En el principio era la voz, el sonido. El niño abría la caja de música y sentía curiosidad y maravilla, y algo de miedo también, por la sucesión de sonidos que brotaban de su interior y que se detenían al cerrar la tapa. Todo el misterio de los mayores, de la vida, parecía encerrado en esa caja. Al abrirla, sin llegar a desvelar su secreto, la imaginación del niño intuía mundos superiores, recogidos, sintetizados en un artefacto que era ya anticuado, incluso para la época de sus padres. Y agarraba la caja, y daba cuerda a una manivela hasta que llegaba al tope. Y sentía que en sus manos residía la magia para que no se detuviera la música jamás. Aún era demasiado niño para imaginar que se trataba de un mero mecanismo. Si él quería, la música no se acababa nunca. Bastaba con aplicar su fuerza a la manivela. Ya entonces, el mundo le invitaba a soltar su imaginación y conectar con las de los niños de un siglo atrás, porque su abuelo también debió ser niño, aunque costara tanto creer que aquel rostro adusto de las fotos teñidas de color sepia hubiera sido como él. Seguro que también él se entregó a la evocación gracias a un objeto anticuado, pues en su época ya había aparatos para retener el sonido y reproducirlo sin necesidad de acudir a un concierto o tener un instrumento en las manos.
La caja de música, con su magia, misterios, su historia acumulada, se guardó con otros objetos inservibles, pasados de moda, en un desván. El niño creció y se olvidó de ella, y de su primera bicicleta, de su primer cigarrillo, de su primer beso, de su primera noche de amor. Un día, antes de vender la casa familiar, para repartir con sus hermanos dinero y recuerdos, subió al desván, a agrupar enseres, a separar lo que se podía vender, a cerrar una última vez los ojos en aquel espacio que tanto miedo le producía de pequeño, cuando sus hermanos mayores le obligaban a entrar solo para jugar, para jugar ellos a ver el rostro del miedo al salir. Ellos ya lo habían probado, ahora le tocaba a él, el pequeño.
Allí estaba la caja de música, dentro de otra caja llena de cosas inservibles. La agarró y se fue directo a la manivela, para ver si respondía a sus dedos. Su vida ya estaba crecida y condicionada por el mundo real, aparecido con los años. ¿Estarían bien los resortes? ¿Funcionaría todavía el mecanismo de giro, las laminillas sobre los salientes del tambor? Dio cuerda con cuidado, sin forzar. Ahora entendía lo que le decía su padre: si le das demasiado, se rompe todo. Ahora, tantos años después, lo comprendía sin cuestionárselo. Abrió la caja y sonaron las primeras notas: pero no de la melodía pegadiza y mágica que recordaba de niño, sino del universo sonoro que le cautivó cuando, ya adolescente, su mente se abría de verdad al mundo: sonó The Musical Box, de Genesis.
El hombrecillo del sombrero de copa del sello Charisma le apremiaba, le hipnotizaba cuando escuchaba ese primer disco de Genesis que entró en su casa. Vamos, vamos, se acaba el tiempo, le decía mientras giraba sin parar a 33 revoluciones por minuto desde la etiqueta. Y el niño adulto cruzó al otro lado del espejo: quería saber, quería conocer el interior de la Caja de Música, enfrentarse, al fin, al secreto. El torrente musical lo llevó en volandas, desde el primer tema, Dancing with the Moonlit Knight, hasta el origen, un escenario blanco en el que se afanaban cinco músicos de Montreal, cinco músicos de nombres franceses: Guillaume, Sébastien, Denis, François, Marc. Desde allí reproducían con exquisita y fervorosa minuciosidad cada una de las notas que llenaron el espacio de rock sinfónico con el que corazones como el suyo se abrieron al mundo hace ya tanto tiempo. Los músicos recreaban con la fidelidad que emana de la devoción un hecho ocurrido hace cuarenta años: un disco que encumbraba a un grupo, a un estilo.
Cuando Pink Floyd editaba The Dark Side of the Moon, la cima del rock progresivo, Genesis publicaba Selling England by the pound, el LP de largos temas que arrancaba y terminaba con la misma frase musical después de viajar por la estratosfera, capturando los corazones sensibles de quince años que descubrían a un grupo gracias a ese disco y que, al retroceder y buscar obras anteriores se encontraban con un mundo de portadas hipnóticas y una música que llevaba, sin saber cómo, a esa parte de cada uno que vive en la mente sin desvelarse apenas, a ese primer recuerdo vital, a los primeros viajes de la infancia, cuando, rodeados del mundo, preguntamos todavía el por qué de las cosas. The Musical Box era el tema estrella de un disco de 1971, Nursery Crime, que escuchábamos incansables, o incluso el anterior, Trespass, que brotaba con la frase Looking for someone y te transportaba a mundos interiores llenos de melancolía, algo que, sabemos ahora, residía ya entonces en nuestros corazones. Viajábamos con su música a un futuro lleno de sensaciones e incertidumbre, sintiéndonos más fuertes, más ricos, más autónomos para explorar el mundo mientras necesitábamos cada vez menos a nuestros padres, que se hacían mayores a marchas forzadas, preocupados por la música que abrazábamos, qué tipo de mensajes, propuestas, ofrecería esa música al joven niño que ellos empezaban a perder.

No hace mucho, cientos de seguidores de Genesis nos congregamos para una celebración. El milagro, el viaje a ese mundo desde el presente, se obró en una sala de Madrid: La Caja de Música se vio rodeada de seres vivos muy vivos, seres vividos, con tanta vida a sus espaldas que devolvían a los músicos su mismo fervor por el original. Les acompañaban amigos e incluso algún vástago despistado, que no vive en este tiempo de fracciones y que hace mucho cayó en el hechizo de su música analógica (el teclista, Guillaume, lo confirmó a la salida: todo analógico, instrumentos, amplificación, como entonces).
En un concierto, los rostros que te rodean son variados, muchos de ellos tersos, joviales, sueltos, dispersos. Los de este eran rostros surcados, pelos escasos o grises, carnes relajadas, sonrisas gastadas, y algo de compadreo al comprobar que todos estábamos allí por lo mismo: para revivir una sensación, un sueño, para darnos el gustazo de ver por dentro el mecanismo de la caja de música, con el riesgo de desencanto que conlleva. El escenario pequeño, los cinco músicos de Quebec en las mismas posiciones que Peter Gabriel, Michael Rutherford, Tony Banks, Steve Hackett y Phil Collins. El mecanismo quedaba a la vista: el disco se podía reproducir en directo y sonar exactamente como el disco de 1973. Puede que muchos ni siquiera hubieran visto antes a Genesis en directo. Yo sí: fue el primer concierto de mi vida, marzo de 1975. El primero de muchos. El primero. Recuerdo la sensación extraña de escuchar el sonido en directo, distinto al del disco, porque participa el público, la estructura de la sala, la amplificación.Y sin embargo, The Musical Box lo interpretó todo al borde de la perfección: sonaba al disco. Un disco que yo quería tener, pero que me lo grabó mi gran amigo Julián, el responsable de que los descubriera. Él los tenía todos. Y yo los grababa en cassettes de 90 minutos: dos caras de 45 cada una. Y los temas eran tan largos que la parte final del último tema no cabía y siempre me la perdía y me decía que cuando tuviera dinero me compraría todos los discos de Genesis aunque, para tenerlos, simplemente para poseerlos, pues no bastaba con escucharlos grabados de las cassettes. El destino quiso que no hiciera falta comprarlos, porque me cruzó con una mujer que ya los tenía.
The Musical Box no es una copia, no es un grupo de imitación o tributo a un gigante del Rock, ni un remedo animoso: es un acto teatral de reconstrucción del original, que pasa por reproducir hasta las presentaciones de cada tema con palabras de aquellos años. Y, por supuesto, esa atmósfera mágica, que comenzaba al seguir con la mirada la impactante etiqueta del sello Charisma sobre el vinilo al girar. Genesis se convirtió en la caja de música del niño ya adolescente, la maravilla de su presente, no la del tiempo de sus abuelos. Nos deslumbraba su sonido envolvente, los mensajes crípticos de sus letras, que no hablaban de amor, al menos de forma evidente. Era una música madura alejada del rock sencillo, que rebosaba desarrollo, golpes musicales apoyados sobre un bajo muy marcado, unos teclados mágicos y una guitarra de notas sostenidas y un ritmo marcado por un batería menudo, Phil Collins, que pronto se convertiría en estrella, precisamente cuando el líder, Peter Gabriel, diera por agotado el proyecto.
En algún momento pensé en Las Vegas, los crooners, el público de jubilados que repasa la banda sonora de su juventud en galas de estrellas que se niegan a apagarse. ¿Será así estar jubilado, ver conciertos de tus ídolos? ¿Tocará Neil Young en Las Vegas algún día? Y pensé también en los conciertos de música clásica en donde se interpretan composiciones de hace dos siglos. Era algo parecido. Selling England by the Pound, o Foxtrot, son discos ya clásicos. Genesis es un clásico, como lo son ya tantos grupos de rock. El Rock es un clásico. Porque la música se ha fragmentado desde entonces como los tiempos, de forma vertiginosa.
The Musical Box no son como esos imitadores de Elvis, de Michael Jackson, sino fervorosos sacerdotes del recuerdo que ejecutan su trabajo desde la devoción, para quienes la fidelidad al original es sagrada. A escasos metros del escenario, los asistentes revivimos una iluminación: coreamos letra por letra como adolescentes entregados, sentimos cada punteo, cada exhibición de teclados que anuncian un tema, cada arpegio de guitarra de doce cuerdas. Lanzamos un “¡oh!” de satisfacción cuando comprendemos que el siguiente tema es Super is ready, temazo de 20 minutos y cima de su repertorio: “Walking across the sitting room….” ¡Cuántas veces habremos cantado esa introducción! Cada surco de nuestro rostro se empalma al gran surco de la música al palpitar dentro de la misma música 40 años después: estamos vivos, y esta noche hemos vuelto al origen, a Genesis. Los músicos terminan, saludan y se van. En seguida bajan dos de ellos con timidez, agarrados a una cerveza, a mezclarse con la gente, a comprobar cuánta magia han descargado hoy. Se hacen fotos, reciben felicitaciones, todas ellas de caras embelesadas. Es el primer síntoma de que no ha sido un concierto al uso. Ellos no son las estrellas: lo asumen, son los ejecutantes, la réplica de aquellos. Pero son reales, y les gusta hablar con esos seres de mirada iluminada que les dicen que han estado geniales. Y es que han estado geniales. El guitarrista, menudo y melenudo, con un bigote y unos botines de tacón (con los que ha hecho virguerías sobre sus pedales) que le devuelven a los 70, se escapa rápido de vuelta a los bastidores. Dice que tiene que irse. Y se marcha como parte del show, sin querer marcharse, demasiado tímido para seguir alternando. Se vuelve corriendo al otro lado del espejo, para que no le riña el conejo.
A la salida pregunto a Guillaume, el teclista, abierto como nuestros corazones en la noche, si son conscientes, al tocar su repertorio, del viaje, de la tremenda sacudida emocional que provocan en la audiencia, un retroceso súbito de varias décadas, para regresar al presente cuando se encienden las luces. Caras de felicidad, fotos y selfies contra el fondo del escenario.
Hoy los seguratas de la sala no van a tener problemas para desalojar. Somos blandos cincuentones henchidos de felicidad. Hemos destapado la caja de música, que sigue siendo mágica pese a haber conocido su interior. Sí, me dice Guillaume: les encanta y, en cierta manera, les abruma.