Ninguna montaña de las que conquistó en su larga carrera se parece a la que tiene hoy enfrente. Ha conocido aristas que podrían afeitar la barba de un gigante, grietas que semejaban la puerta del infierno, vientos que tumbaban caballos. Y ha regresado siempre a casa, siempre un hombre nuevo, aunque, quizá, cada vez más callado, como si en cada ataque último a la cumbre, su alegría cediera un poco más a la tristeza de vivir, afilado su rostro por un sinfín de amaneceres helados en los confines del mundo.
Ni él mismo se lo cree. La aventura, esa proa a los acontecimientos con la que navegó todos los mares, ha terminado. Toda una vida de aventura, con un pie siempre en el abismo, junto a su amigo Ernesto, conquistando lo inútil una y otra vez, durante décadas, en un mundo que ya no recuerda el origen de las exploraciones, en un mundo cartografiado hasta el empalago, en el que ya no hay gran gesta pendiente y, si la hay, será transmitida impúdicamente en directo. Adiós a tantas noches cómplices en una tienda, al aullido del viento, a las lágrimas congeladas en la cima, a la ambición por la siguiente meta imposible, a la vida de aventura. Sin darse cuenta casi, se ha jugado la vida en cada expedición. Ha maldecido, sufrido, pataleado, renegado de su condición de aventurero en tantas ocasiones, envidiando la normalidad que él mismo consideró mediocre de quienes se encuentran con sus familias al cabo de la jornada. Él lo hacía en cada regreso, aliviado pero también extraño en su casa. ¿Dónde estaba su hogar? ¿Acaso no lo era esa tienda, de la que salía como un fenómeno siempre para asaltar el último tramo, el último repecho, de cada una de sus conquistas? —¿Qué tienes en los ojos cuando salimos a atacar la cima? Pareces un iluminado —le preguntaba a menudo Ernesto de vuelta en el campo base. Pero él no respondía. Solo devolvía una sonrisa triste.
Ahora, según se enfrenta a los flashes de los fotógrafos en el aeropuerto, comprende que todo eso acabó. Que su apuesta, aunque ganada, ya está amortizada. Recorre el pasillo de manos y cámaras que lo buscan. Aturdido al escuchar su nombre repetido e incapaz de responder a tantas sonrisas, se enfrenta por primera vez al otro abismo. Esta ha sido la última. ¿Qué futuro le espera? Conferencias sobre motivación en escuelas de negocios, él, que ha conquistado los catorce ochomiles; proyecciones de sus gestas en el lujoso salón de actos de la sede central de su patrocinador, él que estuvo a punto de renunciar a todo y quedarse a vivir en un monasterio a 4.000 metros de altitud, para vivir más cerca del espíritu de las montañas; también hará presentaciones en la editorial especializada, siempre vestido de naranja con logo, pendiente, aunque sin demasiado disgusto, de las cámaras. Dará paseos diarios por el barrio de la mano de su mujer, Gloria, que no lo soltará y tirará de él cuando la gente le entretenga demasiado en la calle.
Ella descansa al fin, después de tantas despedidas en el aeropuerto con el corazón encogido. Su hijo de veinte años no está seguro de que sea mejor tener a su padre en el salón a partir de ahora. Con o sin padre, la vida se ha construido. Casi era mejor cuando no estaba. Hijo de un marino, de un navegante de la aventura. Hijo único. Gloria y él tuvieron claro muy pronto que no tendrían más descendientes.
Pero en los siguientes meses, la realidad aúlla más fuerte que el viento helado. Desde su juventud rebosante, el hijo reprocha una ausencia tan gigantesca como el vacío que le rondó en las cimas. Su esposa no para de dar gracias a Dios por que todo haya terminado: entonces, ¿qué vida ha vivido mientras él subía cada vez más alto? Las charlas frente a alumnos jóvenes en los que no se reconoce le empiezan a resultar absurdas. La ambición de esos cachorros no se parece en nada a la que él tenía. Siente que su repertorio no es sincero, que las anécdotas no son entendidas, que el juego de la vida que él escogió no se puede trasladar a un aula, que el dinero que cobra es un disparate. Probablemente, le hace falta un agente que se lo explique y justifique. Y que le consiga muchas más actuaciones. Pero pronto se espaciarán sus conferencias, a las proyecciones acude cada vez menos gente, no se siente capaz de escribir o dictar una línea sobre sus gestas, perdido en el paseo de las tardes por su barrio, de la mano de una mujer a la que sonríe cada vez más ausente. Hoy, un alumno le ha preguntado por la verdadera motivación para echar toda una vida de pulso a la montaña. No encuentra respuesta, se traba. Apenas balbucea: “Ernesto”. Tentaron juntos la suerte en su segundo ascenso al K-2, hace cinco años. Y Ernesto no regresó. Fue el momento más duro. Pero él siguió subiendo ochomiles, hasta completar la lista y alterar, seguramente para siempre, el equilibrio en su hogar.
A la salida de la conferencia, coge el coche y pone rumbo a la sierra. El recuerdo de Ernesto le conduce al paisaje más conocido. Sin embargo, la vista al atardecer de esa montaña nueva le resulta extraña. Qué tienen los montes que no paran de llamarle para que los suba. Esa misma mirada que nunca se congeló contempla ahora el nuevo desafío, un peñón rocoso a apenas medio centenar de kilómetros de la capital, de su hogar. Seguro que vivaqueó en sus proximidades cuando era joven. Sin embargo hoy se le presenta nueva, distinta, como emergida la noche anterior de un cataclismo misterioso.
No reconoce la montaña, con sus formas caprichosas, el brillo dorado de la roca bañada por el sol de la tarde. Se parece mucho a algo. No es capaz de situarlo en su memoria, aunque su cabeza le dice que ya ha subido a esa peña y no estaba allí, sino junto al mar. De pronto, han volado por la borda y se hunden en ese mar las infinitas horas de preparación, la logística, los permisos, las visitas a los patrocinadores, el nerviosismo en casa según se aproxima la fecha de partida. Huele a mar, el sol cae inclinado sobre una playa con palmeras. Escucha a Ernesto, que no se ha quedado en el Karakorum para siempre, sino que está allí, junto a otro compañero de aventuras de media vida. Ambos le recuerdan, con voz joven y nerviosa, que se apure, que pronto se irán, que se acaba la vacación, la montaña les espera. Acaban su período de expatriados en Singapur después de haber ahorrado para su gran aventura, la que han planificado casi desde que eran chicos y que ahora no puede esperar.
Allí, en el extremo de Asia, han conocido a esas chicas, que también han puesto proa a sus vidas lejos de Europa y que ahora les acompañan en la última vacación en una playa tropical del Índico antes de que prueben toda su fuerza y amor propio en su camino hacia más allá de las nubes, pasando, para empezar, por la más bella y la más peligrosa de las montañas, el K-2. Para ellos va a ser el primer ocho mil, una locura por la que han trabajado en un empleo anodino durante mucho tiempo. Si culmina con éxito su aventura, sin duda podrán vivir de ello. La mitad de los que suben no regresan vivos.

Lo importante es volver, planear la próxima, conseguir sobrevivir todos, como Shackelton y sus hombres en la Antártida.
Y una máxima que se ha escuchado todas esas noches junto al mar: lo importante es volver, planear la próxima, conseguir sobrevivir todos, como Shackelton y sus hombres en la Antártida, y volver, volver a subir, una y otra vez. Esa es la aventura: medir bien para dedicar toda su vida a la aventura. Pero todos saben que la llamada del pico puede desbaratar todos los planes. Para olvidar los peligros, brindan, noche tras noche, con las jóvenes. Son tres amigas, dos españolas y una francesa. Tres para tres. Todos se han emparejado junto al mar. Su conquista se llama Cecilia y tiene tres años menos que él. También vive la vida según cree. Su gran aventura, quién sabe, está por llegar. De momento trabaja en el sector turístico y no le importa cambiar de destino cada poco. Se conocieron dos meses atrás en Singapur y se enrollaron rápido. Ella también se ha refugiado allí en pos de un trabajo bien pagado que le permita ser ella misma. Y ahora, apenas unas cuantas semanas después de conocerse, se enfrentan en una playa de Malasia a las noches estrelladas del adiós anunciado, al que se añade la magnitud del reto. Cecilia le confiesa al son de las olas que es feliz al borde del mar y que no entiende que tengan que subir tan alto para encontrarse a sí mismos.

En una de esas chocitas han formado un remedo de hogar durante esta semana, con su tejado de paja, su porche: podría ser su casa.
Para él, han sido unos días maravillosos, ni siquiera le han importado las indirectas de sus compañeros sobre su novia en España, esa con la que rompió, aunque nunca se sabe, al irse a Singapur para ahorrar para su gran aventura. Mejor que Gloria no lo sepa, por si acaso. Aunque, al fin y al cabo, él dejó claro que su vida era la aventura. Pero Cecilia es un impulso irrefrenable, un festín de vida justo cuando se acerca el ser o no ser en el macizo del Karakorum. Lo natural es estar con ella, beber de sus ojos, lamer su cuerpo, navegar por su rostro y abandonarse. En la playa en la que todos celebran la vida aún no existen esos enormes complejos hoteleros. Apenas la pueblan unas chocitas que se alquilan a occidentales. En una de ellas, han formado un remedo de hogar durante esta semana, con su tejado de paja, su porche: podría ser su casa. Incluso han hablado de volver a verse en esa misma playa, en esa misma chocita, después de la aventura. Ignoran que forman ya una pareja más allá de cualquier vínculo pasado, presente o futuro. Sus amigas lo están pasando bien con los aventureros. Ella sabe lo que viene a continuación. En sus ojos se refleja la inmensidad del Índico.
— No te vayas, déjales marchar, yo soy tu aventura, pelea por mí. Vivamos junto al mar. Aquí o en España. Míralo. Tan inmenso, tan abierto, tan azul. Yo soy ya casi tuya. Pelea ahora por mí, pelea por el amor. Las montañas siempre van a estar ahí. Pero yo no. Y tira de él para bañarse desnudos, de nuevo, al final de la playa, justo donde se alza el peñón. El último amanecer, él se levanta sin hacer ruido mientras ella duerme. Se acerca a las chocitas de sus compañeros. Se va a quedar, abandona la aventura. Sus compañeros le zarandean: estás loco, tenemos todo listo, hemos trabajado como bestias para pagar nuestra aventura, en seguida nos llegarán los patrocinadores. Y nuestras chicas, bueno, parece que se empiezan a cansar de nosotros y la tuya, seguro que también. Todos sabemos que esto es un rollo de una semana. Tenemos que coger ese avión, sin falta. Es nuestra vida, tenemos que subir la montaña. Estamos a punto de conseguirlo. No puedes fallarnos ahora. Un instante, un chispazo, una vida.
—Ahora vuelvo. Dejad que me despida.
Cecilia no está en la cama cuando vuelve. La luz de aquel amanecer sobre el peñón de la playa semeja tanto la de esta tarde en la sierra. Ella le llama desde el borde del mar y señala hacia la roca.
—Sé que te marchas. Ven, subamos una última vez juntos a la peña, a ver el mar. Sus manos se entrelazan mientras ella tira de él con suavidad. Sus pechos breves bailan al subir, bajo la camiseta. Él no ha conocido nada más bello. A treinta metros de altura, en el sendero, Cecilia se detiene.
— Míralo bien, el mar. Has conquistado mi corazón. Te aseguro que no hay montaña que lo iguale. Tus amigos te llevan para que no me escuches. Pero aún puedes quedarte conmigo y tenerme noche y día. Si te vas, me recordarás siempre, justo cuando estés a punto de llegar a la cima. Será a ellos a quien te abraces en las cumbres. Si te quedas, nos bañaremos siempre juntos en el mar.
El aventurero mira el horizonte. En todas sus aventuras futuras, su impulso final será decisivo para alcanzar la cumbre. En cada noche previa al asalto a la cima, ella se aparecerá en la tienda en su duermevela: sus ojos de sirena, el recuerdo de su cuerpo, abierto, generoso, tembloroso al recibirle una y otra vez en aquellos días junto al mar, le da una fuerza que no puede confesar a nadie, ni siquiera a Ernesto, según han ido pasado los años y las cimas. Ella ha estado allí con él, desde entonces, en todas sus conquistas, más allá de las nubes. No ha habido una sola cumbre en la que no se haya preguntado lo que hoy le perfora el cerebro. ¿Y si me hubiera quedado?
— Cecilia, tú eres mi aventura.
Cecilia brilla como un astro al abrazarlo con todas sus fuerzas. De sus ojos brota agua salada.
—¡Bañémonos! —exclama, mientras tira de él sendero abajo—. Vamos a zambullirnos. Saltemos juntos al agua desde ese repecho.
* * *
En el obituario, algún periódico insinúa que el aventurero nunca superó la muerte de su amigo en el Karakorum, unos años atrás, y que todo fue cuesta abajo en su vida desde entonces. La mayor parte de la prensa, sin embargo, respeta el duelo de la familia al informar del “accidente absurdo y desgraciado” ocurrido en la sierra al final de la tarde y glosa sus conquistas, los catorce ocho miles del planeta, además de otras múltiples hazañas. Algún tertuliano achispado de la radio comenta que rozó el cielo en vida.