UN ADIÓS AL VERANO
El verano se escapaba sin remedio. Expulsado del paraíso, el adolescente se refugió por vez primera en las nubes. Asir lo intangible, detener el instante, explicarse el mundo elevado que se anunciaba y que aquella tarde de últimos de agosto se concentraba en la primera cima inconquistable con nombre de mujer, de chica, de niña. Imposible olvidar lo que había sentido al frotar no tan inocentemente una rodilla contra su muslo bajo una mesa apenas un par de veranos antes, aún de niños. Ahora, sin entender por qué, recién regresado del primer viaje al extranjero, después de probar desayunos de tostada con alubias y huevo frito y de salir con chicos y chicas de su edad, quería frenar los días y gritar al cielo su nombre. Pero ella también había empezado a salir en pandilla, con chicos. Haría falta magia para reenganchar aquel encuentro de muslo y rodilla con el presente desbordado. El niño de posibilidades ignotas se refugió de nuevo en los misterios vaporosos del cielo. La voz de su madre lo sacó una vez más del ensueño para decirle que esa tarde de finales de agosto irían a San Juan de Luz, un plan de tíos y primos.
—¿A la playa?
—No creo. Bueno, quizá sí —su madre no era muy de playa—.
Pero aquella se ofreció como una bahía portentosa, invitadora, tan distinta a la de toda la infancia veraneada, y de agua increíblemente caliente, en donde los sentidos parecían dispararse. Al salir del mar, escrutó con ojos crecidos todo lo que pasaba sobre la arena.
De pronto, mucho antes de conocer nombres míticos de playas tropicales inmortalizadas por los cantores, se sintió parte de la epifanía del poeta y de su canción aún no escuchada: la eterna nostalgia anticipada por el amor y su encarnación en el cuerpo de una mujer. Cada chica que pasaba ante sus ojos era una preciosidad que hacía olvidar el nombre suspirado hasta escasas horas antes.

Garota en Ipanema
Rubias doradas por el verano, de ojos verdes y bikini azul turquesa, morenas de pelo rizado, también tostadas por la vacación y el mar, que caminaban graciosamente solas (como la futura garota de la canción), lejos de sus padres o sin ellos a la vista, a pesar de sus escasos trece o catorce años, alguna quizá incluso de quince, que sobrepasaban totalmente los sentidos.
Integrado en el espectáculo, a cada minuto veía más belleza, de pelo corto, largo, con bikini, pecho más que ligeramente prominente, pies magníficos y sugerentes, manos cargadas de pulseras y sortijas, unos traseros que bailaban graciosos en el aire, sostenidos por largas piernas, lisas y tostadas. Y unos ojos, y unas miradas, y unas sonrisas de coqueteo que encontraban la suya y proyectaban su autoestima por encima de las nubes.
Al regresar, rezagado hasta la exasperación de los mayores, recalcó lo rápido que se había pasado la tarde, lo bonito que era San Juan de Luz, por qué no habrían ido antes allí, qué distinta era Francia. Cada esquina que el coche dejaba atrás escondía un adiós, un suspiro, unas irreprimibles ganas de gritar por la ventanilla “¿Pero dónde estabais?” a cada mujer con la que se cruzaban, todas espléndidas, todas hermosas, todas plenas y poderosas en el despertar de su libido.

Lluvia de verano
La tarde se despidió con nubes, aunque no las vio. La noche se coló poco a poco entre los árboles marcados de blanco de la carretera que llevaba de vuelta a casa. La recién brotada nostalgia se refugió en la euforia al regresar a suelo español. Adiós a las chicas tan preciosas que se habían cruzado en su camino en territorio francés. Aquella tarde en Francia, las chicas le habían dejado claro que no necesitaban esperar a hacerse mayores para ser mujeres. Las chicas eran mujeres. Siempre lo habían sido: cuando jugaban al escondite, al frotar unas rodillas bajo una mesa, ahora que también empezaban a salir con otros chicos. El verano por fin se despidió y se llevó consigo una canción, la primera del niño que dejaba de serlo.

La primera canción
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