He vuelto a perder el hilo de la película. Me pasa siempre que es buena. Las imágenes me transportan a una especie de ensueño. Cómo comentar a la salida lo estupenda que era cuando gran parte de ella he estado soñando con mundos que quizá compartamos, ojalá, si entrelazamos nuestras manos cuando estemos fuera, como ahora en la oscuridad. Y ahora que te tengo al lado, no sé lo que haré al salir. Me uno a las imágenes, viajo con ellas y les agradezco la luz que vierten sobre tu rostro, para poder reconocer, incluso casi a oscuras y con el rabillo del ojo, el perfil del amor. Cómo liberaremos nuestros dedos, cómo se volverán a entrelazar después de acariciar tu rostro en la noche, a la salida del cine. En eso pienso mientras corre la cinta y tu mirada atenta me enamora.
La copia de la película está en mal estado. El sonido tampoco ayuda. Los subtítulos lo ponen aún más difícil. Estamos demasiado cerca de la pantalla. Sigo la cinta a través del contacto con tus dedos. Un protagonista desmañado, vestido de negro, camina junto a un joven y un cuervo amarrado por una cuerda evidente a su pata. Nada de efectos especiales. ¿Por qué hemos venido a ver esta película? ¿Para que me acuerde dentro de muchos años? Pajaritos y pajarracos, en blanco y negro, por qué esa obra, y no otra, de Pasolini, que nos lleva esa noche al cine a verla y a salir envueltos en teorías sobre el neorrealismo italiano, cuando lo que buscamos es suspirar bajo la luna, suspirar, reír que necesitamos suspirina forte, y reconocer bajo tu camiseta la turgencia que me apunta urgente. Sí, es a mí. Y es octubre. El otoño se echa encima como tú sobre mí. Nada será igual.
***
Vuelvo a ver la guitarra en tu espalda y quiero tocarla, ir más allá, entrelazar mis cuerdas con las que se me ofrecen. Cuerdas blandas que acompañan tu cuerpo después de tanto tiempo, siempre las preferí así. Pero tengo que tensarlas, afinarlas. Si supieras lo que me pasa por la cabeza quizá te asustarías al preguntarme, al comprobar que tengo lagunas sobre la película cuando la comentamos. Pero no podría decirte la verdad, porque nos sonrojaríamos los dos. Sí, tiene que ver con tu cuerpo, con tu cuerpo de guitarra.
Retorno a la oscuridad amable de esa sala, Alphaville, se llamaba, no importa su nombre de ahora, para salir al barrio de antes y crecer contigo en la noche de luna llena. Suspiramos uno y otro. Tu espalda se me antoja la más bonita guitarra que toqué jamás. Y cuando te vuelves y tus pechos me desafían, eres la más bonita canción que pudo salir de su cuerpo. Qué gozo volver a tocarte. Siento que podríamos salir de gira, como entonces. ¿Te acuerdas? Sí, sé que te acuerdas. Entonces, ¿salimos? ¿Salimos de gira de nuevo?
Regreso a tu cuerpo de guitarra. Me cuesta separarme de él por un instante, aunque solo sea para aceptar que tú eres la guitarra y yo el músico. Aquella canción del dúo canadiense Fiori- Séguin, La guitare des pays d’en haut. “Te souviens-tu, la premiere nuit, t’étais désaccordée, moé j’oubliais les mots” (“Recuerdas la primera noche, tú estabas desafinada, yo me olvidaba las letras”). Músico e instrumento unidos, cantando sobre esa unión indestructible, recuerdo del primer concierto, a pelo en aquel pub ruidoso.
Décadas llenas de otoños han macerado nuestra unión. Asomas, de repente, después de más de veinte años, con tu cuerpo redondeado, tus cuerdas blandas, que piden afinación a gritos. Sí, eres otra. Somos otros. El tiempo ha pasado por tu madera, como por mis manos. Pero te reconozco, al fin, después de tanta tormenta. Quiero pisar los caminos de hojas caídas contigo, observar la luz con vista algo más gastada (quizá tenga que ponerme gafas para pulsar cada cuerda en el traste correcto), entrelazar nuestros apéndices como la primera vez, aquella en que había ruido y yo me olvidaba la letra y tú estabas desafinada, pero comenzamos a caminar juntos. Es hora de volver al escenario. Se rumorea que volvemos a la carretera. No podemos desbaratar tan hermosos rumores.
***
No sé si debía haber aceptado la invitación de Raquel para ver esta película sobre cine, una película que contiene a todas.
—Es en el antiguo Alphaville. ¿Lo recuerdas? Ahora se llama de otra manera —su voz tiembla ligeramente. Una película (“Lumière: la aventura comienza”) sobre la aventura del cine en un cine que ya no se llama igual. ¿Llamada a la aventura?
Raquel no está normal desde que volví de África. La noto más inquieta, o temerosa, como si le preocupara algo, quizás yo mismo, que ya no sé dónde estoy. Después de tanto ajetreo, me resulta extraña la paz de este otoño. Apenas he pisado hojas secas aún, tan bueno viene el tiempo. La última vez que fuimos juntos a un espectáculo fue el concierto de Paul Simon, el otoño del año pasado. Algo nació entonces, quizá. Yo lo interpreto como curiosidad por el otro. Somos profesionales. Ella es la mejor en reportajes de investigación. Le he hablado de Ruth y se ve que no le hace gracia. No sé si por los peligros, si por la historia de Charo en África, porque se imagina lo que pasó allí. Al fin y al cabo, somos adultos y solteros. Pero, ¿por qué ir al cine, a oscuras con ella? Podríamos dar un paseo por el parque.
El Retiro es un embrujo en otoño. Pero es verdad que aún no hay casi hojas secas que pisar. Y cuando las haya, la nostalgia puede ser de tal calibre que mejor no tener una chica guapa al lado. Porque Raquel es guapa, tiene coraje. Tiene que tenerlo para enfrentarse a mamones a los que tiene que perseguir, entrevistar. Reconozco que me produciría cierto nerviosismo ver a una chica así entrevistándome si yo tuviera algo que oculto y que ella quiere. Quizá por ese nervio (¿solo por eso, y que no tenía nadie más a quien llamar?) la llamé este invierno, cuando quedé tan bloqueado y frío en la nieve, helado de mi propia vida. Ella recibió las que podían haber sido mis últimas averiguaciones, quizá también mis últimas palabras, enviadas en forma de texto desde un teléfono móvil en medio de la más horrorosa ventisca.
El editor me ha sugerido que quizá deberíamos trabajar juntos en el caso que investigo. Ella conoció a Lena, la camarera, cuando desaparecí en primavera varias semanas por aquella maldita tormenta…Me da pudor y algo de miedo también que ella entre en mi investigación. Ya le he mostrado varias veces mi debilidad, la fragilidad que creo que es la causa de los acontecimientos que me ocurren. También en África escapé por los pelos y seguramente nada habría sido igual si ella hubiera estado allí. Pero también otras cosas no habrían sucedido si ella me hubiera acompañado, de las cuales, la verdad, no me arrepiento. Y al final, el reportaje se escribió casi solo en el avión de vuelta. Es lo que intento explicarle al editor. Este es un trabajo para mí solo. Cuando él me da las invitaciones para ese pase de la película sobre la aventura del cine, me suena a orden.
—Ve con Raquel. Está muy tensa últimamente. Dile que te cuente algo de lo que lleva entre manos.
Raquel, su pelo corto a lo chico, su figura menuda, a mi lado en una sala a oscuras. Y después un café, o una cerveza, mejor, en el barrio de los cines, junto a los rascacielos, para hablar de trabajo. Supongo que hay planes peores.
***
Nada más apagarse las luces, de forma misteriosa, siento el cine como una parte de mí. A mi lado, Raquel ha apurado los últimos minutos antes de la oscuridad sumida en su móvil. Supongo que luego me lo contará. Ahora no le queda más que mirar al frente. Yo miro a los lados. Reconozco la orografía de este cine, de la montaña que empecé a subir hace tanto tiempo y que hoy se me ofrece juguetona, señalando la cumbre a mi alcance, en un reencuentro físico brutal con el cine, con este cine, que es el local de mi juventud como otro, que ya desapareció, lo fue de mi infancia.
Este último se me aparece de vez en cuando en sueños y lo disfruto entonces, en la niebla, igual que lo añoro y recuerdo que en aquella oscuridad vi a Ulises- Kirk Douglas atarse al mástil, a Gordon- Charlton Heston caer en Jartum, las mil aventuras filmadas de Julio Verne, las de indios y vaqueros, antes de salir a la calle, transformado, de vuelta a la luz de la infancia. Dios, ¿tanto he recorrido? Estas paredes, este local a oscuras, la aventura del cine ante nosotros. Más de cien películas breves, de 50 segundos cada una, de los hermanos Lumière, inventando mucho más que un aparato: un lenguaje que colonizará todo el siglo XX.
La aventura del cine, de la luz capturada en movimiento en un modo que recuerda tanto al manual de Proust sobre retención del instante, de esa luz que pronto se reflejará en el rostro de Raquel y que miraré de soslayo, con el rabillo del ojo, quizá con temor a sus efectos, quizá para recordar para siempre este momento a oscuras en que el cine en su más puro estado me vuelve a hacer soñar. Sí, pero ¿con qué? De nuevo una guitarra se cruza entre las imágenes ante mis ojos ciegos y abiertos. La aventura y su significado más puro, que ha resultado ser la vida. Aventura: ad, preposición de acusativo, dirección a; ventura, lo que vendrá: proa a lo que venga, eso es la vida, así lo he entendido, o al menos practicado aunque no lo haya entendido, sin tiempo la mayoría de las veces para reflexionar sino solo para absorberla a grandes tragos, la aventura, la vida.
Una tras otra, las 108 minipelículas se deslizan ante nuestros ojos hechizados, postales de vida alegre en el cambio de siglo, obreros y obreras contentos todos al salir de la fábrica, trenes que entran en la estación y cortan el plano perfectamente en una auténtica lección de fotografía en movimiento, gimnastas que hoy podrían parecer dopados y frenéticos y tan solo son seres alegres ejecutando su número de circo, que solo pretenden que su arte y su alegría lleguen hasta unos ojos maravillados, como los nuestros, más de cien años después. Es un pasado que empieza a no ser inmediato sino historia. Sobrecoge pensar que todos los que aparecen en todas las películas, todos, sin excepción, han muerto. Estaban. Ya no. Cumplieron su ciclo. Y una leve parte de él, concretamente 50 segundos de sus vidas, quedaron guardados ya para siempre, para que gocemos sin cesar 120 años después.
Todo se tiñe de la profundidad del blanco y negro. Las mujeres que cruzan con sus larguísimas faldas frente al tranvía, el jardinero que se mojó con una manguera obstruida por un joven travieso, en la que quizá sea la primera comedia de la historia, regresa en una segunda parte para devolvérsela al joven bromista. Me pierdo las siguientes, algo me reclama detrás de la pantalla.
Sí, bendigo aquel día, o aquella noche, o aquella tarde, siempre contigo al lado, dentro y fuera del cine, en que te añoré, te deseé, te consumí como un ser vivo y enamorado, y al hacerlo, sentí la vida fluir por mis venas. Incluso cuando, después, los meandros aflojaron la fuerza del río, incluso cuando tú querías inundar las superficies y yo convertirme en corriente subterránea, incluso cuando nuestros cauces se desdoblaron y amenazaron con buscar distintos mares para desembocar, siempre me he apoyado en la indivisibilidad del agua que somos. Hasta hoy, que volvemos a fluir, a tocar juntos sin habernos dado nunca la espalda. Solo que hoy, al ver tus formas, me he emocionado y te he propuesto que volvamos a la carretera, tu cuerpo de madera viva, tan redonda, mis letras al fin aprendidas.
Siguen fluyendo las imágenes en blanco y negro. Otras decenas de pequeñas películas que llenan de sentido la sala, cuando la narración era simple y, por qué no, pura, como nuestros suspiros al salir, naturales, llenos, enamorados. Es un efecto que siempre me produce el cine. Mis compañeros de butaca a veces se sorprenden de que me haya perdido detalles de peso. No puedo decirles que viajo en paralelo con las imágenes y termino en otros mundos. Espero que Raquel no se enfade ni se extrañe cuando comentemos luego la película y vea que me he enterado de la mitad.
Al terminar la proyección, me doy cuenta de que Raquel me está mirando. Yo no he reparado en ella en ese tiempo. No es que no me haya atrevido. Estaba, literalmente, al otro lado de la pantalla, caminando ente tranvías, haciendo piruetas de gimnasta, conversando allí con el músico y la camarera.
—¿Vamos? —su invitación a levantarnos no tiene efecto, pues me quedo paralizado por una mirada desde la puerta de acceso. Un hombre de unos 60 años, vestido del color azul de los empleados (no es edad para un acomodador en estos tiempos), me hace una seña. Tiene barba y gafas y pelo oscuro con bastantes canas. Su gesto me ha parecido inapelable, pero su rostro muestra una bondad acentuada por la barba y algo de papada.
La sala se desaloja y el acomodador aguanta paciente. Solo hay una puerta de salida. No tengo escapatoria.
—¿Podría acompañarme, por favor? —no puedo negarme, realmente, pero aún no sé por qué.
—¿A dónde?
—A la cabina del proyeccionista. Quiero enseñarle algo.
Raquel hace amago de tirar de mí hacia fuera, pero me desprendo con suavidad.
—Espérame fuera. No tardo nada.
Unos estudiantes americanos comentan a voces lo rollo que les ha parecido la película. Esto es como visitar catedrales. Un puto coñazo. Quizá no son tan jóvenes. Según sigo al acomodador (—me llamo Antonio —dice girándose), pienso con el rabillo del cerebro si esos estudiantes tan irrespetuosos pueden suponer algún peligro para Raquel. He aprendido a desconfiar del acento americano. Me paro y me giro. Antonio se da cuenta y me tranquiliza:
—Aquí está seguro. No se preocupe por su amiga. Le buscan a Vd.
Claro que me intranquilizo. Pero al mismo tiempo empiezo a segregar. Huele a Ramiro. A Novella. Los iba echando de menos. ¿A Ruth? Extraña interferencia en mi cabeza. El nombre de Raquel se yuxtapone en mi entendimiento y anula la capacidad evocatoria del de la gran jefa de Novella.
—Hace muchos años, crucé a un joven intérprete de idiomas y a toda su familia hasta el otro lado. Fue un viaje arriesgado. Él no paraba de hablar de sus antepasados inmediatos, que conectaban con la Guerra Civil, y de su presente audaz y enamorado de una mujer única. Todos están están ya a salvo para siempre. Tuvimos que sortear a la Normal en repetidas ocasiones. Pero entonces no nos acechaban también los americanos, como a ti ahora. Desde entonces trabajo de acomodador y de lo que haga falta para ayudar a los tipos como tú que trabajan duro, aunque a veces no lo crean. Yo también sé lo que es navegar entre las nubes sin otro instrumento que el instinto. Y también conocí a Ramiro, hace tiempo —hace una pausa—. Y a Ruth. Todos hemos estado enamorados de ella en algún momento.
Sus palabras me aturden, por directas. Antes de que me dé cuenta, me propina un apretón de manos de despedida, me estrecha el antebrazo con la otra mano y me abre la puerta de la cabina de proyección, apenas protegida por un cartel de “Privado”.
Un enorme proyector apartado le confiere el aire que esperaría cualquier persona que entra en semejante santuario. Pero el verdadero proyector, el digital, se vuelca sobre el ventanuco que da a la sala, por el que, con seguridad, ha estado observando mis movimientos el hombre que se me presenta, maduro, pero sin llegar a los cincuenta, con gafas, mirada inteligente y labios afilados, capaces de soltar los argumentos más contundentes en cualquier aparición, según me demuestra nada más abrirlos para darme la bienvenida.
—Yo soy David y también estoy con Novella. No tienes nada que temer. Y sí, a todos nos trae locos Ruth. Lo digo para que te centres en esa preciosidad que has traído al cine y, si no, ya me la puedes ir pasando porque yo no la voy a desperdiciar. La seduciré antes de que te preguntes si soy de los buenos o de los malos. Ruth se nos escabulle a todos entre los dedos. Y digo bien, entre los dedos, porque todos la hemos tenido en nuestros brazos alguna vez. Duele, ¿eh? Pero eso es la gloria de los primerizos. Yo empecé muy pronto. ¡Ah, la buena vida! La vida es estupenda. Bueno, algo peor que lo que sale a veces en el cine, pero de eso se trata, ¿no?, de mover nuestros sueños.
— ¿Por qué me decís esto?
—¿Decís? ¿Es que estás en el Siglo de Oro?
—Decís vosotros: Antonio y tú —me está tocando un poco las narices con su discursito irónico y desengañador. Está claro que van de rollos distintos mis dos nuevos contactos de Novella.
—Vamos, no te cabrees. Somos compañeros de viaje, casi de oficio, aunque tú todavía no has cruzado a nadie, ¿verdad? De eso quería hablarte.
—¿De eso?
—Sí, tengo entendido que tienes que cruzar a un músico y una camarera y su corte de ineptos que no saben hacer nada por sí solos.
Joder con el proyeccionista. Le falta contarme lo de la canción robada del músico.
—Y el músico ese dice que le han robado su canción, ¿verdad? Como todos. Todos creen que les han copiado. Son unos narcisos insufribles. Lo sé porque hace poco he cruzado a uno, un tal Dani Mosca. No sé cuánto de difícil te lo pone a ti este, pero a mí el mío me dio problemas hasta que al final lo conseguí pasar con su amigo el Animal. Le conseguí también la dirección de su antigua novia, de la que aún no se ha desenamorado del todo. Aunque, eso sí, ha ejercido de músico como Dios manda todo el tiempo, o sea, que no dejaría una preciosidad como tu amiga Raquel sin probar, para que nos entendamos.
—¿Podrías ser un poco menos fanfarrón, tío?
—No. Para cruzar a los tipos que me encomienda Ruth, o lo hago así o me comen. Así están calladitos hasta que termino el trabajo.
—¿Y cómo haces para que la Normal no te dé el coñazo?
—¿A mí, un pobre proyeccionista que ahora solo aprieta botones y mete discos duros en ranuras? Vaya asco de oficio. Cuando veías los fotogramas al sacar las películas de las latas, soñabas de verdad, era la magia del celuloide. Ahora es todo mucho más prosaico. Vale, se ve mejor, no hay saltos de audio, no se desencuadra, lo que quieras. Pero es un puto coñazo. Y cuando alguien de la Normal me da la vara con algo (que ya sé que a ti en África te la dio una agente encubierta que estaba como un queso), pues les digo que me cago en la puta de la transformación tecnológica y que se vayan a espiar a su puta madre. Y me dejan tranquilo, maquinando para cruzar al siguiente. Nunca tienen ni puta idea. A mí me pillarán el día que me asignen a una policía. Por ahí me trincan seguro. ¿Cómo estaba la maestra encubierta esa de la Normal, chato? ¿Qué tal hacerlo bajo el cielo de África?
—Estuvo bien.
—Pues ahora a por Raquel. O voy yo.
—Deja, ya voy yo —lo digo en un tono divertido, de coña, para que me tome en serio.
Me acompaña hasta la puerta de la calle, una salida de emergencia que da a un callejón. Ahí me espera Raquel. Ni rastro de los americanos. Misión cumplida. Me han vuelto a librar de ellos. Me despide con una colleja cariñosa que me descompone y un leve empujón hacia donde aguarda mi compañera, sentada en un banco, que se incorpora al verme con otro tipo distinto del que me acompañó antes, cuando nos separamos.
—¡Julián! ¿Va todo bien?
—Sí, vamos al “Ocho y medio”, ahí enfrente. Y me cuentas en qué estás metida.
—¿Y tú? ¿En qué estás metido?
—Ahora nos lo contamos.
Y me giro hacia David, que se relame pensando en todo lo que él podría hacer que no sabemos aún, ni él ni yo, si haré yo esta noche. Un escalofrío me recorre el espinazo cuando reconozco el banco en el que nos refugiamos hace tantos años al salir del cine, aún entrelazados, un único cuerpo abrazado con cuatro piernas. Sí, la guitarra y el músico salen de gira otra vez.
*****
Aquí os dejo con La Guitare des pays d’en haut. El tema cerraba el LP del dúo de Quebec Fiori-Séguin titulado Deux cents nuits par heure, una maravilla integral que aún hoy escucho con arrobo. Cantan en francés de Quebec. El disco es de 1978 y llegó a mi vida a principios del 1979 y lo marcó. Es para escuchar sin prisa y, sin duda, sin prejuicios, como todo. Señoras y señores, Serge Fiori y Richard Séguin:
Reblogueó esto en Danilo Peña.
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