Cuando emprendas el camino a Ítaca/ pide que el camino sea largo,/ lleno de aventuras, lleno de experiencias.
«Viaje a Ítaca» (fragmento), de Constantino Cavafis
Tarde de verano aún en los 60. Ponen las venturas de Ulises en el cine Pequeño Casino, en la parte vieja, donde a veces vamos cuando llueve. Ese Ulises suena a importante. Se lo oigo decir a mis hermanos mayores. Pero en el periódico pone “ Clasificación: para todos los públicos, calificación moral 3”. Lo normal es calificación moral 1. Las de mayores son calificación 3. Las muy verdes son 3-R. Debe haber algún error. ¡Tienen que dejarnos! Por favor, por favor. Cinco minutos de insistencia del niño bueno. Lo conseguimos. Veremos a Ulises/Kirk Douglas, aún bajo el aspecto de mendigo, colocando la cuerda al arco y lanzando la primera flecha al más peligroso de los pretendientes de Penélope, encarnado por Anthony Quinn. Empieza la venganza. El héroe retornado de la guerra de Troya después de veinte años y mil peripecias llena su propia casa de cadáveres (¿sería por eso lo de la calificación moral 3? ¡También se llenaban de muertos las de indios y vaqueros!) antes de regresar definitivamente con su esposa y su hijo, añorados durante un periplo que nos había de servir para siempre en la Literatura como ejemplo del viaje del héroe, la Odisea. Final feliz. Sí, pero lo que importaba era todo lo anterior, toda la película, hasta llegar a Ítaca. Es verdad. Y en las demás películas también. El final era importante, pero, sin lo anterior, no tenía sentido. Salimos del cine, una vez más, inconscientes aún de ser niños, aunque quizá algo menos. ¿Realmente la calificación moral 3 era errónea? Seguramente llovía, porque solo íbamos al cine los días de lluvia.
La atmósfera húmeda a la salida, la minúscula calle mayor mojada, el bulevar, las espigadas torres de la catedral al fondo, el ayuntamiento, el parque, el paseo de la Concha, el resto del día, la semilla de la nostalgia futura en el atardecer, la vista de la bahía: el mar que conectaba a los hombres audaces, que lo navegaban sin cesar. Cuál sería ese mar de aspecto calmo, con islas de roca, no forradas de verde como la que rompía ante mis ojos la línea del horizonte. Las sirenas lo habían enloquecido, el cíclope casi los había devorado, la hechicera había convertido a sus hombres en cerdos. Al llegar a su hogar, al fin, ocultándose bajo el aspecto de un mendigo, debió pensar: al fin en casa, pero qué pena que acabe el viaje.
***
Sí, yo estuve allí. Quizá no en el lugar, pero si en el tiempo, en el tiempo universal en que se dirimía todo aquello. Ese tiempo fue mío y tuyo y de seres que se agolpaban en las calles que ahora reconocemos en fotografías. Pero yo estuve allí en cada una de esas veces, en esos cinco minutos de tiempo, puede que diez, o tres, en que se libraba el microdestino humano. Minutos cruciales, sí. Y hubo besos, y conocimiento, y sueño. Y hubo niebla de no ver un metro más allá, pero confié, como un piloto, en la capacidad de vuelo del avión, en el acto de volar. Y volé por encima de las montañas, y aterricé en valles en los que pasé largas temporadas. Pero nunca pasaba lo que imaginaba. Si siempre iba a ser así, ¿cómo sería en realidad ella, cómo sería la vida, cómo reconocer los cinco minutos que lo cambiarían todo?
***
Desde mi litera se ve el mar. Es la única de toda la compañía. Un resquicio de línea azul encajada entre blanco de paredes de cuartel. La única cama entre doscientas y me ha tocado a mí. La suerte del aventurero. Por ahí se escapa mi alma todas las mañanas, antes del toque de corneta. Mi ración de sueños, de libertad, ahora que por primera vez la vida adulta se ha presentado sin pedir permiso: la mili, el uniforme, la melena rapada, el impulso parado en seco de la edad maravillosa. Me queda esa línea azul, esa fracción de Mediterráneo por la que navegar en busca de aventuras cada día, sin darme por derrotado. Pero es tan difícil.
¿Y después de la mili? La niebla se apodera del pensamiento. Aguas calmas pero tenebrosas. El barco se aproxima a la costa, desde donde llama la aventura. No temas. Pero sí temo. Temo lo que están haciendo conmigo, con nosotros. Qué humillación a primera hora de la mañana, sin dormir después de toda la noche en el tren, en la explanada del cuartel, viendo entrar a los reclutas de paisano en un edificio y salir ya rapados, aún con sus ropas de civiles. En seguida voy yo. No quiero. Es lo que me espera para los próximos dieciocho meses. Dios mío. Dónde voy, dónde estoy, no podré con esto. La mirada se pierde más allá de la línea azul. Un suspiro. Un recuerdo. La vida antes. Y una revelación súbita. No podía seguir siendo así. Han decidido por ti. Pero tú puedes decidir a partir de ahora. Debes hacerlo. No puedes imaginar que nunca más tendrás barba ni melena. Tan importantes fueron que tú mismo les privaste el gustazo de quitártelas y te las rapaste dos días antes. No las vas a necesitar a partir de ahora. Reniegas de uniformes pero, sin saberlo, también te sacudes el del pasado inmediato.
No puedes imaginar que ya has arribado a una nueva costa, que se ofrece llena de aventuras y de conocimientos. Si la vieras de lejos, quizá reconocerías sus accidentes, algunos de ellos de asombroso parecido con tu rostro alerta, tu nariz rocosa que se abre a los vientos como la colina verde y huesuda que se adivina sobre la escollera, tus labios finos ávidos de besos, que semejan esa playa que se ofrece, que juega al amor con el mar cada seis horas desde siempre. Desembarca. Asciende por la colina, tus hombres te siguen porque te ven decidido. Quieres volver a casa, pero no la reconoces en el hogar de tus padres. Tiene que haber otro lugar. Tampoco la niebla te permite ver bien el rostro del amor. Un hombre que desea regresar a un reino que aún no ha creado, a reunirse con una mujer que aún no ha conocido y a cuyo sueño dejó para guerrear, como se espera de él. Y así lo harás. Batallarás siempre por el presente, siempre proa a la aventura. Piensas en el día que tendrás pasaporte de nuevo para viajar. ¿Acaso lo has necesitado para tomar esta nueva playa? Sin embargo, esta costa te desdibuja. No te sientes tú. Se puede ver a través de ti, de tu cuerpo fibroso y ágil. No te reconoces, atenazado por el miedo. Y sin embargo, avanzas.
Qué maga gobierna esta isla, qué fantasía intenta corromperte, sacarte de tu trayectoria. ¿Acaso podrías recorrer otra? Rebelde tardío, domado un poco más cada día por el uniforme mientras tu mente se aferra al trocito de línea azul en la mañana, antes de que suene la corneta. ¡Ojalá pase rápido el día, cargado de instrucción militar, y me despierte temprano como hoy, para continuar mi aventura sobre el horizonte. ¿Dónde estábamos? ¡Ah, sí, llegábamos a una nueva isla…!. Otro día de carreras, disciplina, de disparos, de sinsentido. Pero por la tarde, en la escuela, enseño a leer a otro recluta. Quizá no esté tan mal. Porque quiero ir a por ello, sentir la brisa en la cara, de cada amanecer. Dame muchos días, vida, porque he de ir lejos, más lejos siempre, para despegarme del fragor de esta batalla, cuya niebla me envuelve sin remedio. Por eso no puedo ver aún que el día que acabe la mili habré probado nuevas playas, nuevos besos, volveré a casa de mis padres ya a gusto, juntando fuerzas para salir de verdad a medirme con la aventura del futuro. Nada más terminar la mili, escucharé a las sirenas y me hundiré en una crisis gigantesca, descolocado de todo: cuánto queda de aquel, cuánto hay de este, qué incierto y hasta desabrido es todo. Me quedaré a gusto en la cueva de los padres un año, hasta encajar mejor en la nueva piel, que ya no es tan flexible. Y así deambularé por un mar de islas tenebrosas, intentando sin intentar, creyendo sin creer en la aventura forzosa, acosado por el vacío de haberme entregado al canto prohibido.
Y así, llegaré a una isla de otoño, abierto de par en par, sin ataduras, para crear la más grande canción, la canción de ayer. Al amanecer de esa madrugada, habré escalado la montaña, habré roto el relato universal, cíclopes, magas y sirenas empujándome a la vez a la mayor de las aventuras conocidas hasta entonces, la creación del reino que, increíblemente, dará sentido al resto de la vida. Un reino decidido en cinco minutos, cinco minutos mágicos en los que la niebla se disipa y el presente se viste de esencia. ¿Es ella? ¿Cómo saberlo en medio de la niebla? Pruebo a transportarme a un futuro en donde todo lleve su huella, quizá la mía también. ¿Cómo se expandió el universo en aquellos cinco minutos? ¿Cómo puedo saber si debo poner ya rumbo a Ítaca? ¿Tengo ya reino, tengo ya esposa? Ella es cuerpo, es actitud, es voz particular. Es una llamada del futuro justo cuando el presente se volvía interesante. Otra vez el desafío. Volveremos a vernos pronto, saldremos juntos al día, después de una nueva noche de amor y la luz de la mañana hará brillar destellos rojos en su pelo negro. ¡Dios mío, tantas señales!
Carlitos, tendrás que preguntarle a Snoopy lo que debes hacer. Y Snoopy te dice: déjalo estar y vuela. Vuela como esa gaviota que se aleja hacia el horizonte azul del Pacífico después de arrojar su bomba de excrementos sobre ti para despertarte del ensueño en el muelle de Santa Mónica, desde un presente-futuro tan lejano a aquella noche que da vértigo.
Recibes la mirada compasiva de los turistas de al lado, una familia, aliviada también, pues no les ha caído a ellos. Y sonríes sin problema. Porque en tu interior suena la canción de ayer. Recuerdas aquella madrugada en esta mañana junto al Pacífico, una aventura que arrancó a la salida de un cine que miraba al mar Cantábrico y mantuvo vivo a un soñador enjaulado que se evadía antes del toque de corneta al borde del Mediterráneo. Lo recuerdas todo mientras te extasías, una vez más, ante la línea del horizonte del otro lado del mundo, en el otro lado de la vida. Sonríes al día, que ya está avanzado, al futuro siempre incierto, a la gaviota que te devuelve a este presente gozoso. Aunque algo te dice que debes tener cuidado entre tanto turista, entre tanto americano.
***
Hace tiempo que el editor no me enviaba a cubrir algo fuera. Creo que le dieron algún toque desde Interior. La Normal quedó en ridículo después del episodio de Etiopía, hace ya un año. Ahora que ha pasado un plazo prudencial, me pide que vuele a Los Ángeles, a hacer un reportaje sobre Retflix, el gran agitador de la ciudad de los sueños, el héroe que desafía a los grandes estudios para componer la nueva Odisea. Un dios nuevo, joven, apuesto y guerrero, la nueva criatura del Olimpo, a quien todos aclaman ya. Su solo nombre, Retflix, evoca el vértigo previo al combate entre los viejos zorros de Hollywood. Mi editor quiere saber todo sobre este caballo de Troya, qué puede pasar cuando se ficha a los grandes creativos a golpe de talón para que escriban otro discurso oficial de las cosas desde el audiovisual y el entretenimiento.
En un primer momento, me asusto: en su día, al editor no le bastó Kink, Palo Alto, Central Park Txiki, toda la carga de disrupción exportada salvajemente desde la metrópoli al resto del mundo. Ahora quiere que me zambulla en Retflix. ¿No hay riesgos? Acuérdate de lo que pasó después de Central Park Txiki, le digo. No hay día que suba al monte que no me lleve algún susto. Se descuelga con que allí estaré más protegido que en los montes de por aquí, en donde ya he librado varias celadas.
—Podrías regresar a Central Park Txiki y volver a ver a Kink después de entrevistar al jefazo de Retflix en Los Ángeles. Estarías más seguro allí que aquí. Con todo el ruido, Kink no podría hacerte nada. Pero realmente, lo que me interesa es un viaje al interior de la bestia en Los Ángeles. Allí los escritores no se sienten sacerdotes sino dioses de la creación. Escriben para formatos audiovisuales, algunos de ellos sublimes. Pero lo hacen por encargo, amparados en el Olimpo que entre todos les pagamos mientras les negamos la misma gloria a nuestros escritores locales, que aún compiten en la liga de las envidias y los cenáculos, cuando a aquellos se los disputan como aquí a los futbolistas.
Creadores criados en el salvaje mundo libre, arrebatados a golpe de talón: ¿Es Retflix el puntal de una nueva revolución? —mi editor desborda curiosidad e inteligencia. Me pregunto cómo lo consigue después de tantos años en un mismo puesto.
Lo pillo al vuelo. Si la gente descontenta en un mundo feliz ha cambiado la lectura por el visionado incontenido de series de televisión, si la inteligencia artificial se asoma a nuestras vidas, si las compañías multinacionales de gran nombre con base en algún lugar entre Nueva York y Palo Alto se cuelan en nuestras vidas y encima decimos “me gusta” , entonces, el editor quiere ofrecer un gran reportaje sobre el nuevo Mundo Feliz que asoma, en el que el soma (¡qué fino, él!) penetra en nuestro sistema nervioso central a través de una pantalla y la interactividad. Quiere saber cómo los dioses del Olimpo Digital modelan ahora el viaje del héroe por los nuevos mares, cómo cautivan las sirenas interactivas al espectador que está solo, compartiendo las más de las veces su privacidad no con personas sino con la gran compañía de la que todos hablan, que se ha convertido en el gran canal de televisión mundial y que, seguramente, además de hacer negocio, está tallando un nuevo modelo narrativo del viaje del héroe, atento al Big Data. Vaya temas busca el jefe.
Tema bonito, pero me entra el vértigo, apalancado en los últimos tiempos en una languidez impropia de un reportero, en plena metamorfosis hacia quién sabe qué, tocado a la vez por el susto y el reto, crisálida indefensa cuando se suponía que debería estar cruzando a gente en peligro hasta el otro lado seguro del mundo libre.
Le digo que no estoy en forma, despierto, que me encuentro amordazado en mi propio capullo, alargando la metamorfosis por sobredosis de presente, de batalla.
Su silencio perfora mi primera defensa. Cuando habla, lo está haciendo ya al reportero pasional.
—Sé cómo estás. Por eso te envío. Me la juego…a medias. Nunca me has fallado. Tráeme algo bueno. Y visita Santa Mónica por mí. Pero hazlo de mañana. En la tarde, se han avistado sirenas. O quizá serían leones marinos. Quién sabe.
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—Creo que es Vd. amigo del señor Kink. Algo más que un amigo, según me cuentan — el jefazo de Retflix, Roy Phoenix, desprende empatía a chorros. Tengo la sensación de que habla desde dentro de mi cabeza—. Espero que no le esté ayudando a ganar la carrera de la realidad virtual. Nuestra compañía es mucho más auténtica. Los dos buscamos la felicidad de nuestros clientes, pero nosotros queremos hacerlo mediante grandes historias en las que se vean retratados, que hablen sobre ellas, que las hagan suyas de verdad, que las intercambien y así se transformen de mil maneras al ser recordadas en las conversaciones que generan. Es como una nueva Odisea de proporciones ilimitadas para viajar por el día, cada día, el mar de nuestra aventura — sin duda, se ha informado acerca de mí. Me habla como si le hubieran pasado un informe de mis últimos años, dentro y fuera de las redes sociales. Aún así, mi pregunta siguiente lo deja algo descolocado.
—¿Cuál es su referencia: Homero o Wall Street?
La milésima de segundo que tarda en contestar es suficiente para mí:
—Homero, por supuesto, qué gran honor. Hemos arrebatado a los estudios el monopolio del discurso cultural americano. Colmamos de felicidad a nuestros clientes de todo el mundo con producciones de todo el mundo, no solo de aquí. El viaje del héroe ya no es tan arquetípico. Somos el único canal que llega a todo el mundo sin intermediarios, con total naturalidad. El lenguaje de las nuevas series de televisión, que enamora a todos nuestros clientes, cruza fronteras. Pero conecta con cada persona de manera única. Y nosotros les queremos ayudar a ser más felices. Kink lo está trabajando para su máquina de la felicidad. Nosotros ofrecemos la aventura sin par del entretenimiento a la carta para sentirte tu propio Ulises incluso en el camino de vuelta a casa en el autobús.
Qué poco ha tardado en mencionarlo. Supongo que le he guiado hasta allí. Es el objeto de mi entrevista, de mi viaje a Los Ángeles. Pero me extraña que haya mordido tan pronto. El Gran Jefe no disimula su ambición de Doctor No: poseer el mundo. Extraño. Sin duda es parte de su estrategia de márketing. Todos hablamos de Retflix, somos el medio y el receptor. La prensa hace cola para conocer lo que tiene en la cabeza este tipo, Roy Phoenix. Y han dado prioridad a nuestra petición de entrevista, de reportaje sobre la nueva forma de contar el presente del siglo XXI, un desafío en toda regla al periodismo. Algo me dice que Kink ha influido. Quizá quiera tenerme cerca para echar la zarpa, o quizá simplemente le viene bien que se hable de su máquina, aunque sea por boca de otros. La entrevista termina rápido. El recorrido por las instalaciones me pone en guardia. Demasiado parecido a Central Park Txiki. Ahora me llevan a conocer a la mujer que diseña la estrategia para desmontar el mundo establecido por los grandes estudios que ahora se reestructuran y se fusionan a la desesperada. La estrategia es clara: comprar derechos y, de paso, voluntades. Que todos los productores del mundo quieran producir para ellos, que adopten su narrativa. De esto último se encarga el mercado. Casi seis mil millones de dólares todos los años en producto audiovisual, gastados por un tipo que habla de felicidad. Hummm. Sospechoso. El discurso de la felicidad me tiene mosqueado. Yo la busqué, y la encontré en las playas en las que desembarqué, creo, y no es el antídoto para la mordedura de sirena. Son cosas distintas. A mi capullo de crisálida, solo llega la luz del atardecer.
La entrevista con ella, Mena Atkinson, en un lugar abierto al sol abrasador de California, me pone en guardia. Su sonrisa medida, su soltura, la frecuencia con que menciona las palabras felicidad y clientes me inquietan, aunque oculto mi resquemor en las notas que escribo con avidez en la libreta. Es una persona ambiciosa, que ha diseñado una política de rotación interna casi inhumana entre la plantilla de gente joven y sin prejuicios sobre las consecuencias de la nueva revolución. Ellos la ejecutan. Serán beneficiarios de la brutal transformación. A cambio, que nadie se duerma en su puesto y que acuda a la batalla bien despierto. El nuevo mundo feliz se está escribiendo a zarpazos de capital e innovación. El siguiente paso es una visita al centro tecnológico, en donde me recibe un ingeniero de mirada azul, pelo rubio y mandíbula rotunda. Está esperando a salir para pillar unas olas al atardecer en una playa cercana. Claro. Un surfista a tiempo parcial. El sueño americano, versión 5.0. Me interesa poco lo que me cuenta, aunque tengo que atender bien: la ingeniería es clave para que la maravilla de la felicidad llegue a las pantallas sin generar frustraciones en el usuario. Cada vez existe menos tolerancia a la frustración. Y ellos pueden obrar milagros. A la salida me espera una mujer joven, morena, proporcionada, de mediana edad. Es de Relaciones Públicas.
—Me llamo Ruth. Soy latina —está muy pendiente de mi reacción cuando pronuncia su nombre. No me altero—. Los latinos somos un 30 por siento de la plantilla. Hemos terminado por hoy. Mañana entrevistará a nuestro jefe de Análisis. Es un mexicano muy amable. Puede que lo conozca. Vivió antes en España. Se llama Rolando. Él le explicará cómo adaptamos los contenidos a las expectativas de nuestros clientes. Ellos nos dicen realmente lo que quieren. Lo sabemos gracias a los millones de respuestas que generan cada día. Nuestro negocio es infalible. Damos a la gente lo que quiere porque, previamente, hemos analizado lo que les gusta. Esa es la verdadera revolución. Nadie hasta ahora había llegado tan lejos.
En la nueva temporada de “Alucinante”, los niños protagonistas encuentran una película de aventuras y juegan a proyectarla en una fábrica abandonada, como si fuera un viejo cine, algo que no han conocido. Le invito a verlo con el grupo de control. Vamos a evaluarlo hoy en nuestra sala de pruebas. Verá cómo los espectadores pulsan distintos botones mientras lo visionan. Es una información clave para conocer las respuestas emocionales ante cada minuto de metraje.
Al final, he echado casi todo el día entre citas, visita a instalaciones, esperas y, ahora, el visionado. Aprieto botones yo también, como parte del reportaje. Hay un momento en que mi corazón casi se para. Estaba a oscuras en un cine que reconocía: era el Pequeño Casino. Me siento transportado a la infancia, junto con el resto de aventuras de esos niños, que se asoman a la vida.
Hay un mar. Veo a Kirk Douglas gritar que le liberen del mástil para seguir con las sirenas su viaje de regreso a Ítaca. Quiero gritar y levantarme yo también. Me lo impiden los mandos del asiento, que parecen agarrarme las manos. A la salida, la joven Ruth me interpela con la mirada.
—Mañana seguiremos.
—Muy interesante —no consigo que mi voz suene normal—. Y ahora, podría pedirme un taxi? Tengo que ir al muelle de Santa Mónica.
—Claro, suponíamos que querría hacer un poco de turismo. Le llamo un Uber ahora mismo. Cortesía de Retflix. Hasta mañana.
***
La cagada de la gaviota en el muelle de Santa Mónica me ha despertado del letargo. Llevaba al menos media hora sentado en un banco al final, contemplando a los pescadores, con sus cañas. Me apetecía abordarles, preguntarles por el aparejo, la pesca, por el horizonte, que me tenía embobado. En cuanto he sentido el impacto mojado sobre el hombro he reparado en la familia americana situada a izquierda y derecha del banco. Uno de los pescadores me ha hecho un gesto, ofreciéndome un trapo para limpiarme. Me he levantado hacia él y el padre de la familia me ha ofrecido un rollo de papel, mientras bloqueaba mi paso. El pescador me ha señalado un rincón en otro nivel del malecón. Allí, otro pescador, apoyado en la barandilla y tocado con una boina, se ha girado para cruzar la mirada conmigo. Con un leve gesto de cara ha señalado la Montaña Rusa del pequeño parque de atracciones contiguo. Tiempo de aventura. Hacia allí me encamino, agarrando al vuelo el trapo que me ofrece el pescador mexicano.
—Ándele. Ramiro lo espera. Con cuidado, pues.
—¿En la montaña rusa?
El pescador recoge apresuradamente su aparejo y jalea una gran captura al otro lado del sedal. Consigue la atención de todos los turistas.
—Es una sirena, seguro. It is a siren! —los viandantes se aglomeran y preparan sus móviles entre gritos de padres y niños.
Ramiro por fin. Después de tanto tiempo. Novella otra vez. Quizá también esté Ruth, quizá sea la sirena avistada hace unos días. Es más de media tarde. El sol ya ha teñido el día de nostalgia. Podría ocurrir. Me acerco a la cabina. Ahí está Ramiro, sentado en el asiento delantero de un carro de color rojo y amarillo. Me invita a subir. Nada más hacerlo, notamos la tracción de la gran cadena bajo nuestros pies. Nada choca en esta gran tierra americana, ni siquiera una boina de Tolosa presidiendo un rostro inequívocamente vasco en una montaña rusa inequívocamente californiana, al borde del mar. Ramiro me recuerda a aquel conductor impertérrito de la Montaña Suiza del parque de atracciones de Monte Igueldo, en San Sebastián. El carro asciende, vemos la playa, el mar, un Pacífico inmenso allí, como la vida que dejamos atrás, como la que dejaremos algún día. La línea del mar, primer sueño de aventura del chaval que ahora se prepara para una nueva transformación.
—Rompe moldes, Julián. Toda tu vida has ido de frente a por la aventura. Y tienes un reino esperándote. Sí lo tienes. Al fin lo tienes. No tengas prisa para regresar a él. Que los días sean largos, que sean muchas las madrugadas. Recuerda aquel joven que imaginaste de guardia en ese mismo cuartel junto al mar escuchando una madrugada por radio la noticia de la muerte de Franco, la semilla de viaje que se plantó aquella noche en que él soñaba con ser abogado y contribuir en la construcción de una España mejor, una vez desaparecido el dictador. Aquel relato se llamó Viaje a Ítaca. ¿Lo recuerdas? Lo contaba el fusil animado que tenía en sus manos. Lo escribiste tú. Descubrir mundos llenos de aventuras y de conocimiento, como decía aquel poema de Cavafis.
El ascenso termina. Ramiro se quita la boina y la agarra con la mano para que no se le vuele con el viento en la cara. Ahora el carro se echa en manos de la gravedad. Nosotros también. Todo ha sido tan vertiginoso. Hemos contado las primaveras por decenas, hemos salpicado nuestros cuerpos de gozo y pasión, hemos llorado las partidas sin retorno. Y ahora, el joven ensaya de nuevo la crisálida, en un descanso de aventura. Es parte del viaje. Ramiro empuja. Novella quiere que salga cuanto antes la nueva mariposa. Sabe que hay mucha gente interesada en ella. Para empezar, esa supuesta familia americana de cuatro miembros que intentó limpiar la cagada de la gaviota y que espera, colocados sus miembros estratégicamente junto a la cabina de mando de la Montaña Rusa. Entiendo, Ramiro. Pero esta vez me pilla más débil, el Pacífico mira al oeste. Yo querría volver a nuestro mar, mirar hacia Estambul, empezar de nuevo otra vez.
—La aventura sigue, chaval. Queremos ver a la mariposa volar de nuevo, de flor en flor. Eres un cachito de nuestra primavera. Enfila hacia el mar. Sur, este u oeste. Sigue navegando.
El carro se va frenando. Se nos aproximan los miembros de la familia. Ya me siento atrapado en mi capullo cuando todos los pescadores mexicanos se ponen a gritar a una que su compañero ha pescado una sirena.
—Vengan todos, Come and see. ¡Es una sirena de verdad, está atrapada entre los pilares!
Un revuelo así solo puede ocurrir aquí, en la ciudad de los sueños. Todo el parque se revoluciona. La megafonía pide calma. Aprovechamos el barullo para bajar del carro, donde nos espera una mujer de voz preciosa y potente y ojos muy pintados. Es la misma que conocí hace unos meses en la montaña blanca, ahora al borde del mar.
—Vení conmigo, joven.
Nos escabullimos por unas escaleras de emergencia que llevan hasta los pilotes. Allí, una lancha neumática cabecea peligrosamente entre columnas. Hay dos mexicanos a bordo. Creo reconocerlos de entre los pescadores del muelle.
—No más sube. Tenés que zarpar de nuevo. Hacia nuevas islas. El mundo es enorme. Tanto aún por recorrer.
Miro hacia el horizonte con cierto desmayo. Estoy cansado. Añoro Ítaca. No veo más que un océano infinito enfrente, dorándose al sol del atardecer.
—Átenle al asiento —la Voz es inapelable. Los mexicanos me agarran de las manos, me sientan, con suavidad me sujetan—. Hay sirenas cerca —y señala el barullo que se ha montado en el muelle por los gritos del pescador. Me parece ver una gran cola batir el agua bajo los pilotes. Podría ser un león marino. O no. Dejo de escuchar el barullo, también el sonido del motor de la lancha, que se aleja a toda velocidad del malecón, hacia una embarcación algo mayor que aguarda frente a la playa, a la que me transfieren. Los marineros, todos mexicanos, miran fijamente al horizonte y no hablan mientras la tarde entera invita con voz misteriosa a volver a casa, a descansar por fin.
—¿Qué rumbo ponemos, patrón? —esa voz es para mí. No sé cuánto tiempo hemos navegado solos hacia el horizonte.
—¡Hacia la próxima isla, pendejos! —grito contra el viento.
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Muchas gracias a Cristina por su foto tan inspiradora.
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Puedes leer el poema completo de Cavafis aquí:
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Y puedes escuchar la maravillosa música que le puso Lluis Llach en 1975 aquí. Son 15 minutos inolvidables. Los asocio en el tiempo con la muerte de Franco. Viatge a Itaca fue considerado uno de los discos del año en Onda 2, la radio enrollada que escuchaba entonces, con 16 añitos. Aquí tienes información sobre el álbum y más abajo puedes escuchar la cara A completa.
http://www.lluisllach.cat/espanol/albums_06.htm