La barriga reventona, el último día: es cosa de mañana o pasado. ¿Estamos listos? Sentados en un banco de Lavapiés en donde lo gitano aún prevalece sobre el color de la inmigración, la tarde de sábado se va en una última contemplación de la ciudad, de la juventud, del mundo tal como lo hemos conocido desde que nos conocemos. Lo que viene, una vez más, es el futuro. Y está en su barriga. Parece un futuro con sentido. ¿Lo hemos logrado?
***
— ¿Lena? Soy Raquel, una compañera suya…, de la revista. Nos presentó Julián el día que fuiste a la redacción. Ese día que él traía cara de susto porque casi había tenido un accidente. ¿No te acuerdas? Entré en la sala donde estabais reunidos para ofreceros un café.
El silencio al otro lado me preocupa, más que incomodarme. Está ahí. Es ella, Lena, la camarera. Estoy segura. Vamos, confía en mí. Yo también quiero ayudarle, como él intenta sacaros de aquí. Pero es que ha desaparecido. Hace varios días que no se pasa por la revista. Me envió un mensaje antes de esfumarse, de quedar fuera de cobertura. Con suerte, desapareció de sus radares también. Vamos, Lena, por favor, contesta. Necesito que me ayudes a encontrarle. Si tú no puedes, al menos ponme en contacto con Novella. Ellos tienen más recursos. Julián está en peligro, lo sé.
— Por favor, Lena, sé que estás ahí, al otro lado del teléfono. Necesito que me ayudes. Tenemos que encontrarlo. Le ha pasado algo. Reacciona, por favor. Si él no aparece, poco podrá hacerse por vosotros.
La oigo respirar, la muy cretina.
—¡Vamos, tía, joder!
Ya no oigo la respiración. La he cagado. Ahora escucharé el click de fin de llamada. No hay derecho, joder.
—¿Raquel? Sí, claro que me acuerdo. Me llamaron la atención tu flequillo y tus zapatillas de colores. No sé, no me pegaba para una periodista. Oye, no nos estarán escuchando, ¿verdad?
Qué alivio. Es mi único hilo. No te pienso soltar, Lena.
—Mejor en persona. Confía en mí.
El mensaje me llegó en dos partes. Al recibir la primera, me asusté. Pensé que el texto inconcluso indicaba lo peor. Pero luego, media hora después llegó la segunda. Al menos, se despedía.
***
Me han seguido hasta aquí. Ese Jacobo, de la Normal, no suelta el mordisco. La culpa es de Ramiro. ¿Por qué me citó en este puerto de montaña después de haber guardado silencio todos estos meses? Es más fácil despistar a un sabueso en la ciudad. Aquí no pierde el rastro fácilmente. Mezclarse con los excursionistas es arriesgado. Incluso él puede ser uno de ellos. No conozco su rostro. Y cada vez que me cruzo con un par de jóvenes en la subida y escruto sus saludos, espero no detectar ningún acento foráneo. Ramiro no está para subir por estos riscos. Acabaré conociendo a alguien nuevo de Novella hoy, seguro. O quizá incluso aparezca ella, Ruth. Y volveremos a estar en la montaña juntos. El sueño de la montaña. Miro en derredor: picos enhiestos, el valle frondoso abajo, los árboles, como las laderas, aún cubiertas por restos de nieve. ¿Por qué me atrae hacia aquí, por qué me tima así? Igual que con Ramiro, pero él ya no está para estos trotes, y con cuántos más. Cómo sé que no ha atraído hacia Novella a decenas de incautos como yo, que la poseyeron una vez, o diez. O es ella la que me posee a través de esta obsesión, esta locura de colaborar con su organización, con su causa. Y al hacerlo conscientemente, ella me acoge en su cuerpo y en su alma.
—Este trabajo exige pasión y entrega. No hay medias tintas —Ramiro hablaba bajo las palmeras de la ribera del Guadalquivir—. Te pasas la vida peleado con el presente, batallando sin fin para que no desaparezca el sentido de todo. Para que aquello por lo que peleas no se desvanezca en un instante porque se desmorone tu alrededor. Ruth… —hace una pausa, como si no estuviera seguro de que debe contármelo— me ha devuelto a la senda cada vez que he dudado de todo mi pasado, que es algo que ocurre con más frecuencia de lo que imaginas. ¿O acaso piensas que por ser vasco de Getxo no creo que me he equivocado cien veces, que no he tomado a tiempo las decisiones que podrían haberme llevado a otra vida?
El recuerdo plácido de aquella conversación bajo las palmeras del lado de allá aleja de momento el frío que insiste en anunciarse en ráfagas en esta zona de alta montaña, igual que las nubes que antes recorrían deshilachadas el cielo sobre mí ahora se vuelven tupidas y cierran el azul. Nada de esto me llega aún pues el recuerdo de Ramiro me retiene bajo el sol del sur.
—Tuve esposa e hijos. Y en ellos no necesitaba buscar la felicidad. La tarde anterior al nacimiento del mayor, me abracé a la barriga de la Miren y le dije: ¿y nosotros? “Ya no es solo nuestra vida”, contestó. Sí, pero yo nací para cruzar la muga. No puedo dejar de hacerlo. Y ella me dijo: “Ya nos apañaremos”. Siempre tan práctica.
El viento de poniente doblaba los juncos en la ribera. La tarde intentaba anclarse al reflejo ondulante del sol en las aguas del Guadalquivir. Este trabajo requiere pasión y entrega. Como la vida, según la entiendo, que llega en ráfagas de presente.
Como el viento helado que me despierta para recordarme que he de hacer frente a la siguiente batalla, la tempestad súbita en la montaña, la ventisca heladora, las nubes cargadas de hielo. Ha sido una insensatez citarnos aquí arriba. O quizá es la prueba definitiva, la que Ruth impone a quienes se han ofrecido a Novella. Porque tal vez no baste con la entrega y la pasión. Y en ese caso, Ruth estaría seleccionando solo a los mejores, los que, además, sobrevivan al temporal.
Sobrevivir. Estoy muy alto y muy alejado del puerto. Y la ventisca me desorienta. Hace unos minutos que me alejé de la senda buscando refugio bajo un árbol y no hay forma de encontrarla. El viento se me cuela por el cuello. El impacto de agujas de hielo en el rostro y en los ojos me impiden pensar. Me he perdido. Todo es blanco alrededor. Tengo que pedir ayuda. Antes había cobertura. Debo poner un mensaje antes de que se me congelen los dedos. ¿En quién confío? Dios mío. Solo Raquel. Si no salgo de esta, y no hay por qué pensar que vaya a sobrevivir una noche aquí con un equipo tan básico, al menos que alguien continúe mi trabajo, ese que no he hecho pero con el que tanto he soñado: cumplir la misión de Novella, que Ruth se lleve al menos la impresión de que lo di todo.
“Hola, Raquel: Soy Julián. Estoy perdido en la montaña, pero no puedes hacer nada por encontrarme. Acudí a una cita secreta y me ha sorprendido una tremenda tormenta aquí arriba. Creo que me seguían. Si me rescatan, la Normal me echará el guante. Estoy en su lista. La camarera te ayu”
Interrumpo la escritura al escuchar hablar en inglés a andanadas, que me trae el viento, muy cerca de mí. Voz joven de hombre.
—El hijoputa tienen que estar por aquí. No podemos bajar. Nos perderíamos. Voy a dar las coordenadas por el teléfono de satélite. Al menos nos rescatarán vivos.
La voz femenina que le contesta lleva la misma tempestad dentro:
—Al diablo el rescate. Vamos a buscar a ese cabrón y llevarlo ante Kink nosotros mismos. No necesitamos ayuda. Suelta ese puto teléfono de satélite. Vamos a quedar como unos inútiles. Aún hay algo de cobertura en el móvil. Vamos a llamar a la otra célula. Tom y Joyce estaban cubriendo el otro lado de la montaña. La próxima vez, a ver si nos dan información más fiable, joder. No tiene sentido duplicar equipos y además, el periodista es nuestro, ¿entiendes?: ¡NUES-TRO!
No lo pienso dos veces y le doy al botón de enviar. Lo que sea que haya conseguido escribir antes de que se me subiera el corazón al cuello ha salido hacia el móvil de Raquel. Ahora escucho callado. Si hablo, si pido ayuda, salvaré la vida. Si no lo hago, tendré que enfrentar la ventisca, que todo lo hiela. ¿No es quizá mejor pedir ayuda, entregarse? ¿Acaso no me entregué ya una vez, asumiendo que pasaba a ser juguete de las aguas, barquito de papel?
***
Reclinado en el banco, me abracé a su barriga. Todo lo que viniera de su cuerpo era sagrado.
—Enséñame la nigra.
—¿La nigra? Qué escándalo, qué van a pensar los gitanos —muerta de risa, se levantó la camisa. La línea nigra se marcaba perfecta sobre la piel reventona de la tripa. El parto era cosa de horas.
Unos días atrás, proyectados sobre su tripa inmensa y preciosa, habíamos recordado nuestros grandes viajes juntos. Nada comparado con lo que venía.
— Y ahora, ¿qué? —mis palabras se quedaron flotando, ondulantes, en el aire, como el reflejo del sol aquella tarde, tantos años después, en las aguas del Guadalquivir—. ¿Eres consciente de que nada será igual?
—Será mejor.
—¿Es posible mejorar lo que hemos tenido?
Se señaló la barriga.
—Lo de aquí dentro es tuyo y mío. Pero no somos ni tú ni yo. Vendrán algunas tempestades.
Apenas habíamos pasado ninguna tormenta de importancia juntos. ¿Qué quería decir?
—No pensarías que la vida iba a ser tan fácil, ¿no?
¿Cómo leer el futuro tan fácilmente? Sin duda, era el instinto de futura madre quien hablaba por ella, ese que los hombres no tenemos. Por eso armamos causas y cosas tan alejadas del suelo. El parto duró casi un día completo y fue tremendo. Cada minuto, cada hora, se confundían con la eternidad. Fue la primera contorsión de la metamorfosis que se avecinaba. El secreto mejor guardado entre las chicas jóvenes, según van alumbrando vidas, para no desalentar a las que tienen dudas, en un deseo casi sectario de que pasen por lo mismo, que traigan vidas al mundo, sin pensárselo demasiado y así tachar de golpe una de las tareas naturales asignadas desde su parte animal.
Nada fue igual después. Simplemente, fue distinto. Y, sí, vinieron las tormentas. Porque navegamos nuevas aguas, probamos la sal de nuevos mares, descubrimos nuevas costas a bordo de nuestra barca insumergible. Novísimas tierras que no nos modelaron por igual, convertidos en seres nuevos, diferentes, quizá nunca ya tan próximos como nos habíamos conocido y, a la vez, compañeros insustituibles de un viaje único, tallados por las tempestades que a partir de entonces batieron nuestra cáscara de nuez. Y muchas veces entró el agua en ella, y muchas veces la achicamos, y perdimos el rumbo, y lo recuperamos. Y tuvimos que alzar la voz para poder escucharnos en el fragor de la tormenta. Y, de pronto, juntamos las cifras de nuestras manos y abrimos los ojos y celebramos: “¡tanto!”. Sí. Solo a una isla no debemos poner rumbo. A Isla Decepción.
—¿Dónde dices? ¡No te oigo!
—¡A Isla Decepcióooon!
—¡Noooo, a esa noooo!
Y siguieron batiendo las tempestades.
***
Con esfuerzo creciente, extraigo el móvil del bolsillo de mi anorak y tecleo lo más rápido que puedo. La tormenta de nieve lo engulle todo. Los dedos pierden sensibilidad por momentos, como la mente. La sensación resulta conocida: parece que no vas a salir, aunque hasta ahora siempre lo has superado. Pero mientras ocurre, nada te garantiza que lo vayas a conseguir. Debes prepararte para lo peor. Es mejor avisar, pero no alarmar.
“Raquel, no te preocupes. Ruth sabe dónde estoy. Lena te llevará hasta ella. Es importante que continúes mi trabajo si yo no regreso. Besos. J.”
***
Ha pasado más de un una semana desde que recibí los mensajes de Julián. El editor está preocupado. Creo que sabe más de lo que dice.
—Me pidió unos días libres. No me queda claro si eran estos. Seguro que está en la playa. Se le veía muy estresado. Cuando regrese, volveré a mandarle de viaje al norte. Le sienta bien.
Por primera vez escucho al editor mostrar aprecio, quiña cariño, hacia Julián. No sé si está relacionado, pero hace una semana rescataron a seis excursionistas perdidos en la tormenta de nieve, en las montañas de aquí. Salieron en las noticias, maltratados por la ventisca, con mantas sobre los hombros, a salvo ya en una carretera. Un padre de familia daba a cámara las gracias a sus rescatadores mientras describía el infierno de toda una noche a la intemperie. Compartió refugio improvisado en el bosque con su esposa, sus hijos y una pareja de norteamericanos jóvenes muy bien equipados.
Al parecer, estos llamaron por teléfono de satélite y dieron su localización exacta, clave para el salvamento. Allí los encontraron los equipos de rescate. Los americanos parecían expertos en supervivencia: habían excavado un refugio en la nieve y encendido un fuego con una bengala, pero luego no quisieron salir en la tele. Lo sé porque llamé a mi amiga Maite, de los servicios informativos de televisión, que estuvo allí cubriendo la noticia:
—Se esfumaron en cuanto la Guardia Civil los trajo al hotel Siete Picos. Esos escondían algo.
Llamo a Lena de nuevo. Sé que no tiene noticias, pero necesito escuchar su voz para calmar mi angustia. Quedamos hace unos días en una exposición de arte para evitar encerronas. Allí, frente a cuadros que mirábamos pero no veíamos, ella me dio las claves para entender el juego de Julián, el sortilegio que viví junto a él la noche de Paul Simon. Hay un montón de gente como Lena y como el músico que necesitan cruzar al otro lado de la frontera para reforzar nuestra libertad. Novella se encarga de esto y Julián puede haber pagado el precio de su militancia.
Recibo una llamada. Es una voz de hombre, con acento vasco muy marcado.
—Las nubes nunca podrían matar a un tipo como Julián. Si no lo han cogido preso, aparecerá pronto. Quizá solo está batallando consigo mismo, perdido en su propia tormenta. ¿No te ha pasado alguna vez? Las nubes de su cabeza pronto se volverán cúmulos y se colarán en la primavera que ya se siente ahí fuera.
Gracias, Ramiro. Has descargado la angustia de mi corazón.
***
Calma y tempestad. Desde los dos lados. La canción Both sides now, de Joni Mitchell: «He mirado a las nubes desde los dos lados…» en versión original de J.M. y la mucho más reciente de Dexys Midnight Runners. Muy British. Oh, yeah.
Both sides Joni Mitchell
Versión de Dexys Midnight Runners