PIAZZA NAVONA (parte 2: L’AVVENTURA)

Esta es la segunda parte de la pieza Piazza Navona. Si no has leído la primera, Piazza Navona: La Felicità, puedes hacerlo enlace siguiente: 

https://wordpress.com/post/blogdelasnubes.com/5132

Todo en la sala de exposiciones suena a viaje. De fondo, se escucha la megafonía de un aeropuerto o una estación. Una miniatura reproduce con perfección sorprendente una estación ferroviaria en medio de una gran ciudad, probablemente París. Trenes diminutos llegan y salen, público parado en un instante cualquiera. En los paneles que la rodean, un círculo de 8 pantallas con videos de movimiento, de ruedas rodando sin parar, de paisajes, de manos que juegan con el aire fuera de una ventanilla, de aviones volando sobre un mar de nubes blancas, cama de algodón de los sueños, anocheceres compartidos, islas, jóvenes, música. Podría formar parte de una gran anuncio, pero es bastante más auténtico. Los videos, o mejor, el video multipantalla, también obra de Lars, está impregnado de millas y carretera. Casi como una prolongación de las pantallas, unos paneles encajan relieves de mochileros, de viajeros, incrustados sobre fotografías de paisajes increíbles de este mundo con personas en ellas, extraídas de un foro cualquiera sobre viajes, que las humanizan. El hombre y su curiosidad, satisfecha en grupos de cinco, de tres, luego de dos personas, hombre y mujer, desiertos punteados de cactus, montañas envueltas en nubes, selvas intrincadas salpicadas de ruinas, ciudades con océano al fondo. La última foto muestra una pareja posando contra un campo de té que asciende, colina arriba, hasta salir del cuadro, invitando a levantar la mirada hasta ver cómo se funde con el horizonte. Un deseo imposible. Sin embargo, en la pantalla a su lado un video recoge desde el aire la escena de la foto que ocurre en tierra, en esa carretera de montaña de algún lugar del sur de la India. El video juega con esa sensación de proporcionar cualquier momento en retrospectiva y desde varios ángulos, algo que quizá pronto ofrecerán los productos tecnológicos que nos llegan desde industriosas start-ups. De pronto, un escalofrío me sacude el espinazo. Esto lo he vivido antes. Central Park Txiki.  Esto es lo que perseguía Kink, lo que quizá ya esté produciendo. Cuánto pagaría por volver a ese campo de té, a esa estación de París, a esa carretera de Francia, a ese prado de Irlanda, a esa noche mediterránea, a esa madrugada londinense, a ese amanecer. Todas ellas etapas hacia los campos de té que ahora observo desde el aire, sin duda un efecto especial rodado desde un dron.

Kerala 2Volvería encantado a ese campo de té, pero no puedo creer lo que veo. Junto a la pantalla, una palanca que indica “zoom in, zoom out”. Me acerco y la agarro, dispuesto a cruzar la frontera. Zoom in y la imagen aérea acerca su objetivo, la pareja que posa abajo con impermeables de color verde oliva. Observo al fondo que el vigilante se pone en movimiento. Se prepara a recibir a alguien en el ascensor. Son los artistas, la relaciones públicas y una corte de otras ocho personas, entre las que reconozco a algunos colegas y a cuatro jóvenes, dos chicos y dos chicas rubios, jóvenes, de ojos fríos y actitud decidida. Salen los últimos del ascensor con evidente impaciencia. El zoom llega hasta el final, pero no tengo tiempo de identificar a la pareja que posa abajo, porque mi atención se desvía hacia el grupo que se acerca en bloque hacia mí, escoltado por el segurata. Lena y Lars abren la marcha. Los dos tienden una mano hacia mí. Lena se adelanta:

—Yes, it’s you. Zoom in completely. You will see yourself there.

De pronto, todas las pantallas se van a negro, se escucha el sonido de una gran colisión, las luces parpadean y se apagan. Una mano tira de mí. No es la de Lena. Pero sí es de mujer. En cuanto mis ojos se acostumbran a la oscuridad, creo adivinar un pelo oscuro y suelto, que me roza la cara mientras ella tira de mí, unos pasos muy ligeros, una actitud resuelta. Debe conocer muy bien el edificio del Círculo, porque no se ve nada. Tropiezo con un escalón, pero la mano me sostiene de pie. Cuando ya parezco tenerme seguro, me suelta y me da un ligero empujón y una palmada en el trasero que me hace gracia. Sin duda, es otra agente de Novella. Algún día quizá me deje de ensueños y le pida a una de ellas salir a cenar y terminar la noche hechos un lío en su cama. La última vez fue con Ruth en la montaña andina. Hace tiempo ya. No sé cuánto, porque con Novella, el tiempo, el tacto, la sensación, oh, aquel sexo, todo se queda siempre como dentro de una nube. Esta mano que ha tirado de mí ¿era real? ¿La palmada en el trasero? Una nueva regada de agua en suspensión me llega del techo mientras subo a oscuras por las escaleras el equivalente a un par de pisos, por lo menos. Por los párpados me escurre sudor o agua o ambos, mientras sigo palpando las paredes y se cuela algo de luz a través de una  ranura, algo más arriba. Los escalones desembocan en una puerta, que abro con imprudencia inconsciente para quedar deslumbrado por el día en su plenitud.

Desembarco en plena azotea del Círculo, un baño de luz y la inmediata sensación de que estoy en un patio de colegio. Un grupo de escolares, no menos de veinte, ha tomado posesión alborozada del tejado panorámico que estaban visitando  y se agolpa en torno al paso que cierra un segurata a la última parte de la exposición de Lena Moln y Lars Karlsen, en una zona de la azotea protegida con toldos, muy claramente un área de chill out con vistas fabulosas sobre los tejados de medio Madrid. Algún crío, de unos diez u once años, ha visto que en la exposición hay miniaturas de coches, aeropuertos, montañas, túneles y lagos, con camiones, barcos y trenes que se mueven, y se lo ha contado a los demás, que rabian ahora para bajar a verlos. El segurata pelea con una jauría inabordable y habla por su micrófono, sin duda pidiendo refuerzos, mientras la horda se desborda. La profesora encargada es una mujer de mediana edad, pelo negro rizado, una figura atractiva marcada por un pecho firme y un gesto aún más recio, que me mira con cierto apremio, invitándome, más bien ordenándome, que me una al grupo. Recién ascendido y aún desorientado por la luz, obedezco sin chistar bajo un oscuro presentimiento. Al pasar a su lado en el barullo  me parece sentir una palma en el trasero. Esta vez estoy seguro. Zoom in en los campos de té.

—¿Eres de Novella?

— Y dale con Novella. Ya puedes espabilar. Los tienes aquí en un minuto. Baja con los chavales y asómate al rincón, el que está junto a la miniatura de Roma.

***

Mosaico SPQREl tren desde Ostia me resulta arrabalero, descuidado, chocante  para el sueño que estoy viviendo. En el segundo día, los niños están más cansados, ajenos a la necesidad de visitar Roma de nuevo. Allá van otra vez, niños descansados con padres cansados que han rendido algo de la magia previa de pareja a cambio de la educación, de saberse en el centro del engranaje, de repartir juego, de despertar cada día con un sentido más claro de las cosas. Colas, iglesias, monumentos vuelven a conjugarse con helados, pizzas, espaguetis para convocar otro tipo de magia. El día anterior ha sido colosal. Hoy queda otra mitad. Fontana de Trevi. Otro brote incontrolado de belleza que los niños absorben inconscientes. Fotos y monedas. Piazza Popolo, ese obelisco lo trajeron desde Egipto los romanos, sí, en sus barcos. Y el Panteón, con su gran cúpula que despierta razonablemente su curiosidad. Se aproxima el momento. Pero el ajetreo callejero nos despista y nos perdemos por el laberinto. Necesitamos el mapa para saber dónde estamos. Es por ahí. Les siento caminar tras de mí. Tengo ganas, urgencia, por celebrar el reencuentro y presentarle a mi familia. Entramos por el sur. Atisbo los primeros rasgos de la plaza, su forma alargada sempiterna, por los siglos de los siglos. Las fachadas del fondo, las del norte, se me desdibujan en el recuerdo, representan el horizonte, las montañas que aún no he subido, el viaje continuo con el que me he comprometido. La fuente del Moro, en primer término, nos da la bienvenida. Se atisba la de los Cuatro Ríos en medio, que llama la atención de mis hijos porque congrega espectáculos callejeros provistos de colores llamativos. Las fachadas y su color inconfundible, las líneas de los aleros de los tejados recortándose contra el cielo azul, la sensación de tiempo detenido se apodera de mí en la Ciudad Eterna. Les he preparado. Soy el mismo que se emborrachó de verano en esta misma plaza y regresa, transformado por mil embates nuevos, de los cuales ha surgido el futuro, que ahora presento a la plaza:

—Chicos: Piazza Navona.

 

***

Piazza Navona miniatura recortada1Me encanta el barullo, una vez más, propio de las aventuras que me procura Novella. El editor se va a llevar una crónica surrealista de esta inauguración. Entre gritos de admiración, las increíbles miniaturas cumplen su función e hipnotizan a los niños, incluso al segurata, que ha bajado para intentar hacerse cargo de la situación pero que parece tan enganchado como los críos a la magia de los mecanismos. Todos estamos maravillados, mirando con los mismos ojos. Distintas capitales europeas, París, Londres, Berlín, Roma, la última de la exposición. Me agacho para mirar cómo se empasta la cúpula en miniatura del Vaticano en los tejados reales de Madrid. Resulta una prolongación natural, en mi experiencia del día. Me acerco para observar el detalle. Ahí está. Esperándome. Piazza Navona en miniatura. De entre todos los viandantes, los músicos callejeros, el guardia de casco blanco, las monjas, los turistas claramente americanos, los japoneses, el comercial con su cartera, reconozco el futuro que fue. Me pongo a vibrar en una frecuencia inédita. Mi vista no ve más allá de los personajes recreados por el artista (¿de verdad Lena ha hecho esto?). Unos altavoces colocados estratégicamente por toda la terraza empiezan a hablar:

—Aquí y ahora. Aquí y ahora.

Uno de los chavales con gafas y cara de empollón se me acerca.

—Cómo mola esta miniatura.  Los otros prefieren las de barcos y trenes. A mí me gusta esta placita. Quiero ir a este sitio de mayor. ¿Usted ha estado ya allí?

—Sí.

— De parte de la profe, que se vaya ya para el rincón.

***

Navona 4 - cielo con nubesEn el cielo de Piazza Navona, nubes de algodón me invitan a soñar otra historia de futuro. Imagino que mi hija, que un ser querido, quizá una novia imaginaria, me pide que le cace una nube, para acariciarla en sus brazos. Por qué no imaginar una historia que empiece así y que me lleve a donde quiera. Inmediatamente me olvido de la plaza, sus fuentes, sus fachadas, para observarlos, a los tres. La prolongación de la vida está ahí, el deseo máximo, la felicidad, la plenitud, en suma. No soy consciente de que en ese momento, en Piazza Navona, con mi familia al completo, comienza un nuevo viaje de descubrimiento, en círculo, desde la cumbre, hacia el joven anterior a la explosión de pólvora y azahar, al viaje nupcial por los campos de té, el hombre maduro que a duras penas contiene la emoción al pensar en todo lo que le queda por hacer. Los días siguientes los pasarán en Florencia. Lo que faltaba para hacerle estallar.

***                                                                                                                                                              azotea CBA 1Lena y Lars han llegado hasta mí y también la corte que les acompaña. Los dos seguratas separan a los artistas y a las dos parejas de jóvenes rubios del resto de los periodistas, a los que han encauzado hacia el otro sector de la azotea. Se escucha el zumbido de un helicóptero acercarse. Regreso de la maqueta de Piazza Navona en un estado difícil de describir, vibrando en la frecuencia que reconozco solo de los momentos de epifanía que, por fortuna, se han dado a veces en mi vida hasta hoy. Comprendo que otros esperaban que se produjera lo mismo y me han atraído hasta aquí, a una azotea de Madrid, lo más cerca posible del cielo de la plenitud, en el instante en que se juntan con sentido pasado, presente y futuro. Mi primer reflejo es huir. Quizá lo consiga zambulléndome de nuevo en Piazza Navona, y que nos convirtamos en miniaturas, y que la persecución prosiga por las calles de Roma. A ver quién gana. Qué ridículo. Demasiado tarde. El helicóptero zumba sobre nuestras cabezas como un insecto molesto. Su sonido me trae de vuelta a la azotea, en donde encuentro el rostro de Lena que me pide perdón, el de Lars, en el que veo al joven que no entiende bien pero sabe que está colaborando con una fechoría, el de los cuatro rubios esbirros de Kink, que preparan, esta vez sí, la entrega del paquete, el atolondrado periodista sumergido en un sueño confuso de recuerdo y felicidad, que será evacuado en cuestión de segundos de la terraza para extraerle lo más rápidamente posible la materia que requiere ese engendro sucedáneo de dicha que Kink tiene a punto. Esta vez ha llegado muy lejos, todo este montaje para atraerme, ponerme a punto, capturarme. ¿Y Novella? Pensaba que nunca me abandonaría frente a Kink.

—Rápido, hay que evacuarlo. Tenemos 30 minutos para meterlo en la máquina antes de que se altere su estado anímico alfa.

Todas las manos me agarran, pero no se atreven a sedarme. Se han colado en mi sueño. Lo han manipulado. ¿Cómo podrá Lena volver a ser mi heroína, la camarera a la que yo tenía que poner a salvo? Lars, el músico,…tenía que haber visto que sus sandalias eran de diseño. Ese no es el retrato del joven músico. Está corrompido. Yo también me veo en el reflejo de las gafas  de sol del musculoso joven americano que me agarra por el cinturón y compruebo que no soy ya tan joven, que si construí el amor eso fue ya hace tiempo, que ahora lo disfruto y lo canto como regresado al fin de la guerra, pero que no caben más hazañas de juventud, si acaso algunas borracheras con veteranos partisanos. Ramiro, Ruth, Novella: me habéis abandonado en el momento crucial, cuando soñaba con nuevas conquistas. Nuestra lucha tenía sentido. ¿Acaso ha sido todo una ilusión? Hasta Lena se ha vendido. Quién la llevará ahora al otro lado. Qué pena.

minerva 1Una jaula metálica vacía desciende del helicóptero. El esbirro de Kink me arrastra del cinturón hacia el punto de carga, que los seguratas se han encargado de despejar en la azotea. De repente, el sonido de una alarma se multiplica por mil a través de la megafonía de la terraza. Todos los presentes, turistas y esbirros, quedan paralizados por el estruendo. Después de unos segundos de desconcierto, Minerva, espectadora hasta ahora pasiva, parece hablar por los altavoces. Todos levantan la mirada hacia la cara de la estatua. Es una voz femenina, rotunda, que me suena familiar.

—Alarma de incendio. Alarma de incendio. Todas las personas deben abandonar inmediatamente el edificio por las escaleras. Sigan las instrucciones de los guardas de seguridad. Desalojen todos la azotea.

Movidos por un resorte, los seguratas abandonan al instante la operación de secuestro para dirigir la evacuación. El americano que me retiene por el cinturón sigue más pendiente de la jaula, pero uno de los vigilantes saca la porra y le golpea en los antebrazos con mucha violencia. Luego continúa aporreándole en los hombros, en el cuello, hasta que suelta la presa.

—Yanqui de mierda. ¡Suéltalo, cojones! Han dicho que todos para abajo. ¡YA!

La azotea es un caos. El helicóptero zumba aún más fuerte y remonta el vuelo, con la jaula vacía oscilante sobre los tejados de Madrid. De repente estoy libre y me escabullo en el lío, alejándome del grupo. Lena, Lars, los chicos de Kink, los periodistas no tienen más remedio que seguir a los seguratas  escaleras abajo.

Papa móvil reparadoMe acerco hacia el rincón junto a la maqueta de Roma, poniendo distancia física con mi pesadilla. Un último detalle me detiene junto a la miniatura. No puedo creerlo: en un patio del Vaticano, varios monjes mecánicos reparan el Papa móvil. ¿Estoy dentro de algún sueño? El editor no se lo va a creer. Pero hay que largarse ya, por si acaso. Me asomo a la barandilla. Hay un salto de unos dos metros hasta el siguiente nivel de tejado, una terraza del edificio contiguo rectangular, de unos 30 metros cuadrados y una puerta abierta al interior de una vivienda. En la esquina, justo debajo de donde estoy, hay cojines amontonados de las sillas de exterior de la terraza. Junto a ellos, la profesora, con su expresión a la vez regañona y satisfecha, esperándome en jarras. La sorpresa me deja sin habla, aunque también enmudezco ante la visión que se ofrece de su escote desde arriba, camuflado sin éxito por mechones de cabello negro que brillan al sol con reflejos rojizos, lejos, tan lejos de la rubia blancura de Lena.

—Joder, te dije que vinieras para el rincón sin demora. Has estado cerca. Ya es la segunda vez que te salvo el culo.

¿La segunda? Claro. Según salto y ella me ayuda a aterrizar, me parece que me palpa el trasero sin disimulo. No sé si le gusto o es para que me dé cuenta de que ella es de verdad, no como todo lo demás.

Madrid panorámica cuadrigas

 

 

 

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