Pudo haber sido una catástrofe: 120.000 jóvenes dentro, 80.000 entradas vendidas. El mayor concierto en la vida de muchas personas. El estadio-catedral. El grupo que iba a relevar a los Stones y quizá lo iba a hacer en esa gira, con ese disco, quizá esa misma noche, cuando la prensa lo elevara al Olimpo al día siguiente. Ocurrió allí, en el Santiago Bernabéu. En verano. En los 80.
No era un concierto más. Había un lío monumental para entrar. Yo había quedado con mi novia en no sé qué puerta de acceso al estadio. Teníamos entradas, pero veníamos de sitios distintos, una vez más. Conseguimos encontrarnos de milagro, bajar al césped imposible, subir a alguna grada después, seguir el concierto desde allí, apretados y alterados: no estábamos bien. De hecho, a la vuelta del verano lo dejaríamos.
U2 había crecido sin parar hasta llegar a este 15 de julio de 1987. Los había visto en Dublín, 6 años antes, en Slane Castle, en el verano de 1981, aún teloneros de las estrellas del rock irlandés de entonces, Thin Lizzy, que llegaron en helicóptero al castillo, para marcar territorio. Bono y sus amigos acababan de grabar October, su segundo disco, y después del concierto se volvieron en su furgoneta cargada de equipo a Dublín. Yo no había oído hablar de ellos hasta pocos días antes. Ahora, los mismos jóvenes saltaban al Bernabéu después de sacudir los 80 con su fuerza y originalidad, encaramados a la cima de la expectativa que habían creado. Sí, ante un Bernabéu en donde no cabía un alfiler. Pero yo ya los había visto: con mi primer amor, mi novia anterior, que, a buen seguro, se apretaba también contra algo o alguien dentro del Bernabéu en ese momento, como yo. Todos estábamos allí. Igual de zarandeados por los 80, desmontadas nuestras expectativas de amor estable por la furia de los días, que ya se volvían años.
Las entradas eran para U2, sí. Pero el cartel me ofrecía aprobar una asignatura pendiente. Justo antes de los nuevos dioses, como teloneros de primera, saltarían al escenario los Pretenders de Chrissie Hynde, la chica que siempre quiso tener un grupo de rock en un mundo de hombres.
La nueva ola londinense nos la había puesto en bandeja una noche de julio como aquella. En esos días de 1981, a la vez que el príncipe Carlos se casaba con lady Di, nuestros ojos se maravillaban en cada esquina del Londres que habíamos ido a explorar. Todavía éramos muy jóvenes, pero ya veíamos llegar una nueva generación con pelo corto y largos mechones que colgaban de la nuca, teñidos de colores, adelanto de la revolución de la moda que vendría detrás. Así pintaba la gente que iría a ver a The Pretenders esa noche en algún local de moda. Nosotros también, por qué no: ¡los Pretenders, nada menos!
Pero no fuimos. Los cambiamos por unas cervezas tontas en el pub de Chiswick, cerca de la casa del amigo irlandés en la que nos alojábamos. Nunca nos lo perdonamos. Y ahora, en el Bernabéu, cuando el mundo se preparaba para encumbrar a U2, a mí me importaba más Chrissie Hynde, la dama del rock, su voz, su carrera irregular, su banda destrozada por las bajas del rock and roll, verme cara a cara con ella, una sensación que quizá me transportara al amanecer de los 80, del amor (¿el Amor?) que no sobrevivió.
Por fin, el sonido inconfundible de su guitarra, que llegaba muy bajo hasta la lejanía de mi asiento, del presente incómodo. Chrissie, Pretender única al frente de una banda en la que había un bajista molón de pelo rizado. Quizá su presencia en el Bernabéu era la última conexión con el antiguo amor. Ahora ella cantaba una sencilla y maravillosa canción sobre el encuentro de dos personas titulada Don’t get me wrong, que la haría popular al fin. La canción no encajaba para nada en mi situación de ese momento. Yo anhelaba una chispa que no había vuelto a encontrar desde entonces. ¿Por qué no puede todo ser como ayer? Cuando los Pretenders se retiraron, U2 devoró los restos de cualquier pasado. Ya eran los nuevos dioses. Todo el estadio retumbó con los primeros compases de Where the streets have no name. Me sentía incómodo ante el gigante, ante la masa desbordada por una emoción que yo no sentía.
—Es demasiado grande, se han vuelto superestrellas de golpe. Nunca serán como antes.
Una vez más, incomprendido guardián de la pureza del universo y gran despistado. Quizá lo que me incomodaba era que estaba más cerca de los 30 que de los 25 y pensar que se escapaba la edad mágica en la que todo es posible, esa edad que parecía tener casi todo el estadio, ellas y ellos, a quienes veía poseídos de la misma fiebre que yo recordaba de Londres, y que se entregaban a la gran fiesta, al nacimiento de unas verdaderas superestrellas del rock.
Salí descolocado, por muchas cosas. No se puede volver atrás, pero yo tenía mi premio: Chrissie, Pretender infatigable, al fin, aunque fuera teloneando a los nuevos dioses. A la salida, era su canción la que seguía en mi cabeza: dos personas se conocen, saltan chispas, fuegos artificiales. ¿Sería posible otra vez? El verano se acabó y, con él, mi relación. U2 había triunfado. Yo volvería al invierno. De pronto, se interpuso el otoño y conocí a una chica que no había estado en el Bernabéu. Sin pensarlo, nos entregamos juntos a la canción de Chrissie: chispa, amor, rock and roll.
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Lectura de verano: acabo de empezar a leer la autobiografía de Chrissie: Reckless: my life as a pretender.
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Otras reseñas sobre aquel concierto del que no parece haber muchas fotos ni videos.
https://elpais.com/elpais/2017/07/13/icon/1499964407_821870.html
https://u2fanlife.com/una-mirada-al-pasado-concierto-de-u2-en-madrid-1987/