(Con permiso de Luis Landero)
No estaba preparado, ni de lejos, para leer «Groovy» a los 14 años, cuando lo compré en la feria del libro de 1973, la misma edad en que creí que podría escribir una novela, solo porque había un concurso al que enviarla. Tenía razón mi padre. También en esto. Alguien en la oficina debió comentar que el último Nadal era algo muy desbordado, un libro ciertamente inadecuado para adolescentes, qué cosas se escriben hoy. Vaya trabajazo el de los padres, siempre pendientes de por dónde va el mundo para proteger a los cachorros. Aunque me cuesta imaginar a alguien en su entorno que lo hubiera leído. Quizá también se informaban por terceros. Y en 1973 aún había mucho prejuicio, mucha prevención. Una novela sobre jipis en Nueva York se había llevado el premio literario de más prestigio: el Nadal. Y el hijo decide asomarse al mundo en la feria del libro. Dónde, si no, en aquel tiempo.
No la leí entonces y me alegro. Quizá si lo hubiera hecho, la cascada de sucesos de carácter netamente adolescente habría sido distinta, no hablaría desde este «hoy». Ahora sí, lo saco de la estantería, desde donde me ha guiñado muchas veces, pidiendo atención, mientras yo le contestaba «Ya te leeré». Y, por fin, lo leo: «Groovy», el premio Nadal de literatura de 1972, de José María Carrascal, casi cincuenta años después de ponerlo en mi punto de mira para la feria, a la que acudí inconsciente de la aventura en ciernes, el porvenir.
Sobre el papel, la caligrafía, nombre con dos apellidos, la dirección postal (¡!), el precio (200 pesetas) y el número de teléfono provocan la sonrisa y cierto sonrojo. Es muy evidente el deseo de propiedad sobre el libro. Me imagino caminando por el paseo de coches del Retiro, con la presa ya bajo el brazo, discreto retador adolescente. Cuántas veces he reconocido su lomo de portada blanca muy dañada de solapas (el blanco inconfundible de los premios Nadal dentro de editorial Destino) en los últimos años, en que la vida se ha acelerado y ralentizado a la vez, mientras cultivaba mi propia familia y retornaba feliz a tantas cosas. Ahora me alegro de haber resistido la tentación de desechar porque sí de cada mudanza.
Entiéndase por mudanza no solo la física y material. Importan mucho las cartas que rompí, aquella remesa de libros que malvendí en la cuesta del Moyano a los 17 años y que voy recomponiendo a impulsos, con compras en mercadillos o por internet. Menudo barrido, entre los 14 y los 20 años. Cuántas mudanzas, cuanta vergüenza empujaba cada una de ellas, por el ser anterior que cambiaba de piel. Incluso ahora, releo un guion de cine que compuse en el comienzo de mi penúltima última etapa profesional, hace 25 años: de pronto, me atrevía a crear, a contar una historia sobre mis mundos, que se llamaba precisamente «Green» y que describía uno de estos cambios hacia la madurez.
Al final, el joven de la historia se desprendía de su jersey verde-piel de serpiente, seña de identidad de su etapa previa, en una aventura ficticia por territorios conocidos de la geografía emocional, el verano irlandés. Me enternece leerla ahora. Un hombre de casi cuarenta la escribió, nadando en el recuerdo de las tormentas que lo formaron. ¿No es eso lo que ocurre en un gran número de obras literarias? ¿Y ahora, con casi veinticinco años más? Ahora, el hombre que recorrió el arco siguiente de su vida y puede, por fin, recrear la madurez la sitúa en la crisis de la mediana edad, envolviéndola en un halo de misterio y música. Por fin completa la novela de adulto, el trabajo que comenzó en aquella primavera de 1973 cuando aprendió a escribir a máquina para enviar unos folios a un concurso.
Desde la atalaya actual, puedo ver el paisaje que sí fue. Termino las páginas de «Groovy», distanciado de la amargura del fin del sueño jipi que describen, una de tantas versiones que hemos visto en libros, películas y ahora, también, series: la desilusión, la realidad, la vida desnuda y descarnada, la rueda que ya no puede nunca cambiar el sentido de giro. Solo hacia delante. Cierro el libro con la sensación de deuda pagada. A mi padre, que nunca se impuso mucho en casa y del que escuché el discreto comentario de que era una novela para adultos. Y también a mí mismo. Lo compré como libro destinado a ser faro en la búsqueda que iniciaba, pero las palabras de mi padre y las que encontré en las primeras páginas hablaban de mundos incomprensibles aún para el niño. Cuántos peligros arrostramos y, cual juncos salvajes, rodeamos.
El Nadal tenía prestigio. La prensa hablaba de él. En aquellos años, la crítica al libro incluiría con seguridad la descalificación del jipismo. La misma reseña en la solapa habla de «las debilidades congénitas de una filosofía de la vida cuyo quietismo pasivo e inerte llevaba consigo los gérmenes de su propia destrucción». Si lo hubiera leído y comprendido entonces (cosa poco probable), no habría soñado como soñé durante los años fundacionales con el espíritu de la “nación Woodstock”, los pelos, la música, las flores, el amor, la lasitud, la fraternidad entre los jóvenes. Si hubiera leído «Groovy» entonces, la vuelta al jardín del Edén que proclamaba la canción de igual nombre (Woodstock) de Joni Mitchell no me habría conmovido, dotado de una imagen sacralizada por la que viajar durante ese tiempo tan complejo, hasta los 20 años. «Groovy» y su carga se han secado sobre sucesivas estanterías a lo largo de las décadas para ofrecerse casi inocuo, al fin, al extrañado hombre del presente, que concluyó satisfactoriamente su novela, que precisamente aborda ese mismo fin del sueño, lanzándolo de nuevo hacia el futuro. El mismo hombre que, al despedir la más reciente y larga etapa profesional, recibió como regalo el instrumento más bonito de escritura, una pluma con la inscripción «Born to Be Wild», empapada de filosofía de la película «Easy Rider», quizá por haber ejercido con el sueño siempre a tiro.
Curiosamente, otro libro nada sospechoso, «Peñas arriba», de José María de Pereda, tuvo una vida parecida. Lo compré con 13 años, porque me interesó de las clases de literatura. Luego desarrollé una atracción inexplicable por las montañas. Y por fin, con más de 40 años, lo leí en el autobús mientras iba a trabajar, en la edición clásica de Austral. Y comprendí por qué, peñas arriba, era extrañamente feliz.
He reconstruido con celo de investigador los escenarios de los momentos previos a los grandes saltos. Qué había en el ambiente en la primavera de 1973. Aún no salíamos con chicas. Sería el último año en el colegio pequeño. Después, pasaríamos al grande. Acabaría el verano muy otro, raptado inevitablemente por el flautista de Hamelin, la música, la fuerza, hecha sentimiento, de las cosas.
No, no estaba preparado para afrontar una lectura tan compleja como la que proponía «Groovy» (la forma, vanguardista para la época, se antoja rebuscada y fatigosa en este presente colonizado por lo audiovisual y la prisa impertinente). Al acabar el verano, de repente formaba parte de ese impulso llamado vida y me perdí esta y muchísimas otras lecturas. Las cambié por música rock. «All is groovy» , todo es guay, cantaron Simon y Garfunkel, consagrando el espíritu de los Felices Sesenta. El término llegaba, según la tesis del libro, muy fatigado a los setenta. Lo devoró la realidad. Faltaban unos pocos años para que, por aquí, empezáramos a decir «guay» para referirnos a algo que llega directo a nuestra alma de forma festiva e impensada. Sitúo mis primeros «guays», muy claramente, en 1981.
Durante la lectura de «Groovy», aflora cierta tristeza al participar del deseo de vivir instintivo e incontrolado de la joven protagonista, la fuerza de la juventud en torno a una ilusión tan etérea y chocante como el jipismo en la Nueva York caníbal de los primeros setenta, una sociedad irritante e implacable. Qué suerte que España no era así, aunque tuviéramos lo nuestro. Reconozco sin vergüenza canciones inspiradas, en el albor de la juventud, por enormes impulsos difíciles de contener e imposibles de describir, llenos de flores, jóvenes y paz universal. La palabra «groovy» desapareció del habla común de los americanos pronto, seguramente como rechazo a todo el desastre final del jipismo, aunque aún se entienda su significado. Aquí nunca llegamos a crear un movimiento social como los jipis. Pero encontramos la parte guay de las cosas en los 80. Llevamos más de cuarenta años identificándonos con el término. Con permiso de Frank Capra, ¡Qué guay es vivir y leer libros fuera de plazo!