chica que me gusta y todo estuviera empezando. De hecho, la sensación de nacimiento se vuelve más real mientras Lisa atiende a otros asistentes y de vez en cuando me busca y guiña un ojo. Habla sobre los personajes desnortados de su trilogía de Cork, de acantilados, de la búsqueda de esa patria que dejamos atrás tan pronto y a la que nos afanamos toda la vida en volver.

Así crecieron las cosas y mis personajes, envueltos en vapor de agua.

—Llovía a cántaros el día que nací. Eso me dijeron mis padres. Los acantilados de Galway escurrían agua sin parar hasta el mar, que la devolvía sin cesar a las nubes. Así crecieron las cosas y mis personajes, envueltos en vapor de agua —se dirige a mí—. Mis personajes se preguntan desde niños por el adulto que serán. Pronto los engulle la batalla del día, el crecer. Los afortunados consiguen reencontrarse con lo que fueron. Ese espacio de reconciliación es la patria desde la que idear nuevas aventuras, estas sí, maduras. Puede que, entonces, la aventura sea la mera contemplación de esa nueva patria. ¿En qué punto se encuentra usted?

Salgo sin esperar que Lisa termine de firmar ejemplares de sus libros, acuciado al reconocer la misión en marcha. Cuando Lisa nacía, bajo la misma lluvia, yo no encontraba sentido en las páginas del Ulises, el libro faro que me había impuesto para acompañar una conquista literaria del futuro. Ahora, en lo que parece el final de mi carrera profesional en Las Nubes, el editor me envía como premio al sur y me encuentro devorando con pasión y fluidez los mismos capítulos que se me atascaron entonces. Mientras callejeo sin rumbo por las saladas calles del Puerto, pienso en las islas más oscuras, las más remotas, otras quemadas después de marchar. Todas quedaron atrás. Atravieso una bonita plaza en la que reconozco la fachada de un teatro.

De repente el barrio ha cambiado.

Pero algo me empuja fuera de ella, hacia unas calles más feas, próximas a la plaza de toros. Me parece que me sigue un tipo muy delgado, de paso inseguro, con una gorra de béisbol que ayuda a esconder la mirada, junto a la que asoma un rostro oscuro y consumido. Se detiene cuando yo me detengo, arranca con disimulo cuando reanudo el paso. De repente, el barrio ha cambiado, en cada esquina hay tipos de aspecto poco amigable. Tengo que atravesar un callejón, no sé cómo lo voy a hacer. En las ventanas, nadie verá nada. Son viviendas miserables. Unos jóvenes más adelante trapichean con droga sin disimulo. Siento el peligro. El barrio me oprime mucho más que los habitantes que se preparan para desplumarme. No es de ellos de quien temo, sino de la opresiva realidad de la que algunas personas no podrán salir nunca, mientras yo sí lo hice:  el gran desconcierto, la falta de luz, la confusión de los sentimientos, infiernos burgueses, islas turísticas de aventureros diletantes que no se pueden comparar con un día a día como el que me acorrala en esta calle del Puerto. Estoy rodeado de cinco tipos miserables y de las casas donde viven sus miserables vidas, en las que la ley moral se ha distorsionado necesariamente. El tipo de la gorra de béisbol se pone a mi altura. Seguro que lleva comisión en el palo que se avecina.

El hombre de la gorrilla afila el morro.

—Dejar pasar al caballero, que le estoy enseñando el Puerto. Eso sí, por la voluntad, ¿eh, caballero? ¿Le gusta lo que ha visto? Ahí al ladito está ya la Plaza de Toros. Para allá que vamos, si usted quiere —me agarra del codo para sacarme de allí.

—Y eso por qué. Qué se le ha perdido por aquí al gachí. ¿Quiere que nos pongamos para la foto? —el portavoz del grupo es el de aspecto más temible, gorra rojo chillón de alguna marca infame, camiseta azul eléctrico, piernas finas bajo un pantalón de chándal blanco.

El hombre de la gorrilla afila el morro mientras yo sigo paralizado a las puertas del infierno.

—El caballero quiere conocer todo el Puerto, no solo los pescaítos. A ustedes no os va ni os viene, pero a él le interesan las calles, cuanto más estrechas mejor, ¿verdad que sí, caballero?

—Estoy escribiendo un artículo sobre el sur.

No se lo pueden creer. El líder se pone en jarras y habla por todos.

—¿El sur, compadre? ¿Y qué es el sur? ¿Estas casas, el cielo azul que quema, nuestros hijos que conocerán la trena? ¿El palo que te mereces y no te vamos a dar porque vienes con escolta? ¿El sur queda cerca del infierno? ¿Quieres conocerlo de verdad? No se puede en un día. El sur se vive, es este calor que te tiene todo sudao. Porque no estás acojonao, ¿verdad?

Mi gorrilla tira del brazo. No quiere tentar la suerte. Solo lo imprescindible para que me lleve lo que necesito y dejar lo que me sobra. Me preparo para pasar por el estrecho de apenas un metro que queda entre el monstruo de diez brazos y las paredes desconchadas del sur. Mejor pasar por ahí que volver atrás, al remolino de la ciudad desconocida de bonito nombre. Los hombres con una misión no se asustan. Les dejo hurgar en la mochila. Cada uno unos segundos. Advierten el peso y la forma del libro. Sus manos salen limpias. Todas menos una, que se queda con una gorra publicitaria de la revista, un sombrero de paja todo nubes y cielo azul. El jefe se lo cala, casa bien con el azul de su camiseta, el blanco de sus pantalones de chándal, y sonríe con el pelo negrísimo y rizado saliendo apretado por atrás. Le sienta bien.

—Ten cuidado, que con ese sombrero se vuela —me arranco como en una noche flamenca. Por primera vez en mucho tiempo me siento gracioso y al mando—.

—¡Volando voy! —salta mi gorrilla.

Lo siguiente son unas cañas en una bodega perdida que siempre ha estado ahí.

—¡Volando vengo! —el coro del sur ya es amigo del alma. Lo siguiente son unas cañas en una bodega perdida que siempre ha estado ahí, a la vuelta de la esquina. Eso sí, invito yo después de viajar por sus paredes de toros, cortijo y barriles, de participar de las risotadas y reconocer, de nuevo, la música de su acento.

Me despido de mis nuevos amigos con el alma mucho más contenta que cuando los conocí y le doy a mi gorrilla una buena propina. Por guiarme en mi paso del estrecho callejón.

—No crea que hacemos siempre lo mismo con los turistas. Solo con los que buscan algo de verdad. Usted está aquí para escribir su artículo. Y dele caña a ese tocho que lleva en la mochila, no se lo vayan a robar antes de que lo termine, para venderlo al peso, se entiende.

—Lo haré, amigo. Buena suerte.

—Con Dios.

Regreso por calles más amables.

Con el favor de los dioses me alejo de mi improvisado grupo de amigos. Regreso por calles más amables, llenas de sonido, con negocios de barrio y mucho trajín. En una esquina se me ofrece la entrada al mercado de abastos. Me empapo de olor y color, de la música contenida en todo lo que se habla o se grita, un mar reconocible que ofrece más rasgos del sur, puesto a puesto, isla a isla. Ojalá fuera uno de ellos, sintiera la pulsión inconsciente de que aquí todo es más ligero e inevitable. Cómo será vivir casi permanentemente bajo un cielo azul y oliendo el aroma salino del mar que todo lo conecta. Al salir del mercado, desemboco en una calle repleta de tiendas de marca, franquicias poderosas, hasta aquí han llegado, rocas errantes del consumismo que llegó del otro lado del océano. Las sorteo, arropado por el río humano que me lleva entre ellas. Pienso en los intentos desesperados de Kink por extraer la esencia de la felicidad de seres humanos que la conquistan por un instante, la agresión que llega casi siempre del otro lado del Atlántico, del Nuevo Hombre que con frecuencia aplastó los vestigios de sí mismo. ¿Es nostalgia o felicidad lo que aflora al reconocer los indicios de fin de viaje?

He descuidado el estómago, que ruge como los monstruos que me salen al paso.

Tan ocupado en la aventura, he descuidado el estómago, que ruge como los monstruos que me salen al paso. A la vuelta de la esquina asoma un restaurante italiano. Se llama L’isola. La camarera que me atiende es morena, de tez clara y ojos muy negros que la memoria trata de identificar, pues los he visto antes. Siento cómo sonríe bajo la mascarilla, sabiendo que me hurta el resto de su rostro e impide así que la reconozca. Esta aquí para ayudar en la travesía, no para iniciar una nueva, cosa que podría ocurrir si se destapara, pues la química es enorme. La atmósfera se carga, como si viviera un deja vu. Me protejo instintivamente a la espera de una agresión de los secuaces de Kink. Pero en todo el local apenas hay una pareja de más de 60 años y otra pareja joven, de veintipocos, que se agarran las manos sobre la mesa, dos a dos, y cuyos ojos se devoran, también dos a dos. La camarera me sirve una cerveza helada y coloca entre los jóvenes un gran plato que es una única montaña de espaguetis. Devoro la escena mientras ellos se aplican a sus espaguetis. De vez en cuando se topan con uno que sorben desde los extremos, como los perros novios de la película «La Dama y el Vagabundo». Cuando ocurre, sus labios acaban juntándose, bien engrasados por la salsa de tomate, y sus ojos bizquean hasta el límite. Imagino lo que ven, el ojo único del otro sobre su frente, puerta abierta a una búsqueda ilimitada en el otro, en el sueño del amor.

—¡Cíclope! —dice ella al separarse lo justo para dejar de bizquear.

—¡Ciclopesa! —contesta él.

He llegado a su playa al final de esta mañana eterna.

La camarera y yo nos miramos, arrobados por la perfección del amor, que se reviste de mito para proyectarse aún más lejos en su fase de enamoramiento. Buceo en sus ojos. Audaz forastero, he llegado a su playa al final de esta mañana eterna. Que no se acabe, que no entre aún la tarde, por favor, que no decline la luz hasta saber más de ella. Ojalá no sea de Novella. Solo así podría seguir mi aventura, mi búsqueda del sur, a través de un cuerpo de verdad, unos ojos, como los jóvenes enamorados. Pero ella solo es una camarera en el restaurante L’isola. Con la cuenta me presenta a su jefa, la dueña, una italiana de pelo corto en la cincuentena. Se llama Carla. Es discreta y habla muy dulce.

—Estamos de aniversario y tenemos una promoción con el restaurante Ítaca, al otro lado de la bahía. Aquí tiene un billete de ida en el ferry desde el Puerto a Cádiz, cortesía de la casa. Para que surque las aguas de la bahía y siga explorando el sur como más le gusta. Si come o cena en Ítaca, le obsequiarán con el billete de vuelta al Puerto. Todo sea por navegar, ¿verdad?

La camarera coge el billete de ferry del platillo y me lo entrega en la mano. Siento un extraño cosquilleo cuando el papel cambia de manos.

—¡No se lo olvide en la mesa! —Cómo iba a dejármelo.

Dueña y camarera me despiden juntas en la puerta. Me cuesta abandonar el local sin interrogarlas: ¿De verdad: dónde está el sur? Las saludo con la mano, como si me alejara lentamente del malecón en el que se hacen poco a poco más pequeñas y pongo rumbo de vuelta al hotel. Quizá encuentre a Marta Sempere, que ya debe ir por la segunda libreta. Me vendría bien una siesta. Miro el billete de ferry que me ha entregado cuidadosamente en mano la camarera. Tiene algo escrito a bolígrafo: «Mañana a partir de las siete, en la playa. Junto al puesto del socorrista de la zona 1. Tengo algo para tu reportaje». Otro faro al que poner rumbo. Mañana por la tarde, cuando la luz del día decline, te iré a buscar, seas lo que seas. Mientras tanto, a seguir garabateando el sur en mi libreta.

Desde el taxi de regreso, a paso muy lento por las obras —me dice el conductor que duran ya más de cinco años—, veo a dos policías locales, todo músculo y tatuajes, desmantelar de mala manera el puesto de un mantero. A través de la ventanilla abierta, les escucho aplicar su acento sureño al acto impío de la fuerza desmedida al servicio de las marcas que llegaron del otro mar, el Atlántico. Algún paseante se suma a la reprimenda que acompaña la requisa.

—Es intolerable que vendáis copias ilegales de las marcas. Yo pago mis impuestos para estar en la calle de las tiendas.

Otros manteros han recogido a toda velocidad y se alejan.

—Por favor, nosotros no tenemos culpa. Por favor, no quitar —el africano protege la mercancía y se lleva una patada que quizá no era para él.

Otros manteros próximos han recogido a toda velocidad y ya se alejan. Me asomo a la nueva puerta de entrada en el infierno en el sur. Le digo al taxista que pare un momento y me acerco con el móvil encendido como para grabar la escena.

—¿Y usted qué quiere? Apague eso —el acento local se convierte ahora en roca punzante.

—Soy de la revista Las Nubes. Estoy haciendo un reportaje sobre el sur. Esto también es el sur, así que hago mi trabajo —muestro una original tarjeta de identificación a base de nubes y cielo, mi nombre, el logo de la revista y la palabra “PRENSA” en mayúsculas. —¿Puede decirme si el protocolo de requisa incluye patadas a ciudadanos que no se resisten?

El poli agresivo y el transeúnte reculan un poco mientras levanto el móvil para grabar su respuesta. Se lo piensan mejor.

—Venga, recoge tus cosas y levanta el puesto —el poli le entrega el saco de prendas requisadas—. Y no quiero verte por aquí, ¿entendido?

Apago el móvil y les hago un gesto de reconocimiento con la cabeza. Quid pro quo.

—Y usted, a ver qué escribe del sur, que no tenemos la culpa de estar tan cerca de África. Tenemos que pagar impuestos como todos los demás, como ustedes, los del norte. Las marcas buenas cuestan.

Levanto la mano a modo de despedida y me vuelvo al taxi. Me he ganado una buena siesta. Seguro que es lo que el entorno espera de mí. Pero la tranquilidad del hotel, verdadero puerto en este mediodía tan agitado, me invita a retomar la lectura del libro. Leo sin parar, con la ventana abierta, hasta algún momento en que el sueño me vence. Vuelo sobre la bahía, subido en el libro-alfombra mágica. Todas las aventuras del día, revueltas en mi sueño, mezcladas con el río de palabras que mana del libro, cuyo final empieza a atisbarse. Esto no es descansar. Pero bueno, si me liquidan de Las Nubes, tiempo habrá de reposar. Despierto pasadas las ocho. Si espabilo, aún podré despedir este día como se merece, en Las Olas, después de un baño en el mar.

El agua está fabulosa. A mi lado, parejas y niños con sus padres disfrutan conmigo del empuje juguetón de las olas. Nos mueven con gracia en un ir y venir que nos acerca y nos aleja, nos levanta y nos baja para que devolvamos el guiño al horizonte, que poco a poco va cambiando de color. Todo es agua. La vista al paseo marítimo reconforta. Siento la fuerza de la civilización a mi favor, mis congéneres humanos simplemente disfrutando de la gozosa realidad de las vacaciones junto al mar. Si no me complico demasiado la vida, esto es el sur.  Me siento muy a gusto. Estoy metido de lleno en su búsqueda desde hace más de 40 años. Al secarme en la orilla, agarro la libreta y escribo sin dudar: «El sur es esto».

Me siento en la última mesa del chiringuito, pisando arena.

El sentimiento crece por momentos cuando me siento en la última mesa de la playa del chiringuito Las Olas, pisando arena, para contemplar el horizonte y el fin del día, la frontera físico temporal que ayuda a fraccionar la vida en pequeños tragos, como los que tomaré ahora en la playa, junto al mar. Prometo no olvidar nunca, mirar siempre más allá de la línea que contiene toda la belleza del mundo en este atardecer. La misión encomendada, encontrar el sur, parece por primera vez posible, con señales agazapadas en cada interacción que he mantenido con los seres locales desde que llegué. Hasta la mesa llega el canto regular de las olas al romper y retirarse, que arrulla mi espíritu, como el oleaje entre trago y trago mece mi cuerpo. Los dos buscan sin descanso la costa de destino. Olas y tragos proponen una reedición vertiginosa del largo viaje de norte a sur. Pero cuando dejo Las Olas no recuerdo ya la luz que me conmovió al final del día, la tienda de campaña, la lluvia inclemente, solo los ojos de la camarera y las promesas de amor que escuchaba en la mesa de al lado, que se imponen en la libreta frente a todo lo anterior porque están cargadas de futuro.

Al terminar la copa, la playa exige su cuota de forastero y se la proporciono encantado. La música del chiringuito no molesta, hace coros con las olas y la brisa nocturna mientras me tiendo en la arena y contemplo la bóveda celeste durante una eternidad. Es de madrugada cuando regreso a mi cuerpo y al hotel en un estado de serenidad como no recordaba. Me zambullo en el libro de nuevo, sabiendo que el sueño fundirá el río de palabras con vuelos y singladuras imposibles.

Es ya madrugada cuando regreso a mi cuerpo y al hotel.

****

Este relato sobre el sur está dedicado a MARÍA SÁNCHEZ RAYÓN, que lo buscó sin descanso.

Puedes continuar la lectura de las partes 1 y 3 en los links siguientes:

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