A los 15 años, no te cuestionabas si la bragueta de botones de los Levis 501 era un engorro. En aquel tiempo los fans de Levis peleábamos con los de Wrangler, más anchos y con cremallera. Pero la fábrica de Wrangler ardió un mal día y dejó el partido resuelto a favor de Levis. Eso ocurrió mucho antes de la deslocalización. Ellos tenían solo una fábrica, en Estados Unidos. Y tú tenías un par. Y ya está. Es decir, tenías un único par de vaqueros. Quizá venías de usar Lois, una maravilla local que estúpidamente despreciábamos. Adolfo Domínguez y Zara aún no habían cabalgado los 80. Porque aún no habíamos cambiado de década. Pronto distinguimos entre los Levis comprados fuera, que alguien los trajera de Estados Unidos era lo más molón, con botones de color plata, que había que lavar bien antes, porque encogían, y los pre-shrunk, palabreja para nota, los ya encogidos, que tenían el botón de color cobre y molaban menos.
Los Levis (todavía no los llamábamos 501) eran modelo único y sus bolsillos con remaches metálicos marcaban aún más la diferencia. Un remache sirve para algo. Costaba entender que fuera únicamente un adorno. Los gastábamos a fondo, hasta que se rompían por las rodillas. Cortábamos los viejos para bermudas, incluso para fabricar correas de reloj vaqueras, porque así contestábamos al mundo y nos posicionábamos, palabrita que antes tampoco existía.
De la noche a la mañana, los 80 irrumpieron como un tsunami y arrasaron la costa de palmeras y bikinis vaqueros. Nos lanzamos en plancha al río de la vida y sus rápidos. Fue una travesía dura, no siempre a flote, en la que perdimos varias veces el rumbo. Cuando dimos con el bueno, en aquella noche, ella llevaba vaqueros. Cómo no mirar para ellos y su contenido. Quizá no eran Levis, no tendrían botones, pero quién se acordaba ya de aquella bragueta. Habíamos cambiado, los golpes con las rocas del río nos habían modelado.


Pero entonces ya no mirábamos hacia Estados Unidos en busca de guía, sumido en la revolución conservadora de Reagan, que no traía ya sueños de libertad. También nosotros habíamos crecido. Al final de los 80, la música de referencia, la moda a la que pensábamos que éramos impermeables, llegaba desde Londres, que convivía mucho mejor con la otra revolución conservadora, la de Thatcher.
Y una nueva religión hedonista predicaba el enésimo retorno de lo auténtico. Si estás a la última, los 501. Ahora sí, para confirmar que estábamos ahí, no los llamábamos Levis, como siempre, sino 501, five-o-ones. Porque no era solo una marca, era el producto concreto de una marca lo que marcaba una tendencia. Podíamos fardar de que ya los habíamos llevado en los 70, pero, en el fondo, tampoco tanto, por el difuso recuerdo de la adolescencia asociada a ellos con el que el presente quería poner tierra por medio. Y el presente era el interior, el contenido de los vaqueros que ella llevaba aquella noche. Y teníamos poder adquisitivo. Y podíamos comprarnos unos 501 y sentirlos como moda desde la primera madurez, aún abierta a la influencia de los sueños de futuro.
Los 90 se anunciaban felices. Olas y oleadas de moda, aceleradas por la caída del muro de Berlín y el fin de la Historia, el triunfo del capitalismo, barrieron las costas de nuestro mundo, los 501 aguantaron pero envejecieron, languidecieron en armarios que se llenaron de ropa variada, sí también vaqueros, vale. Pero de todas las formas y marcas, de todos los aires. Ya no eran los protagonistas, los objetos de nuestra devoción. Todo convivía en el gozoso presente. Incluso la llegada de los hijos y la aventura americana: vivir en Estados Unidos, conocer los outlets, comprar a lo bestia a precios de risa. ¿Cómo era posible que antes no fueran así las cosas?
Un vendaval de años y turbulencias por los descendientes, nuevos rápidos en el río que quizá ya no se esperaban (¿dónde carajo se escondían los meandros, idílico chapuzón de verano?), zarandearon la barca y modificaron de nuevo el rumbo.
¿Hacia dónde vamos?, pregunto en la mañana. El sábado aguarda entero ahí fuera y me enfundo frente al espejo en los nuevos 501, que han reaparecido de pronto en mi vida. A precio de saldo en el Costco, una bestia más del mercado salvaje en que vivimos. Quizá comprados sin demasiada conciencia, hoy, sin embargo, cada botón plateado que entra en su ojal desbroza una parte del jardín asilvestrado en que nos habíamos despertado, desconcertados, gracias a la destreza de un gesto tantísimas veces repetido. Al cerrar el último botón, los pantalones inesperados saludan desde el cuerpo. Estamos aquí. Y te sentamos muy bien. A tu presente. ¿A que sí? Ya puedes salir a lucir un poco, a que te vean, con toda esa vida que llevas dentro de ellos.