CATACUMBAS

MIsterio en Rockingdown

“Leído un libro de Enid Blyton sientes la imperiosa necesidad de leerlos todos”: Qué márquetin más fabuloso. Era lo que sentías, verdaderamente. Como un anuncio televisivo de la época, de los 60. El primer recuerdo de placer al leer me sitúa subido a una escalera desplegada de las de metro y medio, con un ejemplar bastante currado de Misterio en Rockingdown en las manos, el primero de una de las series de aventuras que escribió Enid Blyton, y sonando de fondo California Dreaming, de los Mammas and the Papas. O quizá fuera Monday, Monday, un single para la eternidad de aquellos primorosos 60 que  desperezaban al niño inquieto cuyos muchos hermanos mayores desplegaban ya a los Beatles y demás avanzadillas de la revolución que se avecinaba.

Libros de los cinco

En el principio fue Enid Blyton y sus Misterios, y sus Aventuras , y sus Cinco, y sus Siete Secretos, y la montaña, la isla y sus millones de frailecillos, que aprendíamos porque Jack, uno de los chicos, era aficionado a la ornitología (y de paso aprendíamos lo que era la ornitología) el castilllo, el mar, los dibujos de esos niños y esos adultos que sugerían un lugar distante, Inglaterra, un lugar lleno de cosas extravagantes como los pasteles de carne, la cerveza de jengibre, o un policía patoso, de nombre Mr. Goon, un tipo gordete , protagonista y listo, más listo que nadie, Fatty,  hermanos y hermanas en pandilla, metiéndose de aventura en aventura, de pasadizo secreto en pasadizo secreto.

Los cinco y el tesoro de la isla

Y perros como el cocker negro Ciclón, o Tim, el de la  irresistible Jorge, o Jorgina, la niña que hacía soñar a chicos y chicas por su rebeldía al reivindicar que se le llamara como ella quería porque no le gustaba ser una chica. Pero tú te enamorabas de ella sin saber por qué al verla en la portada, esa chica con pelo corto, ojos verdes algo rasgados, nariz chatina (¡Chatín, otro de los protagonistas!), sentada y apoyada sobre un perro que la adora desde el mismo dibujo, en el primer libro de Los Cinco, el primer libro que leí en un solo día, para quedar tocado por la nostalgia, la de haber vivido allí, con ella, con sus primos, una aventura inolvidable con tesoro escondido y final feliz para sus padres pobres.  Probablemente la rápida lectura y la sensación de hambre de más al final contribuyeron a que hoy recuerde ese banco del parque del Retiro en que cerré la última página y suspiré de alegría y nostalgia incomprensible para siempre.

Las aventuras de Guillermo Brown

Y después llegaron las de Guillermo el Travieso, con dibujos también raros, de un lugar y de una época que yo no situaba, anteriores a la segunda Guerra Mundial. Su autora, Richmal Crompton, no sonaba a mujer. Como Enid. ¿Quiénes son esos nombres? Y alguna hermana mayor me decía que eran de mujer, aunque no lo pareciera. En Inglaterra se llaman muy raro, sin duda.

Guillermo no entraba de primeras tan fácil como las aventuras de Enid Blyton. Era un tipo duro, ácido, como adelantado al mundo de adultos que le tocaría después. Guillermo las liaba pardas una detrás de otra y, según encadenaba consecuencias a sus actos, se permitía respirar y trasladar a mañana la solución que era incapaz de encontrar hoy.

Historias selección 1

Y en seguida llegó la inmensa colección de Historias Selección de Bruguera. Aquí no puedo ya sino agradecer a los editores su trabajo: cómo nos colocaron a Dickens, a Stevenson, a Verne, a Salgari, con la historia ilustrada en viñetas en paralelo al texto que, misteriosamente, siempre tenía el mismo número de páginas (no podías pensar entonces que había un truco en el tamaño de la letra).

Historias selección librería

Pienso todo esto mientras siento cada vez más que la lectura, esa liberación que nos acompañó en el despertar a la vida, padece el mayor acoso de la historia precisamente cuando más libertad tenemos para hacer lo que nos apetezca, que cada vez tiene que ser algo más exótico, sofisticado o cansinamente entretenido. El entorno que hemos creado, imagen de nosotros mismos, es un inmenso pantallar (sé que no existe esta palabra, pero la utilizaré solo aquí, prometido), inmersos como estamos en descubrir nuevas aplicaciones y usos para todo que nos llegan desde el gran hermano de este principio de siglo: la tecnología.

El acto de leer es cada vez más un acto de rebeldía. No os perdáis este video de Editorial Malpaso.

https://www.youtube.com/watch?v=TixReioguB0&list=PLPhogCEGOYUX0eiscxh-Va5L_8OuvgpCD

Banco de libros

El acto de leer es cada vez más un acto de rebeldía. Si eres niño o adolescente, porque tus semejantes te van a tachar de perro verde en un mundo multi-play. Si eres joven, porque si lees, lo cual lleva un tiempo y cierta energía, te estás perdiendo lo importante de la vida, que es vivir el presente continuo de todo el mundo a través de tu pantalla móvil, con frases inconclusas, palabras quebradas, deshuesadas y desprovistas en muchos casos de su sentido visual semántico, combinadas en un tex-mex  ortográfico de neologismos siempre anglos.

Salvo en las grandes ferias oficiales del libro, que tienen algo de reminiscencia folclórica del pasado reciente, el acto de leer se está relegando a algo marginal, residual, para la gran mayoría de los ciudadanos. Al final del día, en la cama, como consuelo militante, como refugio exultante,  robándole tiempo  al amor o al sueño, inciertos competidores. La práctica de esta fe se lleva a lugares privados,  a espacios reducidos, a actos casi clandestinos en las pequeñas ferias del libro, a las presentaciones con asistencia de un público tímido y escaso, con aspecto lamentable para todos los que, fuera, interpretan el acto como un pringue, los nuevos cristianos profesando su fe en las catacumbas, proscritos como los del bosque de Sherwood, aislados como los judíos en el gueto, como los palestinos en los Territorios Ocupados, como refugiados errantes deambulando por un mundo que creían libre y rico en creación y pensamiento, que ahora ven cómo los bárbaros se enseñorean de la República de las Letras para transformarla en un espejo vacuo y omnipresente de nosotros mismos, sin posibilidad de escapar a nuestra propia imagen reflejada.

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Los periódicos lo denuncian desde la corrección, interpretan el presente democrático y no pueden buscar responsabilidades: es una crisis más, otra de tantas, que nos sacude: crisis del mundo editorial,  los interminables minutos de televisión que ve el espectador medio por día, unos 240, o sea, cuatro horas. ¿Qué hacer para conseguir un éxito editorial, un best seller, qué hacer para que la gente lea más? ¿Por qué ha de hacerlo? ¿Quién es el guapo que sale a explicarlo? ¿El ministro de Cultura? No, gracias. ¿Los editores? ¿Los padres? Pero ¿cuántos de ellos leen, cuántos leían antes de ser padres, cuántos dejaron de hacerlo para pelear por sacar adelante a sus familias? ¿Qué hacen en otros países? ¿Por qué no existe esa misma crisis en otros países? ¿Dónde nos quedamos? En un reportaje reciente que trataba de explicar el inmenso sinsentido de una civilización que se olvida del texto leía recientemente que hemos pasado del burro al AVE, del analfabetismo a la multipantalla. El escritor como referente social ha dejado paso a otros líderes de opinión. La televisión ha fagocitado el hambre de historias que todos tenemos y las ha llevado a un nivel de calidad soberbio, implantando, probablemente sin pretenderlo, la dictadura de lo audiovisual en un mundo mercantilizado donde todo es usuarios y consumo y, por lo tanto, los consumidores son quienes dictan la realidad, una realidad dominada por una ley física: la del mínimo esfuerzo. Todos: desde el gran público que nunca leía o leería un libro y se convierten en consumidores, más que espectadores, de series y realities, hasta los que antes leían pero lo justo, y luego les llegaron los niños y fueron engullidos por un torbellino de obligaciones y en el entretiempo se les han colado las tabletas y los teléfonos smart y ahora se han pasado al consumo masivo de series americanas, grabadas en sus dispositivos, legales o piratas.

Libería altazor

Los estantes de las librerías siguen llenos de libros que muestran sus cantos desencantados. Cada año 75.000 nuevos títulos. Al entrar en ellas sientes el aroma, el olor de algo que fue. El olor a papel almacenado, a tinta, me traslada a mundos y limbos paralelos. Recuerdo la librería Talentum, en mi calle, en la que trabajaba una joven que me reconocía y que me hacía siempre un descuento del 10%. Yo era demasiado pequeño, pero lo suficientemente mayor par saber que era demasiado pequeño para enamorarla, pero me habría encantado: por su sonrisa franca cuando, al entrar en ella los sábados, me reconocía. Ahora pienso que le debía encantar tener clientes tan jóvenes como yo, cada semana un libro de acción, de misterio, del oeste de Karl May, el alemán que nunca pisó América, con Old Shatterhand y Winnetou, también dibujados en historias selección y luego en Molino.

He tenido la inmensa fortuna de reencontrarme con los libros después de sumergirme en la turbulencia de la adolescencia y la primera juventud. La lectura permitió que cientos de personajes se acercaran a mi infancia para saludar al niño desde el tremendo amor del escritor para describir el mundo a los que acaban de llegar a él.

libro abrazo

Ahora, acostumbrados a grandes eventos televisados, a márquetin cruzado de todo tipo, los actos en las librerías se me antojan desafíos reservados, como los de los cristianos fundadores en las catacumbas. Gente que se reúne para comentar un libro que ha leído, lecturas de poemas, actos casi marginales vinculados a la literatura en los que se reivindica la fe en todo lo que nos da y nos dio la lectura, el amor por el libro. Practicantes de una antigua religión que, una vez probada, como los libros de Enid Blyton, sintieron la imperiosa necesidad de seguir leyéndolo todo. El paraíso  perdido.

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