—¿Un momento de felicidad? De plenitud, quieres decir.
—Eso.
—Piazza Navona.
***
Resumen de lo anterior: El reportero Julián, de la revista las Nubes, se dirige a la inauguración de una exposición de arte titulada “La construcción del amor” en el Círculo de Bellas Artes. Decide atravesar a pie el parque de El Retiro
https://blogdelasnubes.com/2019/02/09/polvora-y-azahar/
en donde vive una peripecia, y no le queda más remedio que utilizar un patinete para llegar a tiempo desde la Puerta de Alcalá hasta el Círculo.
https://blogdelasnubes.com/2019/04/20/__trashed/
Allí le esperan los artistas, con una exposición fuera de lo común.
***
Dejo el patinete en la acera de enfrente, junto a la puerta. Al fin he llegado al Círculo de Bellas Artes. La exposición me espera. Tengo la sensación de que he tardado muchísimo desde que salí esta mañana, crucé el Retiro y me olió a pólvora y azahar, y cuando después, por los Jerónimos, me encontré caminando entre campos de té, extraña geografía emocional de esta ciudad, que es todas las ciudades. En la mochila, asoma la libreta de notas número X, la heredera de toda la peripecia anterior, como lo será la siguiente, todas más bien discretas, notarias de casi 15.000 amaneceres desde el recuerdo de la pólvora, en el umbral de los 20. Alumbran poca cosa así, sueltas. En el fondo, ahora que llego por fin a la inauguración de la exposición “La construcción del amor” al Círculo comprendo que, quizá es precisamente eso, en su conjunto, lo que describirían, un viaje circular desde el momento en que el amor se anuncia y cómo se construyó después. O sea, una historia del amor en una vida. Presiento que la crónica de esta exposición me va a resultar muy fácil. Miro el reloj. Es la una y veinte de la tarde. Una mañana inacabable ha acompañado mi travesía del recuerdo: de los 20, de los 40. Llego tarde, pero aún a tiempo para la inauguración. Un grupo de unos 30 niños espera bullicioso en la acera mientras un par de profesoras a su cargo hablan con el guarda de seguridad en los escalones que dan a la calle. No puedo esperar mi turno y me cuelo.
—Voy a la inauguración —exhibo mi credencial de periodista.
—Es en la tercera planta.
—Ah, bien, gracias. Ya sé por dónde ir —el segurata me sigue con la mirada mientras entro en el vestíbulo y por el rabillo del ojo controlo que habla por un micro que cuelga de la pechera de su uniforme. Llego tarde. Seguro que es para avisar.
Subo por las escaleras. No tengo prisa, ajeno al pequeño barullo de los visitantes que se acumulan en el vestíbulo para coger el ascensor que les subirá a la azotea, donde les esperan Minerva, impertérrita en su cuerpo de hierro, y una vista hipnótica de la ciudad. Me he tomado mi tiempo para llegar a la exposición y la peripecia hasta aquí, en círculo, tiene algo de obra de arte, que exhibo orgulloso mientras asciendo paso a paso hacia el Olimpo, sin saberme observado.
***
Roma aguarda al principiante, agazapada en la tarde de primeros de junio. El taxi se abre paso desde Fiumicino a buen ritmo. El arrabal termina casi de repente y edificios imponentes de no más de cinco pisos empastan su color ocre contra el azul inmenso del cielo de junio, surcado por flechas oscuras que silban al volar sobre los tejados de la ciudad, de la Ciudad Eterna. El joven se retuerce en el asiento para retener los detalles del espectáculo. ¿Qué es esto? Desconoce por completo la esencia de la Roma actual, las capas de civilización sobre las que caminan sus viandantes, sus colores, sus coches, sus motos, su irrealidad que tanto le recuerda al Madrid de su infancia, con guardias urbanos de casco blanco dirigiendo lo imposible, el tráfico. Realmente nunca ha leído nada serio sobre Roma.
O quizá esas lecturas de niño sobre Julio César, esos textos breves que eran montañas inexpugnables para muchos en la clase de latín y que él ascendía con suma facilidad, momentos descriptivos de unas guerras antiguas, la de las Galias. Quizá sabe más de lo que cree, pero emerge de unos años de desconcierto, desprovistos de lecturas, canalizados por la búsqueda y la práctica del amor joven, ensayos, errores, atrevimiento, sensaciones. Eso es lo que importa y no tanto el conocimiento del mundo, que llega tamizado a través de otra vivencia, la de la música de rock, que lo acompaña todo desde que se dejó atrapar por un flautista de aspecto extraño, ¿renacentista? Por eso, llega a Roma con una idea confusa, hurgando en su memoria hasta encontrarse sentado junto a su hermano en el cine en verano, las tardes de lluvia junto al mar, viendo esas películas de romanos, de mujeres rubias y mirada perversa que decían justo lo contrario de lo que parecían pensar mientras los hombres, algo ridículos en sus túnicas y falditas cortas, se empeñaban en matarse unos a otros en conspiraciones incomprensibles. Roma al fin. ¿Por qué al fin? ¿Es que había obligación de venir? Está en Roma por trabajo. Sus compañeros dicen que es maravillosa, que te encuentras iglesias y ruinas por todas partes.
Que si el Panteón, el Foro, el Coliseo, el Vaticano, que si la Fontana de Trevi. Que si das un paso y levantas unas ruinas, que doblas cualquier esquina y se te ofrecen diez iglesias, a cual más rica y espectacular. Nadie ha hablado, sin embargo, al joven recién llegado al programa de televisión con el cual viaja ahora, sobre el atardecer en Trastevere, sobre Piazza Popolo, sobre el color ocre de sus edificios, que encontrará después por toda Italia, sobre la luz de la tarde de junio al verterse sobre la ciudad, sobre el concierto de las golondrinas al cruzar el cielo azul, el sonido que anunciaba verano en su casa familiar, sobre la belleza extrema que lo va a zarandear. Y llega a Roma enamorado. Como la primera vez. Al fin seguro de que la sensación se podía recuperar, incluso superar, que la loca correspondencia de dos amantes puede guiar el mundo, su mundo. Eso nadie lo había previsto. Cada esquina expande su alma, cada cruce indómito habitado por coches y motos que asustaría a un turista le provoca confort y una sonrisa gozosa. La visita al Vaticano con la gente del equipo se graba mejor en su cabeza que en las cintas de las cámaras.
Sentado en la noche en un banco de Piazza Popolo con un compañero, le confiesa su enorme convulsión, su enamoramiento del mundo.
—O sea, que tienes novia nueva. ¿Y cómo se llama?
—En serio, estoy abrumado, abrumado por la belleza, por la vida que hay sobre las ruinas de Roma, por la belleza salvaje de este lugar. Es una cosa detrás de otra. Palacio tras palacio, ruina tras ruina, los carabinieri atronando con sus coches lanzados por el tráfico imposible. ¿Has oído esta tarde las golondrinas?
El veterano saca ceño. Quizá es envidia. ¿Cuándo se sintió así, cuándo Roma le produjo un efecto siquiera parecido al deslumbramiento que manifiesta el joven?
—Una golondrina no hace verano. Quién sabe. Suenas muy colgado. Mañana te llevo a Piazza Navona a quitarnos de dudas.
—¿Dudas sobre qué? —el joven trata de extraer por adelantado la magia que encierra el nombre de la plaza.
—Si ha llegado el verano.
***
La exposición se ha dispuesto en tres plantas distintas. Los autores, la pareja de artistas Lena Moln, de Malmoe, en Suecia, y Lars Karlsen, de Copenhague, posan cómodos en el amplio salón de la tercera planta en la que está instalada la primera parte. Cuando llego, están sentados en un sofá, junto a un mamotreto de dos metros y medio de alto identificado con una etiqueta como “generador de nubes”. Una cortina oscura cubre su acceso, como una cabina de votación que parece comunicada con otra sala, a modo de pasadizo obligado. Nada se muestra de lo que hay dentro. Mi entrada en la sala detiene un pequeñísimo instante la voz grave y serena de Lena, que hablaba con un periodista de la radio que conozco y que es muy plasta. Consciente del micrófono, Lena reanuda su respuesta sin que casi se haya percibido su sorpresa. Pero nuestros ojos se han cruzado. La tierra se ha movido. Me sonríe ceremoniosa delante de todos, como para recibirme, el periodista tardón. Yo te conozco, Lena. Dime que te envía Ruth, que estamos a punto de dar el salto.
—He’s the last journalist we were waiting for —le sopla solícita la relaciones públicas del Círculo, Ágata—. You can now start.
Lena y Lars se ponen en pie. Es obvio que son pareja. A él le cuesta no agarrarla de la cintura. Es bastante más joven que ella. Un nuevo tipo de hippy, con pelo abundante rizado y barba, muy cuidados, y estilosos pantalones blancos, sandalias de 150 euros. Se la come con la mirada. Se vuelve ligeramente hacia el armatoste a su lado. Acerca la mano a una pantalla. Lena se dirige hacia todos, pero me mira a mí. Mientras la atención general se desvía hacia la máquina que Lars está poniendo en marcha, Lena me estrecha la mano: se produce una chispa, descarga, centella, tximista diría Ramiro. ¿Dónde estás, Ramiro? Hace tanto que no sé de ti. Aprovechamos los dos este momento para explorarnos de forma justificada, apresurada. No es Ruth disfrazada. Lena es rubia oscura, ligeramente pelirroja, treinta y muchos, uno setenta y cinco, buen pecho, pantorrillas blanquísimas asoman bajo su elegante vestido rojo, que realza la claridad de su piel. Necesito preguntarle. Pero estamos delante de todo el mundo, esto es una exposición, tiene pareja. Él es pintor, ella escultora. Los dos firman unas obras a veces cuestionadas por su calidad por la crítica. La obra me importa poco ahora mismo, la verdad. Me gustaría sentarme con ella en aquel pub de Cristiania, en Copenhague, donde Ruth me reclutó para Novella, tomarme una cerveza, dejar que hablara, porque es evidente que ella sabe quién soy yo. Y yo solo intuyo quién es ella.
—Hemos querido reflejar la naturaleza cambiante del ser humano mientras busca la luz, el amor, en la vida, un ser que llueve sin parar sobre sí mismo cada día. A la exposición se accede tras pasar por esta máquina. Ahora vamos a generar nuestra propia nube, que marcará el resto de la visita.
Lars pulsa algo en una tableta. Unos difusores mínimos desplegados desde el techo comienzan a regarnos con gotas micrométricas. La sorpresa se apodera poco a poco de todos cuando observamos en torno a cada uno de nosotros primero una especie de neblina, luego unos bordes blancos rizados, más notables en unas personas que en otras, que difuminan nuestras líneas corporales. Debe ser algún juego de campos magnéticos, de hologramas, yo que sé, pero es flipante.
—Vayan entrando por favor.
Curtidos en mil inauguraciones, los asistentes nos miramos con inquietud. Nadie se atreve a ser el primero en este estado de niebla individual repentino. Lena me hace un gesto con la mano, invitándome. Allá voy, ante la indecisión del resto. En la cámara oscura, que se muestra como un largo pasillo oscuro, tres pantallas me reciben con distintos aspectos del ciclo de la vida, del agua, ríos, nubes en evolución acelerada. Apetece tocarlas. Es muy difícil no acercar la mano. Al tacto con la pantalla, se produce una nueva lluvia. Noto cómo la niebla que me rodeaba cobra más consistencia. De algún sitio llega un viento húmedo que me empuja suavemente hacia la siguiente estancia, ajeno a todos los que vienen detrás. La nueva sala está bien iluminada. En ella otra multitud de pantallas mantiene el latido del ciclo de la vida en todas las imágenes. Pero ya aguardan las primeras obras convencionales. Un panel enorme soporta secuencias hiperrealistas con temas de infancia, en el parque, en la escuela, en la nieve, en el río con padres y hermanos, en una piscina, niño y niña jugando alejados de los mayores, una tormenta. En todas ellas, la viñeta final siempre muestra al niño con una nube envolviendo su cabeza. En el centro de la sala, seis o siete esculturas espigadas muestran al mismo niño, en un imposible encuentro entre Giacometti y el hiperrealismo, en actitud contemplativa, tendido mirando hacia arriba, con los brazos lanzados como para abrazar, acuclillado, caminando, en alerta. Todas ellas, en conjunto, transmiten sensación de evolución. Se encuentran en semicírculo, rodeando la escultura de una enorme nariz, aguileña, de madera. Está tachonada de agujeros que alojan 40 muestras de olor distintas. “Pick one, move on”.
Esta exposición es interactiva. Solo se puede escoger una experiencia olfativa. Aún rodeado de esculturas y viñetas hiperrealistas que me hacen sentir muy cómodo, escojo una: la número 20. Justo antes de olerla noto cómo de algún sitio, seguramente los difusores ocultos en el techo, vuelve a llover sobre lo que quiera que soy en ese momento. Una nube humana, un humano nebuloso. Cuando acerco la nariz a la muestra, reconozco perfectamente un olor que transformó el mundo: huele a pólvora. Es un olor acre, penetrante. Sí, el mundo avanzó, yo avancé, se me ocurre mientras una mano invisible gigante, bajo la forma de viento de tormenta, me impulsa hacia el siguiente estadio. Pero me siento rebelde, juguetón, joven. Y contravengo las reglas. Agarro una segunda esencia, la número 18. Cierro los ojos. Es la flor del azahar. Una escalera de servicio me invita a subir. Pero ya he roto las reglas. Decido probar otras esencias, acariciar las esculturas, acercarme para ver en detalle el juguete que lleva el niño en una viñeta y comprender que siempre quise volver a verlo, a tenerlo, el rostro de la niña con la que se ha apartado de los mayores. Puede que sean irreconocibles, pero según llueve más y más fuerte sobre mí y el halo blanco rizoso se acentúa, solo veo lo que veo. La esencia de pólvora me empuja, ahora sí apremiante, hacia la escalera. Al pisar el primer escalón, siento que se cierra una puerta tras de mí. Seguramente, está pensado para que los visitantes circulen. La escalera debe ser exterior o va dentro de un patio. Troneras demasiado altas para mirar a través de ellas permiten el paso de luz natural. Paneles informativos con flechas que señalan hacia arriba confirman que la exposición continúa en otra planta. Solo queda subir. Me parece que se despeja un poco la niebla que me envuelve. Por un momento, retomo consciencia de que estoy en una inauguración, no en una aventura fantástica. Emerjo a un espacio diáfano, sin ventanas, bastante bien iluminado por luz artificial. Me recibe una nueva ronda de agua en suspensión. No hay nadie más. Mejor dicho, sí, al fondo, junto a lo que podría ser la puerta de un ascensor, un guarda de seguridad en posición de vigilancia, con las piernas abiertas y las manos delante, bien agarradas y en tensión, parece preparado para recibir a quienes llegan por otra vía, el ascensor, la puerta que custodia, y no esta extraña escalera.
***
Nervios al entrar en el barco. Con toda la familia. Con el coche cargado a tope, la primera aventura familiar fuera de España. A Italia, nada menos. En apenas 18 horas, arribaréis a las costas de Ostia, el puerto de Roma, poco a poco, como se viajaba entonces, en un tiempo recreado de forma casi artificial, pues todo se hace aprisa ahora. Tienes el mando, guías, llegas con esfuerzo al camping, que se esconde en un pinar. Cuánto pino. Ya está. Mañana cogeremos el tren de cercanías. La noche anterior ha sido un hermoso crucero, bajo estrellas heridas de luna, silencio de agua oscura, rumbo al este, en cubierta con tu hijo, nacido de un embate amoroso, como nacemos todos. De entre todos, aquel inconcreto (en los siguientes, sus pechos delatarán rotundos el cambio que se avecina). De cada uno has extraído gozo, en cada uno ha habido temblor y transferencia, te has inoculado una pequeña dosis de inmortalidad que te acompañará en tus días terrenos, te has transformado en algo rotundo y mil veces más poderoso que el joven buscador que ahora ya disfruta del tesoro descubierto, que se viste de cuerpo una y otra vez. Un cuerpo que ahora paseará por la Ciudad Eterna atento tanto a las iglesias y a las ruinas como a las dos infancias absorbentes nacidas del intercambio que no cesa. Porque allí llegas con infancia revivida, regalo impensable a cambio de las noches sin sueño. Lecciones, juguetes, cabalgatas de Reyes, fiestas de cumpleaños. Excursiones, viajes, kilómetros. Ahora conduces tú, aunque ves perfectamente a tus padres en los asientos delanteros guiando, guiando, ahora comprendes, encajas en el engranaje de la vida.
Capa sobre capa, belleza sobre belleza, por dónde empezar: el Coliseo, por supuesto, las películas de romanos que aún no han visto; el Foro, qué calor, cómo pretender que restos de piedra les entretengan y no se peleen; la Plaza de España, menos mal que hay tiendas y helados, el Vaticano, Dios mío, por favor, chicos mirad bien, ahí vive el Papa, esos guardias que visten tan raro son de Suiza, esas monjas de todas las razas, qué espectáculo, es verdad, papi. Estamos en uno de los centros del Universo, qué quieres decir, os lo explico esta noche en el cámping, ahora atentos a todo porque no veréis un sitio igual.
Al entrar en la capilla Sixtina, la emoción de ver y compartir con tus hijos, que aún no sabes cuánto pueden comprender. Tú tardaste lo tuyo, ¿recuerdas? De hecho, eras bien mayor cuando viste el cielo del mundo y lo comprendiste en aquel viaje a Roma. Suficiente por hoy, de vuelta al cámping en tren. Mañana, de nuevo a por la ciudad. Jo, qué rollo tanta iglesia. Cenamos pizza, ¿vale? De vez en cuando me retraso para verlas a las dos, de la mano, por las aceras de Roma. A mi hijo no le hace tanta gracia ir agarrados. Me obliga a estar pendiente de él, del tráfico, de Roma. Esto podía no haber ocurrido. Pero aquel embate, aquel cuerpo a cuerpo, se alió con el futuro. Qué rica la pizza.
***
Durante el día, pensó en las palabras de su compañero y oteó el cielo romano a menudo, en busca de golondrinas. Le asustó un poco no verlas, como la tarde anterior. Su colega apenas tendría unos años más que él, pero parecía mucho mayor, más seguro de sí, estaba más pendiente del trabajo, sin duda más controlado. Le miraba con un ceño que él interpretó como cariño, le tomó a su cargo en esos días de estreno. La grabación en un estudio alquilado de la RAI le condujo a otra Roma: Fellini habría estado por ahí alguna vez. Y esa película tan extraña que quizá vio demasiado pronto, Roma, para entender lo que encerraba la mera palabra en la cabeza del genio. Qué es Roma, seguramente pensó. Qué es esta sensación, qué mundo había ahí fuera y ahora, de repente, se le ofrecía a la vida adulta, con un trabajo maravilloso. Pero nada de esto ocurriría sin la conexión viva y permanente con el otro ser, que ya había cuajado, que ya no le deja dudar. Cómo contar, el qué, a la vuelta de esta semana, Roma fue todo esto y tú. Entra en una tienda en Via Corso como impulsado por un resorte. Compra un pantalón para ella, negro con rayitas verdes, con tirantes. Durante largo tiempo, le encantará vérselo puesto y vérselo quitar. Ya tiene incluso un regalo para recordar mejor un viaje que es ya una extensión de la memoria. Comen varios del equipo en un restaurante económico frente al Coliseo. La tarde libre. Se dividen. Está de nuevo a solas con su mentor. La luz se declina poco a poco, como una palabra latina.
—Vamos al Panteón.
Asiente de cabeza, pero no puede ni imaginar lo que en realidad es el Panteón. No le impresionan tanto los datos que su compañero y mentor le ofrece acerca de la cúpula de hormigón sin armar más grande del mundo, que se sostiene dos mil años después de su construcción. Camina embrujado por el laberinto de calles que lo alumbra finalmente: el Panteón. Algo flota en el ambiente. Amenaza con desbordarse. Rehúsa entrar allí, sumergirse en el río de turistas. Su compañero le observa, quizá comprende, y decide seguirle. Le urge seguir caminando por esas calles, pequeñas piazzas. Se topa con un palacio que alberga, nada menos, el Senado de la República. Le parece escuchar una golondrina. Pero no la encuentra cuando alza la mirada al cielo. Su cuerpo empieza a no responder, se descontrola. Su compañero le deja marchar, como en trance, hacia la calle de detrás del palacio. Se ha convertido en un buscador de tesoros como los de los libros de aventuras que agolpan ahora toda su infancia lectora en un instante mágico de transferencia sobre una acera de Roma. Sus pasos le levantan del suelo, le empujan hacia la salida de esa callejuela en la que le han adentrado sin pedir permiso. Detrás de él, hipnotizado por el espectáculo, su compañero concede distancia para que sea el joven quien dé el paso definitivo de entrada, pero se queda lo suficientemente cerca para que escuche lo que tiene que anunciar:
—Piazza Navona.
El sonido de las palabras se asocia instantáneamente a la formidable impresión. No puede haber nada más bello que esta plaza (sí que lo habrá), todo lo que lleva visto y sentido de Roma en estos días se replica y multiplica en el instante en que una bandada de golondrinas silba gamberra para todos los viandantes, pero lo recibe como si le silbaran a él, a su cuerpo espectacular y vivo, joven y hambriento de verano, y danza en picados suicidas de un lado a otro de la plaza, de una fachada a otra, de una fuente a otra, como dejando una estela de estrellas sobre cada uno de los monumentos, confirmando que la nueva estación ha llegado a su vida.
—¡Dios mío, cuánta belleza!
Detrás de él, su compañero se conmueve, siente y le deja sentir. Sí, este tipo está muy colgado, pero tiene algo. Qué envidia. Creo que yo también estoy sintiendo como nunca la belleza. Me debes una, chaval. Bueno, creo que estamos en paz.
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Si quieres, puedes leer la continuación en Piazza Navona (parte 2: L’avventura)