¡Dios mío, tanta belleza!
***
Abrimos la compuerta. Dimos al amor lo que esperábamos de él. Confiábamos en que manara sin límite por mero roce, por proximidad mágica a la fuente de todo, y nos agotamos en el esfuerzo. Y el amor se nos volvió del revés, en una curva, en pleno viaje, en una tienda de campaña en la que, expulsados del sueño, comprendimos el sinsentido de seguir aportando sin la correspondencia que lo vuelve mágico. Y le di la espalda, antes de que lo hiciera él, para ser yo quien amortajara la ilusión, pues de mí había nacido.
***
En aquella época, en aquel momento, te obsesionaba la curvatura de la tierra, todas las curvas, las de mi cuerpo, que observabas como pidiendo permiso. Y yo te lo daba o no. El permiso, quiero decir. Cuánto me arrepentí después, o eso te dije al menos, porque después de aquella curva, continuación de la de la tierra, de la de nuestros cuerpos, en algún lugar de una carretera cantábrica, entre camping y camping, me dejaste de querer. Al menos, de querer como habías demostrado hasta ese momento, de forma incondicional, arrobada, débil, casi enfermiza. Sí, así pensaba yo. La curva de la tierra te obsesionaba. Ir más allá. En todo. También en el amor, como entendí después. Tarde, siempre tarde, como en la canción de Aute.
—¿Ves las nubes sobre el horizonte del mar? ¿No te das cuenta de que no pueden estar tan bajas? Eso es porque están más allá de la curva que podemos ver. Colón lo tenía clarísimo. Deja que la vista se pierda en el encuentro entre el cielo y el mar. Ya verás cómo lo entiendes.
Qué pesado. Eso y tu manía de entender el cuerpo como principio de todo, como hogar de nuestras vidas. Madura. Aunque ahora he llegado a leer en alguna revista pedante que el cuerpo es el interfaz de la vida. Algo así decías tú ya entonces. Otros chicos con los que había estado no decían esas cosas. Por qué me costaría tanto aceptar la entrega ciega, absurda, sin condiciones, por qué ser el objeto de ese amor tan irreal, tan imaginado, tan soñado. Por qué no lo disfruté hasta llegar a aquella curva cantábrica en la que, de repente, te rebelaste, sentí cómo se esfumaba el encanto.
Fue poco después de atravesar Gijón, que nos pareció una mole gigantesca. Ya estaba bien, me dijiste, de relación desequilibrada. Aquella noche en blanco, arrojados a la vigilia, fue el principio del fin de nuestro tiempo juntos que, sin embargo duraría aún varios años, en que intenté dirigir la mirada más allá, siempre más allá, pero nunca encontré lo mismo que tú, lo que buscabas, y me enredé en tu amor, que había dejado de ser puro en algún punto de aquella carretera. Quizá debimos volver entonces a Madrid, como sugeriste, puesto que aquello se había terminado. Por qué cambié de opinión, por qué seguimos el viaje. Ahora ya sé que se incrustaría en mis recuerdos, que el amor se convertiría en génesis de experiencia, también de gran dolor. Ya por entonces, decías que la música brasileña te atraía. Y lo decías con timidez, porque vivíamos bajo el signo del rock, la expresión de nuestra fuerza innata de jóvenes recién escapados de la adolescencia. Y tú, ni eso. Seguías hablando de las estrellas, del universo cautivador, solo porque nos había capturado una noche en la montaña. Bueno, no una noche cualquiera, de acuerdo. Una noche grandiosa, vale, pero no entendía que te guiara siempre la vista de lo lejano. Estoy aquí, ¿te enteras? Delante de ti. Aquí y ahora. Sí, pero hemos dejado atrás esta extraña vuelta del camino.
¿Qué tiene la curva de la tierra que no posea mi cuerpo serrano, que aún no tiene veinte años? ¿No ves cómo me miran otros, no ves cómo me desean? Sí, te empeñabas en proclamar el amor único, loco, interestelar. ¿Es que acaso eso me protegía de los dardos de otros hombres como tú, tan físicos, pero menos inquietos? Yo estaba incómoda. No eras el primero, aunque después te encargaste de hacerme sentir como que sí. Aunque, en el fondo, quizá no me perdonaste mi vida anterior, mi prisa por vivir y romper cuanto antes las barreras físicas, la virginidad, sí.
Por qué se quedó todo en aquella curva cantábrica, en algún lugar entre Asturias y Galicia, en aquel verano que pudo ser el primero y el último, que quizá debió haberlo sido. En su lugar, seguimos viaje. Pero nunca fuiste igual. El tiempo o tú, o quizá la mezcla tan poderosa de ambos, me hizo sentir que nunca más volvería a ser igual, pero que la costumbre y cierta madurez nos abrirían las puertas del futuro.
De todas las cosas, ahora qué más da, siempre me quedó la curiosidad por saber por qué te atraía tanto la música brasileña, de la que hablabas sin conocer, como si se hubiera colado como un amigo de infancia que desaparece sin huella y se planta un buen día en tu vida y le dedicas más atención de la que se merecería. No había sitio en nuestra vivencia de la música para poetas enamoradizos del trópico. El rock venía de Inglaterra, de Estados Unidos. Solo para tipos duros melenudos. No imaginaba que ese tal Vinicius de Moraes acunaría tu nuevo amor. Sé que ella, la siguiente, tampoco te retuvo mucho tiempo. Yo también fui feliz después. Perdóname este pequeño arrebato. Solo he pensado en ti un instante antes de volver al olvido, ya ves qué instante, al ver cómo el día acudía al rescate de un horizonte agotado de nostalgia.
***
Me ha citado al atardecer en la Playa de Poniente. Atardecer en Poniente. Doble capa. Novella en el mar. Llego cuando la luz de la tarde acentúa su oficio y empieza a ceder su reino a la noche. El lugar es amplio. Otra enorme obra pública que estudiar en el reportaje que me han encargado: el aprovechamiento para el ocio público de una antigua zona industrial próxima al puerto. Hay gente, mucho paseante, veraneantes tardíos del Cantábrico que intuyen el paraíso, oculto, si lo está, en todo caso, tras un velo de miserias personales. Es un lugar muy amplio y abierto. Por lo menos, no será fácil que nos embosquen, aunque ya me espero cualquier cosa. Ojalá aparezca Ruth. Hace mucho que no se deja ver. A Ramiro le encontré en plena forma en Santa Mónica. Y el editor insiste en que debería formar equipo con Raquel, que se nos daría muy bien la investigación a dos bandas. Quizá. Pero tengo miedo de que no entienda algunas de mis querencias, mi obsesión por indagar en las revueltas de la memoria y en mi colaboración clandestina con Novella como fuente principal inconfesable de mis éxitos periodísticos. Aun así, me tienta. Ahora que ya no luce imagen de garçon, que se ha dejado crecer el pelo tostado, el mismo que al sol semeja a veces una ola de oro, Raquel me parece aun más mujer. Me entra un cosquilleo de pensar que podría acabar sentado en el mismo banco con ella y con Ruth en un momento clave de una investigación.
Oficialmente, estoy en Gijón para contribuir a un gran reportaje sobre urbanismo de posguerra. Entre otras peculiaridades arquitectónicas, se encuentra aquí el mayor edificio de España, la Universidad Laboral.
Llego a interesarme de verdad por los edificios Art Decó que embellecen la ciudad vertical junto al mar. Aún es verano y decido alquilar una moto para recorrer el litoral. Me lanzo a 50 por hora por la vieja carretera de la costa. Afortunadamente, apenas hay tráfico. Ese se lo llevó la nueva autovía. Por eso me permito perder la mirada en la confluencia de cielo y mar, donde las nubes parecen coquetear con el horizonte. Demasiado fácil tentación para un déjà vu. Ocurre justo después de una curva, una de las muchísimas que tiene la carretera. Me detengo en un prado, para afrontar la ilusión, y camino hasta el acantilado que da al mar. Me parece que las nubes están más bajas e insinuantes que nunca. Allí en ese punto, donde se tocan cielo y mar. Eso es porque la tierra es redonda, ¿a que sí? ¿Por qué espero una respuesta?
Me giro, pero no hay nadie a mi lado. El silencio me deja sin respiración. Solo se escucha el viento y, abajo, las olas, batiendo desde entonces. Es el presente. Estoy solo. Cubriendo un reportaje sobre arquitectura, una manifestación del deseo de perdurar, que nos ayuda a comprender el valor de los días, de un día, de un anochecer.
El déjà vu se va como llegó, sin explicación, pero me deja tocado. Qué raro resulta reincorporarse a la carretera, a la normalidad, después de algo así. Y me voy directo a la Feria de Muestras, cita fundamental del verano en esta ciudad, en donde me esperan varias personas. Sí, porque para aprovechar el viaje tengo que hacer también un reportaje sobre la convivencia de lo real y lo digital en la feria: lo auténtico, lo palpable, lo humano, que corre a raudales por la feria, la vida a través del interfaz de carne y hueso que son los cuerpos, y la inmersión digital de esa sociedad, hórreos impresos en 3D, robots que sacan al ganado a pastar y, de paso, siegan la hierba, tractores convencionales que recorren un sembrado y lo aran y fumigan y recolectan según las órdenes recibidas en su GPS, mientras los granjeros, domesticados por las subvenciones de la Unión Europea, comentan la vida desde el bar, con el móvil en la mano, controlando a los robots desde sus apps.
En los pabellones del recinto ferial, llenos de inventos para la vida doméstica, que me recuerdan vagamente a Playtime, una película de los 60 de Jacques Tati, encuentro casi por casualidad un puesto de discos. Me quedo pegado. Empiezo a rebuscar entre los cajones de CDs agrupados por décadas. Busco entre los de los 60. Una pandilla de adolescentes pasa a mi lado con sonoro regocijo.
—Mirad, ¡aún hay gente que compra discos!
—Qué pringao.
Mis ojos se detienen entre tanto maestro del rock y del blues. Es ella. No lo puedo creer: Karina. La novia de mi padre. El único atrevimiento con el otro sexo que le conocimos cuando aún poblábamos la casa familiar como una escala musical en el pentagrama. Aquella jovencísima cantante con rostro picarón de alegría, pureza e insinuación. Y rubia, tan rubia como las actrices extranjeras. Karina, grandes éxitos, Las flechas del amor, Romeo y Julieta, El baúl de los recuerdos y la maravillosa En un mundo nuevo, con la que conquistó el segundo puesto en Dublín en Eurovisión 1971. Extraigo el disco del cajón y empiezo a sacar la cartera para pagar. No doy crédito a mi suerte. Todo Karina. Para mí. Y me llaman pringao. El tipo del puesto recoge el disco, lo mete en una bolsa y añade otro después de sacarlo de otro cajón. Sobre el disco hay una nota
manuscrita. Leo mal sin gafas. El tipo me ayuda:
—Vinicius de Moraes en la Fusa. 1970. Con Toquinho, Maria Bethania y Maria Creuza. Un disco doble clave en la música brasileña —abro los ojos desmesuradamente y agarro el papel para leerlo bien, pero sigo sin gafas. El vendedor me lo quita de las manos y me dice despacio, bajando la voz y controlando a su alrededor con discreción de espía: —A las 8 en la playa de Poniente.
Sí. Media provincia pasea esta tarde viendo las maravillas del futuro y comiendo la comida del presente, que aún no ha cambiado. Por eso se llena la Feria de Muestras. El bollo preñao me llena la boca mientras lucho contra las palpitaciones. Vinicius en la Fusa fue el disco que me secuestró del rock para introducirme en el planeta de todas las músicas. Novella y la gastronomía. La vida en el filo. A las 8 en la playa de Poniente.
***
Aún calienta el sol cuando llego al gran espacio de Poniente. La ciudad me recibe con amabilidad. No me parece tan grande como aquella primera vez. Quizás porque el mundo ya no me es tan desconocido. Aún así, la gran explanada abierta junto al puerto invita a vivir, invita a amar dentro de la ciudad, a empezar pronto a compartir de a dos los atardeceres infinitos, sentarse en las terrazas a asimilar el misterio del fin del día y su magnífica expresión. Cuántos lugares, cuántos atardeceres, cuántos poetas, cuántos guitarristas se han sentado con una bebida en la mano, a observar, a conversar, a retratar, a devolver al mundo en forma de canción la belleza que nos entrega. Camino sin prisa, más pendiente de las parejas de los extraños bancos de la explanada que de algún signo de Novella. Aún no son las 8. Allá donde miro veo vida. En todos sus estadios. Los jóvenes de los bancos, las parejas maduras caminando del brazo por el paseo de diseño ultramoderno, niños que revolotean alrededor de una pelota bajo la mirada relajada de sus madres, alguna silla de ruedas con un anciano y una joven mano que la impulsa, jóvenes chicos en pandilla pendientes de chicas jóvenes alborotadas, a treinta metros de ellos, alguna familia rezagada con niños pequeños que sale de la playa cargada de palas y cubos sin pensar en cuánto habrá de quedar fijado en la memoria de los niños ese día cualquiera que se prepara para marchar, como ellos, hacia su descanso. Casi me pilla un poco a contrapié esta cita con Novella.
Después del déjà vu de esta mañana, estoy tocado. Todo me resulta tan familiar. Incluso la ciudad me habla como si hubiera vivido una segunda vida aquí. Una vida entera desde aquella curva cualquiera que marcó el rumbo del amor y del desamor cuando éramos tan aprendices. Me encantaría sentarme con un amigo en una de estas terrazas a comentar todo lo que la ciudad me está transmitiendo, mucho más que la arquitectura que he venido a reportajear. Quizá se lo pueda contar a Ramiro.
De repente, una pelota me golpea la parte de atrás de la cabeza. Me giro y veo un niño de unos diez años avergonzado, azuzado por sus amigos.
—¡No se atreve, no se atreve!
El niño se encoge y empieza a caminar muy despacio hacia mí. Yo agarro la pelota y se la ofrezco desde mi mano con una sonrisa.
Al acercarse, leo en su camiseta verde y amarilla la palabra Itapoã, un logo muy llamativo. Me resulta conocido. Le pregunto.
—¡Anda! ¿Eso que pone, Itapoã? —de repente, el verbo sacude mi consciencia. El verso, la canción, la eterna canción, Tarde en Itapoã, surgida al borde del mar.
—Es allí —señala hacia el final de paseo—. Un bar que se llama así. La camiseta me la dieron cuando fui el otro día, con mis padres. Ponían una música muy chula. Mis padres dicen que los del bar son de Brasil.
Levanto la mirada y reconozco el mismo logo Itapoã, donde la “I” es una palmera.
—Gracias, chaval. Toma —le entrego la pelota en la mano y se escapa corriendo junto a sus amigos.
Allá voy. Según me acerco a Itapoã, por el paseo de farolas de hierro al servicio de la tarde todo se vuelve del color de los recuerdos de amores no tan imaginarios que buscan a alguien que los pase al otro lado. Ramiro, Novella: ayudadme a meterme en el túnel con ellos, a llevarlos hasta el lugar donde la memoria está a salvo. El sol empieza a esconderse tras la loma, las parejas se empiezan a amar, sin besarse aún, en los bancos, las nubes se fraccionan, acariciadas por la brisa. El espectáculo del día, una vez más. Cuando llego a la terraza del Itapoã, una hermosa joven de piel de café me guía hasta una mesa con vistas abiertas al horizonte y al paseo. Sobre la mesa, dos caipiriñas y una chapela. Me siento, recorrido por el rayo del placer. Todo lo que puedo desear está ahí: La tarde, el mar, el horizonte, el poeta, el recuerdo, la belleza. Dios mío, tanta belleza. Mis ojos se desvían hacia una mujer vuelta de espaldas, sentada en otra mesa, con un perro negro, tumbado muy pacíficamente a sus pies. Su mata rizada morena esconde el secreto de su rostro, que también mira al horizonte. No es joven. Pero su figura es tremendamente atractiva. Me encantaría que se volviera. Casi puedo imaginar sus rasgos, pues creo haberlos palpado mil veces. Cierro los ojos para sentir mejor el recorrido de mis dedos por su rostro. Probablemente no es, nunca fue, como yo la imagino. Quizá ese es el secreto para que un romántico llegue indemne a una larga relación amorosa: que sea tan real que apabulle al ensueño. Y sin embargo, me resulta tan conocida.
—No lo pienses más. Quién es ella es lo de menos. Lo que importa es que ahora mismo te abrasa su belleza, instalada en esta playa, esta tarde. Hablemos de amor, Julián. Y de acción.
Ramiro ha llegado sigiloso, durante mi breve ensueño, desde la barra, donde seguramente hablaba con la chica color café, que sigue nuestro encuentro desde la puerta de cristal con el logo Itapoã, la “I” que es una palmera. Su mirada llega por entre las hojas de la palmera.
Por un instante, antes de colocarse la chapela, Ramiro deja en libertad su cráneo liso, pelado, piel blanca pero curtida, seguramente, por el aire marino de muchas travesías. Desprovisto de su tejado de felpa, aprecio mejor sus rasgos, tan genuinamente vascos.
Está muy mayor. Es la primera vez en mucho tiempo que nos sentamos tranquilos, en un lugar normal y me puedo fijar en otras cosas que mi habitual vigilancia del entorno en estos encuentros. Me parece que ha envejecido de golpe. Y Ruth, sin embargo, nunca cambia, parece siempre tan joven.
—Caramba, Ramiro. Hemos relajado la seguridad. Aquí, en una terracita junto al mar. ¡Qué diría Ruth!
Ramiro agarra su caipiriña y yo le imito. Brindamos. Sorbemos y miramos el horizonte juntos.
—¡Que cerca están las nubes del mar! —¡Qué gusto volver a escuchar su acento vasco, arrastrando las erres!—. Parece que esperan a la noche para besar el horizonte sin testigos. Igual que esa mujer, que no se volverá hacia nosotros hasta que la última luz de la tarde la proteja de nuestra conversación. Sin embargo, en los bancos, los jóvenes ya empiezan a probarse. Mira.
Una pareja de jóvenes muy rubios se sienta en la mesa de al lado. No entiendo su idioma, que suena a nórdico. Los veo al girarme para contemplar el espectáculo de los bancos, cada vez más disperso en la luz en fuga del crepúsculo, como el horizonte, como el perfil de la mujer morena, que se va convirtiendo poco a poco en silueta. No tengo claro si es otro espejismo de los que me regala el día o que estoy perdiendo vista. Desde una pequeña plataforma próxima, empieza a tocar un guitarrista. Es un tocar sincopado que, acompasado a la letra que canta una voz femenina limpia y alegre en el anochecer, insufla una inmensa nostalgia por lo vivido, la sensación de recuerdo que no sabes si es real o imaginado. Los versos llegan inmediatamente hasta el horizonte:
Y con la mirada perdida
En el encuentro de cielo y mar
Ir poco a poco sintiendo
La tierra girar
Pasar una tarde en Itapoã
Al sol que arde en Itapoã
Oyendo el mar de Itapoã
Hablar de amor en Itapoã
—Tanta belleza —me señala hacia la mujer, cuyo perro se levanta perezosamente. Luego hacia los bancos, el paseo, la orilla, la ciudad vertical detrás de nosotros, la camarera de piel color café—. Ella es de Brasil, de Bahía. Allí está la playa de Itapoã de verdad. Una playa, todas las playas. Aquí, ahora. El amor, la belleza, la poesía, el encuentro de los cuerpos, las despedidas, el recuerdo que lucha por no desvanecerse. De todo esto sabes. De mar, viento y lluvia. Y también de amor. A Novella le preocupa tu silencio. Puedes hacer más por nosotros. Necesitamos cruzar gente al otro lado. ¿Qué te ocurre?
—No consigo levantar la mirada y por eso me conformo con el recuerdo, la mitad de las veces imaginario. Solo soy un periodista de segunda que se ha metido en líos. No sé qué puedo aportar ya a Novella.
—Tú te dejas arrebatar por la belleza. Pero también eres un hombre de acción. Por eso interesas a Novella. Esta tarde lo encierra todo. La canción, la cantante, la guitarra, la playa eterna del otro lado del océano, esa mujer morena que te inspira y te atrae. Sientes la tierra girar cuando te enfrentas al horizonte y a tus recuerdos y cada día es un nuevo mundo por definir para ti.
¿Cuánto darías por que esa mujer morena fuera tuya más allá del sueño, que se abrazara a ti en las noches, una detrás de otra? ¿No merece la pena, acaso, pelear por ese sueño, por todos los sueños? Te abrasa, sí, como a mí, la belleza del mundo. Y quién sabe si ese cuerpo, esa imagen tan preciosa, junto a su perro, busca un tipo como tú. Quién dice que no te encontró hace mucho y te está esperando aquí, en esta tarde, para reencontrarse contigo. Solo piensa cómo sería tenerla siempre a tu lado y llénate de fuerzas de nuevo.
Me siento turbado, incapaz de reaccionar. No puedo quitar los ojos de la mujer, que parece prepararse para marchar, ahora que su perro se ha levantado. Se incorpora. Justo cuando se va a girar y voy a intentar adivinar su rostro, se nos abalanza la joven pareja rubia de la mesa de al lado. Por el rabillo del ojo, adivino a otra pareja que se acerca como un rayo desde uno de los bancos. En el susto, Ramiro pierde la chapela. El perro comienza a ladrar, la música se diluye en el follón. La camarera acude en nuestra ayuda. La joven pareja rubia nos apremia, extrañamente.
—Rápido. Tenéis que iros. Nos encargamos de estos que vienen del banco. Por allí llegan más. Vamos, vamos.
Desde el paseo y la playa adivinamos tres pares de personas que vienen hacia nosotros sin contemplaciones. Son cuatro hombres y dos mujeres. Llevan el sello de Kink en su caminar de bulldozer. Otros perros en la terraza se ponen a ladrar, la música se detiene, gritos y lloros de niños saturan de repente el ambiente. Es todo un follón. Empiezo a acostumbrarme. Y confieso que me gusta. Ay, las citas con Novella. La camarera se encarga de Ramiro.
—A este lo sacamos nosotros. Tú ve con la mujer.
Miro hacia ella, que ha soltado a su perro para que se una al lío. Se acerca desde la penumbra del contraluz. No veo su cara aún.
—Ven conmigo. Te esconderé en mi casa. Y de paso te enseño la ciudad —alucino con su sangre fría—. Si quieres, claro.
—Sí, quiero. ¿Eres de Novella?
—¿Novella? Yo soy de aquí.
Salimos de estampida por la explanada. Nos persiguen dos de los hombres de Kink, que se han dado cuenta de nuestra fuga. Acortan distancias. Uno de ellos se queda rezagado, enredado con el perro. El otro se detiene para ayudarle. Para cuando se zafan de él, hemos desaparecido de su vista. Escondidos en un callejón de la parte vieja, aguardamos que vuelva el resuello. De momento, el que regresa es el perro, que nos encuentra con facilidad.
—¿Se puede saber qué les has hecho a esos? ¿Te gustan los oricios?, Vamos, los erizos de mar.
—Bueno —no sé si es un momento para remilgos.
—Vamos a un sitio donde los ponen, que esos seguro que no tienen ni puta idea. Ni se les ocurrirá buscarnos ahí.
—¿Ahora?
—¿Cuándo, si no?
—Vamos.
No es nada de lo que he imaginado nunca. Me llama la atención su pequeña separación entre las paletas de los dientes, al sonreír, con todo el pelo alborotado, su nariz recta. No puedo evitar un rápido vistazo de frente al cuerpo que antes, junto a Ramiro, observé de espaldas, que sostiene a esta novedad real que acaba de irrumpir con rabiosa naturalidad en mi vida, en mi enésima huida de los hombres de Kink. No es joven. Yo tampoco. La belleza y el deseo de la tarde ahora tienen voz y sonrisa. Y desparpajo. Y personalidad. Y cuerpo, el principio de todo. En estos cinco minutos de carrera la he observado. Es decidida. Más que yo, seguramente. En este momento, la belleza por la belleza, el recuerdo, no tienen sentido. Ahora solo cuenta la acción. Y la corazonada. Aún no lo sé, pero en estos cinco minutos se puede estar gestando el futuro. En ese tiempo diminuto, nos jugamos lo absoluto. Después de los erizos, oricios o lo que sea, me refugiaré en su casa.
***************************
Atrapar la tarde, retenerla junto a una playa hasta entregarla a la noche.
****************************
Aquí tenéis la grabación original en la Fusa, con Vinicius, Toquinho y Maria Bethania y una versión de Toquinho y Gilberto Gil. pra sentir toda la tierra «rodar».
En general me ha gustado mucho, y en ciertos momentos la prosa me ha parecido de un nivel excelso.
Me gustaMe gusta
Muchas gracias por tus palabras. En este blog estamos siempre cruzando de un lado al otro.
Me gustaLe gusta a 1 persona