LECTURA SALVAJE

—Invíteme a fumar. Antes de que entre la galerna.

—¿La galerna?

—Ya está aquí.

La playa a mediodía. No le he visto acercarse, sumergido en la lectura en torrente de una escritura torrencial, de otro mundo. Tampoco he visto llegar la galerna, nube espantosa, que ahuyenta toda vida humana de la playa hacia las escaleras, hacia el chiringuito, en busca de protección. Todos huyen menos el tipo de gafas y aspecto enfermizo que me ha pedido tabaco y yo.  Un golpe de viento me arrebata el libro, que cae exangüe sobre la arena, desprovisto del chorro de vida que lo animaba hasta hace unos segundos. ¡Está muerto! Sus hojas se agitan, aletean sin resistencia, juguetes del aire salvaje, que no consigue levantarlo de la tierra. El griterío de pavor de la multitud aún llega hasta mis oídos, a pesar del rugido airado que nos envuelve.

—¡Un tornado! —se repite varias veces en bocas masculinas, como una serpiente de pólvora encendida—. ¡Corred, corred!

Sorprendentemente, la visión del delgado embudo negro que se estira desde la nube hasta el agua no me asusta. Avanza rápidamente por el mar hacia la playa. Me resulta normal en la escena recién creada. Sigo sentado en mi silla, frente al mar.

—¿Usted no se levanta? —el tipo tiene un acento raro, latinoamericano, pero no lo identifico. No es argentino, ni mexicano.

—Nunca he visto un tornado de cerca. Ni creo que lo vuelva a ver.

—Entonces, ¿me invita a fumar? Soy el vigilante del cámping de ahí al lado, sobre el acantilado.

Le ofrezco un cigarrillo y lo enciende con la colilla del mío. Imposible de otra manera. Se acuclilla junto a mí y enfrentamos juntos la llegada del tornado, que juega a detenerse a unos cien metros de la orilla. Todo gira, menos nosotros. El libro continúa pegado a la arena, abierto. Muestra orgulloso su portada a la galerna. Mi compañero señala hacia él con el cigarrillo.

—¿Conoce la historia de ese libro? — su acento, que no consigo identificar, se impone al rugido del viento.

Se levanta, se acerca hacia él. Instintivamente, saco el móvil y hago una foto del hilo negro que cuelga de la nube y tanto agita. Él aparece en un ángulo del cuadro. Disparo pensando que parece un espejo, no sé quién de los dos es la imagen de quién. Agarra el libro, que en sus manos recobra inmediatamente la vida que desbordaba justo antes de someternos a la galerna. La foto de la portada brilla, tres personajes con sombrero negro y actitud desafiante. Mi improvisado compañero de tormenta sonríe y fuma. Puede que sea la visión nublada, pero me parece que no tiene mano, sino que el libro es prolongación de su brazo.

—¿Vd. escribe poesía?

—Escribo canciones, que no sé si es lo mismo.

—Algo es algo. Todo es poesía. O podría serlo. ¿Ha oído hablar de los real visceralistas, una corriente poética revolucionaria que nació en México en el siglo pasado?

—La verdad es que apenas entiendo de poetas, pero justo el libro que estoy leyendo va sobre eso. La vida en un chorro de palabras irrefrenable. Una búsqueda total, desenfrenada.

—Ya veo que le interesa. Sería usted un buen detective salvaje. Si no, no estaría aquí ahora, jodiendo con el pinche tornado —el vigilante del cámping esboza una sonrisa que tiene algo de suicida—. Si salimos de esta, me tiene que contar algo de su vida, compadre. Para la próxima edición. Por si acaso, le voy a dejar el libro firmado.

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