LA RESIDENCIA Y LOS MONTES

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Desde la residencia se ve el mundo entero, en cada anochecer, a través de los ojos gastados de cuantos salen a contemplarlo a las terrazas. La vista de esos montes verdes picudos, espléndidos, rotundos, con retazos incrustados de ciudad sobre sus laderas apenas domadas, y de la carretera que lleva al otro lado, hacia el sur, sumerge a los residentes en un sueño. Algunos rememoran a sus madres, otros al primer pecho que les deslumbró, a los primeros obstáculos que tuvieron que remontar.

IMG_1158Lo primero en que se debió fijar el arquitecto que la diseñó fue la línea del horizonte que se dibujaría para sus residentes. Que desde sus terrazas vean lo más bonito, tierra de subidas y bajadas sin fin, vestidas de naturaleza, afiladas pero amables, algo que les recuerde a la infancia, momento en que abrieron sus ojos por primera vez para contemplar, sin saberlo entonces, el más bello paisaje posible. Líneas ascendentes y descendentes de un verde brillante que dura todo el año, probablemente lo que la mayoría de ellos entendió que sería el mundo, aunque luego algunos lo recorrieran de una punta a la otra, hicieran fortuna por donde ese sol de hoy se pone y, para hacerlo, tuvieran que atravesar fabulosos parajes llanos, desérticos, selvas, páramos helados, o siguieran más allá, hasta donde comienza el día, contemplando amaneceres de un color distinto en cada lugar, anocheceres misteriosamente unificados por la magia de la tarde.

IMG_1112 (1)Los montes de enfrente, forrados de verde, línea del horizonte, elevan el espíritu, aunque muchos días se vean rodeados, acaparados por las nubes, que parecen reclamarlos para sí. Esos días, los residentes se refugian tras el cristal, pero no dejan de añorarlos. Quizá no sepan que lo que el agua deposita sobre ellos y que se estrella contra las ventanas que les protegen de la intemperie es también el espíritu de las cosas, de lo que vive más allá de la barrera de cristal, que quizá contiene restos de un momento que ellos vivieron en un lugar de la tierra y que les llega ahora en forma de correo nebuloso, como devuelto a la dirección del remitente, para que completen el puzle con el que rellenan sus días en la residencia, con el que completan su vida en la tierra.IMG_1126
Cuando llueve, el anochecer se difumina en un gris tristón que se cuela por las ventanas en sus habitaciones confortables. La tarde se crece entonces con sonidos más próximos, un coche, una motocicleta nerviosa culebreando entre tanta curva, una tele encendida en alguna sala. Es otro día más, contando a las visitas la verdad que les ha acompañado toda la vida, de la que están orgullosos. A veces, algunos se giran desde su silla de ruedas para asegurarse de que su historia llega bien a quien les empuja, que no se la lleve el viento, ese que siempre sopla al atardecer, como para barrer los restos del día. Ese mismo aire lleva sus palabras hasta los montes, los que hacen de frontera para su vista, la representación última del mundo que verán, y que esconden tras de sí el resto del paisaje que ya recorrieron. Los montes se quedan con sus palabras, con sus recuerdos, con sus sensaciones, y los devuelven embellecidos hacia la residencia, hacia sus terrazas en las que residentes y visitantes simplemente disfrutan juntos del espectáculo de la  tarde. Cada día se recorre en hasta 80 mundos, con nativos vestidos de verde, azul o blanco, según su cometido, porque todo es, a la vez, maravillosamente natural y profesional y, sin embargo, humano.

IMG_1141Ricos y pobres, todos iguales ante el espectáculo de los montes verdes de enfrente, del anochecer que recuerdan de su pueblo, aquella noche de tormenta en que se metieron en la cama con algún hermano mayor, aquel abrazo de despedida antes de marchar a la ciudad y dejarlos atrás, aquel zarpazo por el amor no solo no correspondido sino entregado a un tercero que quedó allí mientras ellos descubrían, con alborozo, que había muchos más seres en el mundo ansiosos de amor, como ellos. Seguramente se marcharon en tren, un tren que en su enfile hacia el sur apenas cuenta con un estrecho pasillo ya, casi oculta la vía por la vegetación. Han ganado la batalla los automóviles, que circulan por anchos puentes de viento y conectan con el otro lado, con el resto del país, con ese sur que a veces ignoraron, despreciaron y luego probaron para, eso sí, volver, volver al verde, a su tierra, en donde los suyos se ocuparían de ellos.IMG_0961

Amanece y anochece con rapidez. La belleza casi sobrenatural se encarga de aligerar el tiempo y la carga entre cada orto. Es la hora de la reflexión. Se acabó el tiempo de la acción. Todo lo que no se haya hecho solo vibrará ya en la imaginación, esa que tanto se desata cuando cae la tarde y se visualizan las tierras, los mares que aún ha de bañar esa luz que cae ya aquí.

Algún residente se tiene que contentar con el reflejo, porque su habitación mira hacia el norte. Pero no por ello deja de percibir la paz y la serenidad que se respira en toda la residencia. Cada día se hacen amigos, sea porque llega alguien nuevo a vestirse de azul, verde o blanco, o voluntarios de todas las edades, sea porque, al fin, se ha roto la barrera que había con alguno de ellos y se entra en su corazón. Esos mismos ángeles de colores reciben periódicamente a nuevos inquilinos. Algunos se quedarán solo un tiempo y no olvidarán su estancia, la magia triste de las tardes, compartida con quienes se quedarán allí a contemplarlas todas.IMG_1157

En la residencia, cuya arquitectura y ambientación son un homenaje a la dignidad humana, hay un rincón especial. En él se habla bajito, se respira hondo, las miradas lo dicen todo, se siente la gravedad. Se respeta, y así se aligera, la pesadumbre. Allí el Hombre, en su cima, se ocupa de su semejante con infinita suavidad. Ese Hombre también mira al atardecer y comprende que su tiempo de acción es vital para el de la reflexión de aquellos a quienes alivia. La residencia respira en silencio en ese pasillo, alimentada por toda la vida que late en sus otras alas: sillas de ruedas de motor que maniobran por descansillos y terrazas, en la cafetería, con ocupantes que quizá nunca conoceríamos por una calle, que aprietan un patito de bañera que hace “cuac-cuac”, a modo de bocina, junto a la palanca de control y que alegran con su discurso, a veces infantil, a los visitantes del pasillo silencioso que acuden a descansar, a suspirar y reconfortarse ante un menú de platos combinados y la sonrisa franca y enorme del camarero que los reconoce y saluda.

IMG_1172Día a día, la residencia despide un nuevo anochecer mirando a los montes. Desde sus camas, los internos contemplan sus vidas, reflejadas en las masas de roca y vegetación salpicadas de retazos de la ciudad más bonita del mundo. Llega el fin del día y ellos se sienten amparados por su semejante, el Hombre.

Dedicado a todo el personal de la Fundación Matía de Donostia-San Sebastián.

7 comentarios en “LA RESIDENCIA Y LOS MONTES

  1. Emocionante y digno agradecimiento al entorno, a la vida, a estar donde hay que estar cuando hay que estar sin perder el reojo y encontrar el tiempo y las palabras para compartir.
    Buen mundo este que nos regala momentos únicos como el que nos acabas de mostrar. Gracias Carlos, un millón de gracias.

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    • La residencia la hacen personas, por eso late y creo que capté ese latido. Nunca olvidaremos estas semanas de mayo. Muchas gracias a vosotros, Luisja. Qué maravillosa lección de humanidad nos llevamos cada noche, al montar en el 36.

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