De repente, en el aparcamiento del puerto, reconozco los ojos pintados de la mujer argentina, sí, la de la voz envolvente. Viene sola. Su amiga no está con ella. Surgen de la semioscuridad del atardecer al volante de su coche. Me pilla agotado, recomponiéndome aún del susto de allá arriba. Hace unas horas, coincidimos en la cima. Eran dos mujeres, pero la única que hablaba era ella. Sin parar: de los montes del fondo, de la increíble subida, del macizo de enfrente, tan majestuoso, que le recordaba tanto a una montaña donde fue con su primer novio.
—Echo de menos Bariloche, che. Qué hermosura, esa montaña, viste, esa de enfrente. Debe ser formidable de noche allá arriba, entre aquellas paredes. Tenemos que ir ashá, Magda, a conocerla, a subirla. Pero mejor esperamos unos meses, en primavera, ¿querés?
Su compañera de ascensión se mantiene embozada, quizá para defenderse del viento, quizá para esconder su identidad, quizá recuperando la respiración. La subida ha sido dura. ¿Quién puede tener ganas de subir a otra montaña nada más llegar a la cima de una? Solo una montañera. Asiente con convicción. Hemos coincidido una decena de montañeros en la cumbre. Llama la atención su voz argentina, tan bien modulada. Podría ser cantante o locutora. La proyecta lejos de sí. Todos escuchamos embobados su chorro poderoso y emocionado. No le falta el oxígeno, y eso que la subida ha sido muy exigente en el hielo de este invierno.
—¿Nos hacés una foto? —soy yo el interpelado. Agarro su móvil con mis manos heladas. Les dirijo para que posen con el macizo de enfrente como fondo. Es lo que quieren y el sol lo permite. Miro la pantalla para encuadrar. Las dos mujeres abrazadas, a la izquierda. El macizo nevado, impresionante, a la derecha. Cuando estoy a punto de disparar, una palabra se sobreimpresiona en la imagen: “RECUERDA”. Me acerco el móvil a la vista para desactivar lo que sea que ha saltado, mientras ellas siguen posando.
—Perdonad, es que ha pasado algo, no sé, me ha saltado aquí una palabra….
—¡Nooo, está bien, chico! —su voz poderosa es, además, risueña—. Es una aplicación. Cada vez que hacés una foto te sugiere algo importante que hacer, algo relacionado con el objeto de la fotografía.
Levanto las cejas entre curioso y sorprendido. El objeto de la foto son ellas dos y el macizo de enfrente.
—A ver…déjame probar.
Pruebo a enfocar a una pareja de montañeros jóvenes de aspecto extranjero. Ella es pelirroja. Él, moreno, muy fuerte. Subían detrás de nuestro grupo. Los hemos tenido siempre a cola, a cierta distancia. Se alteran mucho al ver que dirijo la cámara hacia ellos. Miro la pantalla: “¡CUIDADO!” La palabra advierte sobre un peligro indeterminado en el objeto de la fotografía. ¡Menuda aplicación! Les hago un gesto amigable: no pasa nada, no he hecho la foto. Pero sí la he hecho. Ellos aflojan la tensión corporal. De repente, me siento seguro entre la decena de montañeros de la cumbre.
—¿Viste lo que te dije? ¿No es increíble? —otra vez la voz risueña del sur, del mundo austral, capta mi atención—. Vamos, chico, vamos a quedarnos congeladas acá, ¿no es cierto, Magda? Vamos, hacé la foto y cumplí a la vez lo que te manda la aplicación. Dispará muchas que vamos a jugar un rato y así te da tiempo para hacer lo que te haya mandado.
Disparo una y otra y otra vez. Se sobreimpone constantemente la instrucción de antes: “RECUERDA”. Ellas se mueven. Cambian de pose, se abrazan, se separan, se tocan, levantan una pierna, la otra, se sitúan a uno y otro lado de la cumbre de enfrente, tan nevada, tan hermosa, señalándola siempre como centro de atención de la foto. Los ojos de Magda me recuerdan a alguien. Me apetecería que se descubriera el rostro. Pero eso no va a ocurrir. Magda está bien así. Solo los ojos y una orden: “RECUERDA”.
—Qué lindas las fotos, muchas gracias. Hermosa montaña aquella, ¿verdad? —nos giramos a la vez para observar el macizo. Su voz de gloria y la palabra “verdad” vestida de acento platense quedan suspendidas en el viento.
—Tienes una voz muy bonita —no sé si llego a decirlo o solo me lo imagino, hipnotizado por el momento.
—Cuidado en el descenso. Hay muchos peligros. No te despistés, ¿eh? —señala con disimulo hacia la pareja de montañeros jóvenes que fotografié antes, mientras probaba la aplicación.
—Voy bien acompañado —hago un gesto hacia mis amigos, que sonríen y nos ofrecen bocata, apalancados en el único trozo de roca de la cima limpio de nieve.
—Eso se ve. ¡Chau!
***
Has encontrado la voz, tarde, muy tarde, pero ahí está. Y pensar que solo bastaba entender y aceptar. Entender que la voz, portadora de la palabra, tiene sus rangos, sus límites, sus caprichos, sus fortalezas. Aceptar que no se le puede llevar, como a ninguna otra cosa a buen puerto en contra de su voluntad. Ya tenías la palabra, la compañía de la música. Ahora sacarás a pasear la voz. Gran esfuerzo, gran sorpresa, todo en un día de cumbres e infiernos. Ascenso helado para alcanzar la cima del recuerdo.
***
Dos montañas, frente a frente. Y un valle en medio. Millones de años bajo el sol y las estrellas. Se miran sin desafiarse, se comunican, juguetonas. Se llenan de hielo y vegetación, se dejan pulir en la danza del tiempo. Se visten y desvisten de blanco, verde y gris. Esperan. Se amoldan. Se guiñan, cómplices. Ahora. Es el momento. Ahí enfrente, el macizo de Peñalara. Con las paredes blancas y las lagunas heladas. Encajadas entre prados nevados y riscos, la laguna de los Pájaros y la de los Claveles. A lo lejos unos montes de ensueño, la sierra de Ayllón, inalcanzables, unas noches frías y estrelladas. Así, año tras año, las montañas se miran de día y de noche. La Osa Mayor gira en el universo. No, todo gira, y lo notas porque sigues a la Osa Mayor. Sabes que siempre la reconocerás a partir de ahora, que acompañará tus días, que siempre que mires hacia arriba tu referencia será la Osa gigante. No Orión, Arturo, Casiopea, Andrómeda, Perseo ni ninguna otra constelación de nombre rimbombante. Desde entonces, cada vez que mires al cielo en las noches, buscarás primero la Osa Mayor y la Estrella Polar, rabito de la Menor, sí, esa que hace de pivote del universo, que se agarra a la ilusión del Norte cuando todo el cielo gira y gira, menos ella. Cuántos años sin mirar hacia arriba, cuesta tanto bucear ahora en las estrellas.
Sí, pero el tiempo estelar se rompe: ahora la voz quiere cantar historias de estrellas y humanos. Imaginas a un cometa que recorre sin parar los confines de su universo. Después de tanto ir y venir se ha enamorado de una estrella y solo piensa en el momento de regresar a su órbita, a la que llegó una vez. Su máxima aspiración es que derrita su hielo, fundirse con ella, que ella estalle cuando él está cerca. Qué bonita canción se podría cantar sobre ellos, mirando al cielo, en una noche de verano. Pero, ¿dónde estaba tu voz? Tan ocupada siempre en la memoria, estaba dentro de ti, cantando los latidos del mundo, pero no la dejabas salir, quizá porque te atenazaba el presente tan guerrero, tan hostil que apila la materia vivida en la montaña desordenada que más tarde se convierte en recuerdo. Quizá ahora, que dices haber encontrado tu voz en este presente a la vez incierto (¿no lo fue siempre?) y gozoso, tengas algo que contarnos. Sí. ¿Acaso no subiste el otro día a la montaña, a la otra montaña? Vamos, cuéntanos la vista desde la cima, con tu voz.
***
Entre las dos montañas, hoy, toda la vida recorrida. Majestuosa la de enfrente, hollada en sus riscos y angosturas por piernas jóvenes aquella primera vez, retornada en tantos momentos después. Regresé muchas veces y, siempre que volvía, me encaramaba al cerro anterior a las lagunas más altas a otear la sierra del fondo, aquella que invitaba a soñar con las montañas que vendrían.
Como aquella primera vez, cuando descansamos un momento al coronar el promontorio que abría la vista a lo lejos, a escuchar la música que ella había traído: Vivaldi en cassette. El futuro, literalmente, se dibujaba en la línea del horizonte, en aquellos picos lejanos, no la montaña que subíamos entonces, que desbordaba un presente rico y prometedor. Aquellos montes del fondo, que tan próximos y hermanos me son ahora, se ofrecían como invitación al porvenir, deseados, inalcanzables, misteriosos en la épica de esos días. Desear ir, desear subir antes de hacerlo. Ahí empezaba el viaje. Algún día subiríamos esos otros picos. Y comprenderíamos que el futuro estaba en los nuevos que quedaran a la vista desde allí. No pararé y, si así lo hago, el fin de la vida me pillará siempre entre el recuerdo de una cima y el deseo de la siguiente. Sí, después de esta montaña mágica en la que aún no sé si descubriré el amor, debería haber más.
Por qué es tan hermoso este prado, estas breves lagunas de los Claveles, esta pared de granito a nuestras espaldas, la vista del día que se funde en la noche más que fresca y el espectáculo del cielo en el otoño recién estrenado. Me encontraba en aquel día, en aquellos días, en aquellas noches, con las mismas personas que ahora suben conmigo a la otra montaña, en el presente, toda una vida después. Esta cumbre de hoy aporta la certeza incontestable de todo lo vivido. Ellos estuvieron allí también, aquella primera vez. Ya eran novios. Y desaparecieron un rato cuando anochecía, después de pinchar las tiendas, a buscar la laguna de los Pájaros. Nos dejaron solos.
—Eso que se ve es la Osa Mayor, el Carro. ¿Lo distingues? Ahí, esa especie de trapecio, como un rectángulo, con cola.
—Sí, claro, lo veo. ¡Hay millones de estrellas! —mi voz viajaba hacia la noche infinita.
—¡Qué frío!
—Sí.
—Y se mueve. El cielo gira. ¿Quieres que lo comprobemos?
—¿Es el cielo o somos nosotros, la Tierra?
—El universo se mueve. No me canso de mirarlo.
Ni yo, de mirarla a ella de reojo para seguir la conversación. Contemplarla a través de las estrellas, su reflejo. Dos seres tan nuevos, tan jóvenes, frente a millones de años. Desafiando la historia anterior y la futura. Ahí arriba, el Tiempo infinito jugando con el finito, marcando para siempre un recuerdo. Somos memoria. Lo intuía desde pequeño. Allí arriba, cada palabra, cada sensación, formaban parte del guion escrito desde las estrellas.
—¡Qué altos debemos estar! —ella.
—A más de 2.000 metros…—él.
—Aquí estamos más cerca del cielo que en Madrid, ¿verdad?
—¿Dónde está el cielo?
— Cierra los ojos. A ver si lo encontramos.
No sé cuántos minutos pasaron. Cuántas veces levantamos la vista a las estrellas intentando contarlas. Cuántas noches siguieron bajo la bóveda de la juventud dorada. Cuántos deseos de viaje, de amor, de vida. Ojalá sea esta la mujer. Hasta ahora han sido escaramuzas. Yo mismo no entendía lo que significaba estar allí arriba en ese momento. Un hecho más en la cadena mágica que nos ataba desde el verano. Pero me resistía a decirlo. Nunca le he dicho un te quiero a nadie. No se puede decir algo que no sabes si sientes, aunque te vuelve loco el deseo de hacerlo, de amar, de decirlo con tu voz. Tendremos que dormir juntos. En la misma tienda. Nuestros amigos lo van a hacer. No hemos subido hasta aquí para dormir chico con chico y chica con chica. Pero cuando llega el momento, da vergüenza. Ahora, a dormir. ¿Seguro? Horas de conversación y caricias inseguras dentro de la tienda.
—Dímelo.
—¿El qué?
—Joder, tío.
—Te quiero.
Se estremeció. Calor de cuerpo, frío de noche en la altura. Lo había conseguido. Ya estaba dicho. Abrimos los ojos.
—Vamos fuera.
Salimos de la tienda. La Osa Mayor se había desplazado. Igual que millones de otras estrellas, danzando a su aire por la bóveda, invitando a viajar con ellas por las galaxias de la vida, en busca de aventura, sentido, sentimiento. Qué inmensa juventud, vírgenes de experiencia, ateridos de frío, sintiendo la pared de granito detrás, siguiendo los nervios del macizo perderse en la noche de los tiempos. La montaña atrapó el primer te quiero, esa misma de enfrente que ahora observo desde el otro pico, al otro lado del valle, al otro lado de la vida. Desde ese mismo pico que veríamos de lejos desde la carretera años después, una tarde cualquiera de primavera, llegados hasta allí en la moto, cuando apenas mirábamos ya el cielo. Nos adentramos en el bosque.
Yo tañía la guitarra, apoyado de pie en un árbol. Le dije que me daban envidia aquellos puntitos que se movían por su cima. ¿Qué hay que hacer para subir? Proponérselo. Sí. Nunca lo subimos. Hoy soy uno de esos puntitos que quizá alguien envidie desde abajo, alguien que sueña con subir y solo necesita voluntad y deseo. Y tiempo, el tiempo de la vida.
Bajo apurado, sudando, destrozado, orgulloso de haber coronado tras ascender desde el mismo valle que separa las dos montañas que forman este ensueño. EI cuerpo sube y baja con más facilidad que entonces. Puede que sea por la voluntad. Entonces, la vida era deseo, sueño, planes. Ahora, son logros, batallas, satisfacciones y, también como entonces, incertidumbre. Ahora que he encontrado la voz, me escucho entero. Mi cuerpo actúa de caja de resonancia. Soy una guitarra, un violín, un piano. Puedo hablar y cantar, emular a los poetas y los cantores, llegar a más mundo desde la palabra cantada, palabra que hoy, en la cima de la montaña, se entrega íntegramente la memoria. El verso fluye a la boca y el mundo lo conoce, lo recibe, al fin. Hoy la voz entona un canto de recuerdo, para que así conste en la montaña blanca, preciosa e infinita, que desafía los siglos como una madre que ve jugar y crecer a sus hijos sin dejar de cuidarlos. Arriba, agotado y feliz, me vuelvo hacia la cumbre de enfrente, la montaña mágica. Recuerdo su pared de granito y las lagunas, el pasto húmedo sobre el que pinchamos las tiendas aquella primera vez. Que luego fueron varias, sí, porque acudí a la montaña solo o acompañado otras veces, incapaz de escapar de su hechizo. Años después, acabada nuestra relación, hice sonar la guitarra allí arriba una noche de verano, también estrellada. Solo, rebuscando una y otra vez en el cielo el significado de la vida, de lo que había empezado allí, de cómo había terminado, y la vida seguía y parecía imposible encontrar un camino. Abrazado a la guitarra, a su eco increíble en la altura de la noche, rebotando en la pared de granito. Qué haces ahí arriba, tan ensimismado. Ya está bien de mirar al cielo. Sí. Habrá que dormir algo. En mitad de la noche te asomas a la puerta y miras hacia arriba. La Osa Mayor se ha movido. El cielo gira. La vida es un torbellino. ¿Qué buscas? Oh, no, otra vez sesión de estrellas. Mañana estaré reventado. Pero no importa. Y vuelves a tocar y vuelve a devolverte la montaña el sonido de ti mismo. Te está sugiriendo que tienes una voz propia. Lánzate, escríbela, cántala. Sí. Es maravilloso escuchar la noche solo. Pero mejor acompañado. Ya lo has probado. Ojalá te salga bien esta siguiente vez, otro intento. No puedes imaginar que tampoco ocurrirá entonces. Porque el futuro es inimaginable. Al menos lo es para los románticos. Porque, aunque te zambulles en el pozo del futuro al levantar la vista, en respuesta solo recibes la armonía del pasado que representa el universo y caes en la trampa de las estrellas. Y sabes, comprendes, por primera vez quizás, que somos todo recuerdo, una mera centella en el tiempo y en el espacio. Memoria de aquella noche, de muchas otras, del fabuloso festival de la vida que se anuncia y alborota tu pelo rizado como un viento que hincha velas en un mar del sur.
Ah, el sur. Ahí el cielo es diferente. ¿Lo conoceré algún día? ¿Lo conoceré junto a alguna mujer? ¿Volveré a ver el cielo enamorado? Me fijaré en la Cruz del Sur como la Osa Polar en el Norte. Dicen que es un referente en el firmamento del sur. Qué suerte ser astrónomo, pasar la vida estudiando estrellas. Alguno habrá hecho su tesis acerca de la influencia de los astros sobre los jóvenes enamorados y seguro que hasta citaría en su texto las tonterías que recuerden haber dicho sus sujetos de estudio. Si me preguntara a mí, le daría para escribir la mitad de la tesis. Sí, porque lo recuerdo todo. La noche en la montaña, las que siguieron, los infiernos que no vimos en las estrellas, tu vida posterior, la mía. En nombre del cielo, quiero recordarlo todo. Para que quede. Yo lo guardaré por si alguna vez quieres consultarlo. Sí, te quise, mucho. No se llega al amor maduro sin haberse ejercitado. Aprendí tantas cosas. Me doy cuenta después de llevar viviendo toda una vida junto a la mujer con la que contemplé los cielos del Sur antes de cumplir los 30, y a la que sigo amarrado, cruzando de un lado a otro del firmamento sin cesar. Hoy recuerdo todo desde la cima de la otra montaña, la que nunca subimos juntos. Reconozco cada nervio del macizo, la pared de granito hoy enjalbegada de nieve deslumbrante, adivino la hoya en la que se aloja la laguna, mi vista borrosa se pierde en los frondosos bosques que separan nuestras cumbres, la del pasado y la del presente.
***
Me he quedado embobado en la bajada, rezagado, descolgado del grupo, ralentizado en la tarde, sin poder dejar de mirar la montaña de enfrente. Un zumbido de helicóptero lejano me ha sacado del ensimismamiento, mientras me alcanzaba la pareja de montañeros jóvenes, la pelirroja y el chico fuerte moreno. Me han insistido mucho para que aceptara un reconstituyente, un concentrado que me ofrecían en un tubo, que he rechazado. Estaban muy nerviosos. El chico se ha alejado unos metros para hablar por teléfono de satélite. Qué raro. No es una emergencia, hace una tarde fría pero limpia. De repente, me ha parecido que otra pareja de montañeros que bajaba por otra vía hacia el valle ha cambiado el rumbo para unirse a nosotros. Mis compañeros iban muy por delante, perdidos ya de vista en la concavidad de la ladera, que se ha convertido en duro hielo por la sombra de la tarde. La chica me ha retenido con decisión para que no siguiera bajando mientras llegaban sus compinches. El chico se ha acercado, todavía con el teléfono de satélite en la mano, y me ha agarrado también. Me he acuclillado en señal de agotamiento, quizá de vencimiento también. Hablaban en inglés.
—Ready for pick up. Subject is cool.
¿Por qué yo? Mi mente, cansada por el supremo ejercicio de memoria, deja paso al instinto. Me llevo la mano al bolsillo. Ahí está ella, la navaja. Siempre va conmigo en la montaña. Nunca sabes para qué la vas a necesitar. La he sacado con disimulo. Ellos seguían de pie junto a mí, sus cuatro manos sobre mis hombros, nerviosos, ultimando al teléfono los detalles de la evacuación. Con la cabeza baja, mirando a sus botas, la nieve helada, el valle, la montaña ha hablado. Yo le he puesto voz.
—¡La tarde está fría. Mi alma, no! —me ha sorprendido mi voz, más potente y envolvente que nunca, resonando a través del cráneo, del cuerpo, de todo mi ser. El eco me la ha devuelto desde el valle, confirmándome que estoy vivo.
En menos de tres segundos he dado cuatro tajos limpios a las correas de sus crampones y me he soltado de sus garras, les he empujado. Se han tambaleado y han caído de culo sobre la nieve. Sus crampones se han soltado de las botas. Dos de ellos han rodado hasta unos cuantos metros más abajo.
—What the fuck!
What the fuck tu puta madre, gringo de mierda. No se puede bajar esa ladera sin crampones a esa hora de la tarde. La nieve está helada. Es suicida intentarlo. Que se jodan los putos gringos. La montaña está a mi favor. Continuo la bajada a buen ritmo y me vuelvo una vez para observar su desconcierto: cómo se intentan mantener de pie, inútiles para la caza. Sayonara. Recuerdos a Kink.
En el aparcamiento, mis amigos se cambian en su coche. Yo me siento en la trasera del mío, con el portón abierto. Estoy agotado: recuerdo y aventura en el mismo día. Muy intenso. Y preocupado. Cada vez están más cerca. Pero allí no se atreverán. Demasiada gente.
Levanto una última vez la vista hacia el macizo, que luce poseído ya de la nostalgia de la tarde. En ese momento se detiene un coche ante mí. Reconozco los ojos pintados, reconozco la voz. Con el pelo suelto, la argentina tiene un aspecto muy informal, muy hippy. Está sola. No hay nadie con ella en el coche.
—Ya se pasó —su voz, arriba risueña, ahora es reconfortante—. Lo hiciste bien, viejo. Les diste boleto rápido. Estábamos listos para intervenir, porque ese helicóptero que viste no era de rescate, precisamente. Recordar, esa era hoy tu misión. Novella quiere que recordés todo, y que usés tu voz, porque la tenés y bien fuerte. Retumbó todo el valle —se ríe mientras imita con su voz preciosa mi frase: “La tarde está fría, mi alma noooooo”—. ¡Se oyó en todo el aparcamiento, viste! La gente miró hacia arriba. ¿Ves? Tenés voz propia. Y es poderosa. Por eso te buscan ellos también. El futuro de realidad virtual de mierda que pretenden construir necesita escenarios vividos como fondo para sus aventuras. Ellos no pueden hacer lo que vos hiciste hoy: recordar. Tenés voz propia, no lo olvidés. Usála, para cruzar al músico y a la camarera y a todos cuantos Novella te pida que pasés. Cada día te necesitan más. Ruth, quiero decir, Magda, —me guiña el ojo al comprender que acabo de reconocer los ojos de la chica de arriba—, te manda saludos. Y también Ramiro. ¡Chau!