LA ÚLTIMA GUITARRA

Guitarra eléctrica Cazatas 1983

Algo flota en el ambiente y me pide que lo interprete en eléctrico. Cuando compré mi primera guitarra eléctrica, en 1978, una imitación de Gibson Les Paul de una marca japonesa, el instrumento aún era símbolo (para mí, por lo menos, que estaba en edad de reclamar y reivindicar) de rock and roll y, por lo tanto, de rebeldía frente a lo establecido. La guitarra eléctrica había nacido apenas un cuarto de siglo antes. Una guitarra eléctrica implicaba cierta conexión con mundos salvajes, con mitos prohibidos, con gurus y dioses como Jimi Hendrix, que viajaban por (y te trasladaban a) otra dimensión. Se asociaba con sonidos distorsionados,  y, para algunos, diábolicos, pues habían abducido a toda una generación, la habían pervertido y, en cierta manera, habían contribuido a poner en peligro la continuidad del sistema en los 60.

Guitar Army

Libros como Guitar Army,  Rock y Revolución describían desde dentro el mundo del rock activista y desafiante de los 60, la vivencia desde dentro del poder revolucionario del rock and roll y el pulso que echó a la sociedad norteamericana a finales de la década prodigiosa. Lo compré en la librería City Lights de San Francisco, todo un faro de la contracultura, aunque confieso que aún no lo he leído.

http://www.elargonauta.com/libros/guitar-army-rock-y-revolucion-con-los-mc5-y-the-white-panther-party/978-84-616-1392-2/

Donde había canción protesta, allí estaba la guitarra. Cantautores en dictaduras, jóvenes en parques, en iglesias, una guitarra en la espalda de un joven podía indicar sedición, tanto en Estados Unidos como (mucho más) en la España que muchos hemos conocido. O bien, todo lo contrario: dependiendo del lugar en que te pillara te podía suponer una conquista y un beso robado o una bronca de un policía para que salieras de la hierba y circularas. La guitarra cantaba sola, o eso creíamos los que la tocábamos. El sonido triste de un LA menor aplicando la oreja sobre la caja al rasgarla nos trasportaba, a los nostálgicos, a mundos plenos e incomprensibles aún por llegar. La guitarra se erigía contra dictadores y causas injustas. Y cuando los asesinos eran miembros de la Guardia Nacional norteamericana disparando a los estudiantes en una manifestación contra la guerra de Camboya, en Ohio, y matando a cuatro de ellos, surgía la guitarra rabiosa de Neil Young con un punteo inconfundible y un estribillo que te pone los pelos de punta: “¿Qué harías tú si la conocieras y te la encontraras muerta en el suelo? ¿Cómo puedes correr cuando sabes eso?”. Este video te pone los pelos de punta. Lo que se ve no es la Ciudad Universitaria en tiempos de Franco. Es la de Ohio, en 1970. Presidente, Richard Nixon.

En la versión que grabaron los cuatro, Crosby, Stills, Nash y Young, y que se publicó a las pocas semanas del suceso, Crosby cantaba suelto al final: ¿Cuatro? ¿Por qué tuvieron que morir? ¿Cuántos más?

Fresno, arce, palosanto, caoba, sapele, ébano. Madera. Cuerpo. Forma. Sustancia. Algo para abrazar, algo para tocar, algo para soñar. Todos los que tocáis la guitarra me habéis entendido. Hablamos de ella, de ellas. Y los que no lo hacéis, seguro que encontráis un puente a la música a través de estas palabras. Vengo de la guitarrería de mi pueblo. Porque en mi pueblo, suburbano de la capital, como un barrio, hay una guitarrería que regenta un lutier. Sí, un pueblo donde el confort de vida se mide por las grandes superficies comerciales erigidas en el territorio municipal, las instalaciones deportivas y las zonas peatonales, la proximidad a la A-6 o a la M-50. Y vengo iluminado. Debe ser la cuarta o quinta vez que me ven por ahí en este mes. Las que han hecho falta hasta que me decidiera a elegir y comprar la que sustituya en mi corazoncito a la vieja imitación Les Paul que, pobrecita mía, nunca sonó bien del todo. En teoría, uno va a una guitarrería a comprar (o a pasear entre) guitarras, a mirarlas, como en el baile, eligiendo a la que terminarás sacando a bailar. Parece mentira que haya tantos modelos, que sea tan difícil elegir. Han sido semanas interminables de búsqueda en internet, las principales marcas, las principales tiendas para decidir qué tipo y luego qué guitarra me acompañará a partir de ahora. Y he probado muchas, no solo en esta guitarrería, en otras también. Pero sabía que la compraría aquí. Porque es la de mi pueblo.

AGL 1

En cada visita a esta guitarrería, además de probar y mirar, he ido conociendo un poquito más del alma del negocio. Alberto, el lutier, próximo a la jubilación, ha ido desgranando historias, algunas de las cuales, según compruebo, me han pasado rozando. Tenemos gente conocida con la que nos hemos cruzado. Él formó parte de un grupo histórico, Nuestro Pequeño Mundo, y ahora otro de sus miembros le custodia uno de sus tesoros: madera. En un pueblo de Segovia, donde vive, le guarda madera que tiene más de treinta años, o sea, cotizadísima para la fabricación de guitarras. Madera, materia que debe secar, envejecer antes de que la conviertan en cuerpo y sonido. El mismo Alberto me lo había dicho hace unos años, cuando me llevé una guitarra acústica de la que sigo enamorado. “Te llevas una buena guitarra (es una Taylor). Fíjate en ese dibujo de la madera: se llama garra de oso. Indica que es buena”. Yo nunca lo habría adivinado. Era una razón más para enamorarme de ella y sentir su belleza.

En los 37 años transcurridos desde que compré esa primera guitarra de imitación japonesa, la producción de guitarras se ha disparado. La guitarra eléctrica ha dejado de ser un icono de rock and roll  para ser un juguete más en las casas de muchos adolescentes cuyos padres han crecido al son de la música de rock, pop, blues, que es la que gobierna nuestros oídos hoy día. El rock y, por extensión, la música moderna, ya no es sinónimo de revolución, sino de asimilación. Es un elemento más del decorado de esta sociedad de consumo. En una de mis  visitas para escuchar las bondades de esta o aquella guitarra, Alberto me muestra una Fender Stratocaster del año 1952 con número de serie cuatro mil y pico. O sea, una reliquia por la que los coleccionistas pagarían una millonada aunque “sonaría mucho peor que las actuales”. Ahora el número de serie sobrepasaría los 200 millones de unidades producidas (¿200 millones de grupos de rock, de rockeros que tocan la guitarra???? Ojalá fuera cierto. Pero perdería el sentido, porque los grupos de rock han hecho su trabajo de líderes, de guías en la adolescencia de varias generaciones. Y no hay tantos líderes en el mundo). ¿Cómo se aguanta esa demanda? ¡La sociedad de consumo ha tomado el rock and roll al asalto! Por una parte, esquilmando los bosques de maderas idóneas. Por otra, fabricando guitarras con maderas jóvenes, sin esperar, demasiado verdes, sin secar lo suficiente,  o sea, como el buen vino y el mal vino.

Musicwood 2

Hace poco, los presidentes de tres grandes compañías fabricantes de guitarras acústicas, Gibson, Taylor y Martin, cuyo producto es muy apreciado en su país, Estados Unidos, se unieron para llamar la atención de la sociedad norteamericana porque empieza a escasear la madera con la que se fabrican las guitarras acústicas: ¿Se imaginan un futuro sin guitarras acústicas? Para quien adora ese sonido , la pregunta tiene sentido y se explica la iniciativa que llevó a producir un documental llamado Musicwood (madera de música).

El documental se realizó con crowdfunding. Cómo resistirse a donar un poco de calderilla después de ver este video:

En fin, Alberto sabe que la madera que guarda su amigo en Segovia es su principal activo. Ese, y su amor por el oficio, limando y trabajando desde los catorce años, armando altavoces y construyendo guitarras. Otro cruce de nuestras vidas: en algún momento, hace treinta y muchos años, yo me quedaba embelesado en el escaparate de la tienda de la calle Leganitos de Madrid en la que él ya trabajaba, viendo en el escaparate las guitarras Ibanez que él había descubierto y empezado a importar para España, fieles imitaciones de las Gibson, y con nombre de chiste, Ibanez, japonesas: nombre de un lutier español que después de la guerra civil vendió taller y marca a un japonés enamorado de España, que se llevó allí el negocio. La “ñ” y el acento se perdieron, con bastante lógica, y cuando desembarcaron en España provocaron el furor como Ibanez por su acabado fantástico y su precio competitivo.

AGL Fred 2

Que a Alberto le gusta cacharrear, es evidente: me muestra un catálogo de potenciómetros que le sirven desde Francia, un tal Fred, que es vasco, y que le envía lo que le pide sin discutir: ¿dos potenciómetros? Pues dos potenciómetros, sin más complicaciones ni obligaciones. Otro practicante del arte de vivir rodeándose de lo que a uno le gusta. En su caso, componentes para fabricar guitarras. De loco a loco, de artesano a artesano.

Cada historia que me cuenta, desde conocidísimos artistas con los que ha grabado o que vienen a verle por motivos de trabajo o amistad, hasta el catálogo en el que aparece Fred y sus compañeros de aventura, enriquece un poco más la compra de mi guitarra nueva, que, sí, lo desvelaré ya, es una Ibanez con un aire de Gibson 335 (esto es para los más entendidos). Hoy es el último día, porque ya la compré hace una semana y se la había traído para que la ajustara un poquito. Me doy cuenta de que la experiencia de la compra está punto de terminar. Cuánta riqueza he sacado de este acto de compra por el mero hecho de entrar a hacerlo en una tienda real, no virtual, de las que paga impuestos y te atiende en el momento para ver qué le pasa a tu guitarra, como si fuera una mascota. “Traéla cuando quieras”.

AGL escaparate

Por supuesto, pienso, y me siento tranquilo. Seguro que busco alguna excusa en breve para seguir hablando con Alberto, como los pacientes que van al médico solo para que les escuche. Nunca habría pasado por esto si la hubiera comprado por internet. Me he regalado esta segunda guitarra eléctrica después de tantos años porque siento una necesidad de comunicar en eléctrico lo que me rodea. Como Dylan cuando reventó los tímpanos del festival folk de Newport para convertirse en leyenda y no quedarse en el modo Joan Baez. Dylan cabalgó sus tiempos, esos que estaban cambiando.  Ni siquiera creo que sea un capricho, esta guitarra nueva, pues tiene una misión. Y el nivel de satisfacción que me he encontrado sin buscarlo ha sido indescriptible gracias a la experiencia de comprarlo en la tienda de mi pueblo, un pueblo de más de 60.000 habitantes que a veces me parece un suburbio americanizado con Gran Vía peatonal.

En estos tiempos digitales, quizá convenga aclarar cuál es el hardware y el software de la cultura. Hardware es el centro cultural de barrio o de tu pueblo. Sin él no habría el software, esos programas a los que llevamos a nuestros hijos cuando son pequeños y que a veces nos parecen algo rancios o cutres, comparados con lo que vemos en los Auditorios Nacionales o en conciertos carísimos de estrellas del pop que suenan a demonios en un recinto sin acústica alguna. Funciones de pueblo a cargo de artistas, esas personas que se diferencian de sus semejantes en algún tipo de variación de su ADN, porque ni caminan rápido por las calles ni entienden que haya plazos urgentes e incontestables, ni cambien un rato al sol, contemplando la nubes flotar sobre el aire, por una visita a la tienda de Apple.

Altazor Escaparate

Hardware es la librería de barrio o de tu pueblo, donde puedes “interactuar” con un tipo algo tímido, introvertido, que pasa sus días rodeado de una mercancía preciosa, que decidió abrazar, como el guitarrista a su guitarra, la esencia de las cosas contenida en los libros desde el día uno de la civilización. Software es cada uno de esos libros que allí se encuentra, esperando a que tú lo encuentres y os encontréis los dos para hacerte más libre (en latín era la misma palabra: “liber”),  algo caros, sí, pero no como para justificar que los descarguemos gratis, porque así destrozamos la creación. El escritor que tardó quizá tres, o cinco, o siete años en escribirlo y peleó mucho hasta conseguir publicarlo, con una horrorosa sensación de incomprensión, no debería sufrir, además, que le despojaran de su derecho a cobrar por su trabajo, ese que bien podríamos pagar como pagamos una ronda de cañas. Lástima que no la sintamos como propia. Quizá si así fuera, no robaríamos la cultura. Y siempre se puede acudir a la biblioteca pública, jolín.

Hardware es, en fin, la guitarrería de mi pueblo, un contenedor físico de sueños para un guitarrista. Tiendas reales, que pagan impuestos, que dan vida a nuestras ciudades y que languidecen un poco cada día al echar el cierre a las ocho de la tarde, porque el paradigma digital y su realidad arrolladora de cambio no se detiene ante nada.

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Alberto, el lutier, acaba de terminar esta guitarra. Me permite que la coja y la admire, porque es una belleza única. Es su última obra, la última, pues ya se va a jubilar. Es la última, la que combina un buen pedazo de madera envejecida, como debe ser, con toda su experiencia y conocimiento de más de medio siglo entre guitarras y amplificadores: la cima de su creación. Imagino al escritor que talla su última obra con palabras escogidas de toda una vida, sabiendo que es la última, porque ya ha ofrecido lo mejor de sí y quiere dejar la escritura con una obra maestra. ¿Cuánto valdría esta guitarra en el mercado desaforado de bárbaros que existe al otro lado de las murallas de ese castillo que es su tienda? Alberto habla de su guitarra con el amor de quien ha pasado la vida haciendo algo que le ha llenado. “Yo es que veo un trozo de madera y en seguida me la imagino transformada en guitarra…” Sí, su última guitarra es una preciosidad.  “Pero me ha salido muy pesada” justifica, como para buscarse alguna imperfección y que no le sonroje mi cara de admiración. Es un diseño único. Irrepetible. Como cada uno de nosotros. Somos guitarras irrepetibles, me digo al salir. La última guitarra de Alberto, de fresno macizo, diapasón de ébano precioso, sin poros, pastillas de calidad superior, la pala color madera clara con buena masa… esos trastes lijados a la perfección (“con esta lima con surco para el traste, que es de diamante y cuesta una pasta”, me la muestra con orgullo). La última guitarra de Alberto es bonita per se, y porque va a ser la última, porque le ha llevado años de trabajo en sus ratos libres, porque la ha hecho por afición. Ha extraído corazón de árbol para convertirlo en música y en pasión. La última guitarra de Alberto es una preciosidad para transmitir a siguientes generaciones, porque es el compendio de toda una vida en un taller fabricando altavoces y guitarras, reparándolas, cuidándolas, porque él sí sabe que la madera es algo vivo, sin lo cual, la música no suena. Estaría loco si la  vendiera. Salgo de la guitarrería pensando que jubilamos antes de tiempo a las personas que más saben. Producimos en masa conocimiento teórico de usar y tirar, como los millones de guitarras producidos en las últimas décadas para el gran consumo, con maderas a veces verdes porque la producción responde a la demanda sin pensar en las consecuencias, porque el rock and roll ya no es rebelión sino asimilación. Le he pedido permiso para fotografiarla, su última obra. Seguro que le pone un nombre. Ya en la calle, con mi nueva guitarra ajustada y lista para retratar el presente en eléctrico, pienso en cómo la voy a llamar y se me hace una luz: se llamará Albertina.

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