—¿Nos quedamos así para siempre?
La frase flota, suspendida en el espacio-tiempo. Recorro la fina línea que junta los cuerpos con el índice, que se despista enroscado a su pelo, al salir fuera de nuestro perímetro en pos de su voz, esa que acaba de detener la vida con un solo impulso de su boca.
***
He decidido alejarme de la academia y convertirme en un hombre de acción. No puedo bucear más en los libros, en los apuntes, en el griego clásico que nunca estudié. Es tarde, demasiado tarde. Todo en la vida me llega con sensación de retraso. Pero hoy estoy iluminado. Toca un grupo llamado The Teardrop Explodes, la última sensación de Londres, originales, finos. Los jóvenes que nos vamos reuniendo en la acera junto al Rock Ola compartimos sensación de avanzadilla, de iluminación exclusiva.
Ese ronroneo es parte de la sinfonía que ambienta mi decisión, que he tomado mientras cabalgaba por la ciudad, poseído de vida y energía. Mañana volveré a subirme a la moto, mensajero, pero seré Zalacaín el aventurero, el inquieto Shanti Andía, un piloto de altura o un futuro cruzador de fronteras clandestino de nombre Ramiro. Seré el aventurero que consigue zafarse de los libros de aventuras para vivir la suya propia, impelido, eso sí, por lecturas sísmicas, la última de ellas, la definitiva, un libro sobre el camino, On the road, de Jack Kerouac. Tarde, muy tarde, como dice la canción. Con retraso, añades tú. Por qué siempre tardas tanto en decidirte. Pero esta vez es en serio. Tu vida es la gran aventura. No piensas desaprovecharla.
No tienes tiempo para bucear en los libros de texto, en los aburridos currículos de las facultades de filosofía, en todo lo que retrasa lo fundamental, que es pillar al vuelo el sentido de la vida, de cada noche. El ser y el no ser, la razón y la moral, lo que no entiendo de tu amor, mi deseo loco de tu cuerpo y del viaje, todo está ya en las canciones de Dylan, de Springsteen y, quién sabe, se cuela ya también en las mías. Ahora llega esta nueva generación de creadores cuyo mensaje estético es tan distinto, qué raro se me hace buscar mensajes en su música. Pero, claro, los tiempos han cambiado. Son los ochenta. Y yo no me los pienso perder. No tengo tiempo para los clásicos. La vida está ahí, en el camino.
***
En la redacción aún cae algún café sobre el Nobel de literatura a Dylan. Nos citamos por mail en la cocina, nos retamos a polemizar con una taza en las manos. Curiosamente, los más belicosos contra el bardo de Minnesota se apoyan en su supuesta pobreza musical, no en el compendio sobre amor y sociedad convulsa, sobre seres errabundos, perdidos, gente que no llega a ningún sitio (¿Existe mejor himno de los 60 que Like a rolling stone?), con el que guió a toda una generación. Después de escuchar a los chicos de deportes, sociedad y nacional contra Dylan (“ los pringaos del Nobel, que no tienen ni idea”), me decido a intervenir, con el café ya frío en las manos:
—Dylan cabalgó los tiempos que estaban cambiando. Desató la pasión colectiva a través de la palabra y la música. Su poesía llegó mucho más lejos que cualquier otra poesía porque lo hizo revestida de música. Así viajó mejor al corazón de la gente. Eso es lo que han premiado. Porque traspasó las fronteras de lo literario y llegó a las masas que ya no podían vivir sin música. Y lo hizo sin corromperse en su largo camino. Cada Dylan nuevo e irreconocible nacía de las cenizas del anterior, al que él mismo había arrojado a la pira.
Raquel, la joven redactora que me acompañó en el concierto de Paul Simon, suelta su taza, que se hace añicos contra el suelo. Se sonroja. Es el improvisado punto final a la enésima polémica de café. Los de cultura me temen. Y ahora, más aún, porque parece que el editor se ha empeñado en retenerme un tiempo en la redacción sin viajar. Me ha enviado temporalmente (“chico, se te está dando muy bien esa proximidad a los creadores”) a cultura y sociedad. A ver cuánto duro ahí. Echo de menos los saltos imprevistos, las invitaciones sospechosas a viajar, echo de menos el puente de Oresund y la torre retorcida de Malmoe, el Central Park a escala del milmillonario Kink. Ahora estoy embarcado en una investigación sobre experimentos sociales, esas cosas que nos llegan en forma de video viral que muestran nuestras contradicciones evidentes y, cuando ya estamos perplejos y angustiados, nos muestran una salida que nos recuerda lo felices que podemos ser. Me huele a guionista de Hollywood y a algoritmo sabihondo. Y a sutil patrocinio de marcas. Quizá porque hasta en el rock and roll he descubierto las trampas, desconfío de tanto contenido afín que nos busca por las redes. Ahora, Silicon Valley, Finlandia, Suiza o Dinamarca se plantean otorgar una renta fija por no trabajar a un colectivo experimental para ver cómo serán las sociedades de un futuro en el que no habrá trabajo para todos gracias a la espléndida tecnología, la que ha apeado materias inútiles, como la filosofía, de las universidades. Jubilados llenos de energía y tiempo libre. ¿Mmm…? No sé, no sé.
Me suena a Farenheit 451, a 1984, a distopía incómoda sobre mundos futuros que antes ideaban escritores críticos y que ahora alumbran por encargo guionistas bien pagados. Todo lo que sea para entretenernos mientras caminamos hacia ese futuro que era la vida y que ahora ya sabemos que no espera. Un poco denso, quizá. Sí, el editor va a querer rebajarlo.
—No quiero opinión, chico. Es un reportaje. Tienes que informar. De momento, airéate un poco en la Cineteca. Ponen un documental sobre niños que escalan, lo típico que no verías en la tele por miedo de los programadores por fomentar una actividad de riesgo. ¿Quién hace un documental así? A ver quién ese realizador. ¿A quién crees tú que le puede interesar?
La montaña. Escalar es gozar de la montaña. El sueño de la montaña. Los picos, los pechos de Ruth, tan cerca del cielo, de las nubes. Niños que escalan suena a pura subversión, a catacumbas, a prédica prohibida en un mundo obsesionado por la seguridad e insensible a la aventura. Y la montaña es el último refugio para las almas doloridas y soñadoras. No creo que pueda haber mejor plan de trabajo que cubrir la presentación de este documental. Y antes de eso, por la mañana, un paseo por el Retiro.
***
Caen hojas de los árboles sobre los libros usados en el puesto callejero junto al gran parque urbano (se dispara el verso: “Hojas del árbol caídas/ juguetes del viento son”). Unos minutos antes, mis pies abrían surcos por los lechos acolchados de materia vegetal. El sol oblicuo de invierno obliga a entrecerrar los ojos. Pero su inclinación tiene premio: al abrirlos, la vista se llena con la imagen de una joven hundida materialmente en una búsqueda literaria, visión que me admira además de reavivar un sentido siempre despierto por la aventura amorosa. ¿Qué estudiará? Porque no hay duda de que es estudiante. Necesito ambientarme para el nuevo trabajo que me ha encargado el editor, en una mañana inusual y cálida, como tantas cosas en este invierno. Sí, me está sentando bien la proximidad a los creadores. Tengo la excusa perfecta para entablar una conversación con la joven del puesto de libros de la cuesta de Moyano.
—¿Puedo hacerte una pregunta? Soy periodista y estoy haciendo un reportaje sobre creadores, ya sabes, pintores, escritores, músicos, cineastas. Y te veo muy concentrada en tu búsqueda. ¿Es algo para la facultad?
—¿Para la facultad? —es evidente que gana tiempo mientras se pone en situación.
— Bueno, he deducido, bueno, he pensado que eres estudiante.
—Claro. Estudio filología clásica. Tenemos que leer no sé cuántos libros a lo largo del año. Algunos los pillo por la biblioteca, pero otros los tengo que buscar aquí. Vivo literalmente sumergida entre textos, entre idiomas oficialmente muertos como el latín o el griego antiguo, además del español, el inglés, el árabe y el italiano, que también ayuda.
—¿Y no lees nada de literatura moderna?
—Por supuesto. Pero para mi propio consumo. El último que he leído es En el camino, de Kerouac. Es lo único bueno que escribió, en realidad. Tengo que elegir bien lo que leo, porque no hay tiempo. Tengo la sensación de que llego tarde a todo. Y después de leer ese libro es muy difícil no echarse a la carretera.
Su franqueza me ha desarmado. Aun más, su belleza, su conversación, todo lo que parece ofrecer, me parecen irreales. Me pongo en guardia. Esa chica no existe, o quizá sí, y la hemos descartado de nuestro imaginario después de nadar en pésimas noticias oficiales respecto al mundo, la tecnología y los planes de estudios. Ella corrobora que no son ciertos, que hay esperanza. La chica se ríe ante mi parálisis y me señala la libreta abierta y en blanco. No he podido tomar ni una sola nota. Me meto en el papel. Solo me interesa su nombre, nada más. Para recordar siempre este momento. Garabateo sin sentido. Cuando termino, levanto la mirada, que se cruza con la suya, y se lo pregunto.
—¿Cómo te llamas? No hace falta que me lo digas, es por citarte en el repor… —sueno tan inseguro que no espera a que termine.
—Carolina. Cuarto de Clásicas. Somos los últimos. Cierran la facultad después de nosotros. También trabajo medias jornadas de camarera en el VIPS y dos fines de semana al mes estoy de voluntaria en una ONG. Hoy es uno de esos días raros en los que me permito pasear y holgazanear un rato. Pero eso no lo pongas en el reportaje, ¿eh?
Su sonrisa lo puede todo. Acaba de leer En el camino. Una enamorada de las lenguas clásicas.
—¿Te das cuenta de que eres una persona de acción, que vas a conseguir lo que te propongas? —mi mente se pasea por la excitación ante el futuro en la puerta del Rock-Ola.
Ahora es ella la que se sonroja. Seguramente no entiende nada de lo que le digo.
—Gracias. No sé por qué lo dices, pero se agradece la fe de un desconocido cuando se busca tanto como yo busco —se va suavemente, hiriendo mi corazón, que la siente partir como una oportunidad maravillosa de vivir otra vida.
—Espera, Carolina. Necesito preguntarte una última cosa. ¿Qué es el arte para ti?
Carolina refulge en la mañana de invierno. Me resulta imposible escribir nada en la libreta. Me abandono al espectáculo.
—Como Prometeo, que desafió a Zeus al robar la chispa del fuego divino para crear seres humanos, los artistas, al crear, retan a lo establecido, al sistema, que los necesita igual que los devora. Cada pieza creada es un foco de luz en las tinieblas del mundo. Porque en ella condensan buena parte de la vida pasada para iluminar el camino hacia el futuro, que siempre ha sido bastante jodido, al menos por lo que he podido aprender en los libros y en mis largas jornadas como camarera.
Ahora sí, Carolina, ya puedes marchar. Tú y tus espléndidos veintitantos años. Qué suerte, el que te enamore.
***
La sala de la Cineteca está a rebosar de familiares y amigos. Encuentro un sitio libre a duras penas en un lateral. El cineasta termina su presentación, con un micrófono en la mano. Luego habrá coloquio. Pero antes, la proyección a buen volumen sonoro. Se hace el silencio de cuñados, tíos, abuelas, padres, madres, niños protagonistas (de eso va el documental). Solo se escucha a los niños realmente pequeños, los que tienen que salir atropelladamente de la mano de padres jóvenes después de berrear un rato en la oscuridad incomprensible.
De entrada, la música a gran volumen se cuela entre los pliegues de la piel, estira las arrugas de los ojos, espabila, predispone para un viaje que un simple visionado en ordenador o en una pantalla de televisión no conseguiría. Conocemos a los niños protagonistas.
Y también a sus padres, todos ellos seres de verdad, seres que llevan y traen a los niños de esta actividad tan distinta: escalar paredes rocosas, agarrarse a sus salientes como un juego, una metáfora de lo que podría ser la vida si ella misma no se empeñara en apagar los muchos fuegos que nuestro corazón inicia.
Niños entre 12 y 15 años sueñan con volar, atados a unas cuerdas que no les libran de la rugosidad de la vida, incluso de un tobillo roto: escalar es, para ellos, lo más natural del mundo. La montaña se abre para ti, te recuerda que siempre hay un vacío bajo tus pies, pero que siempre hay que seguir trepando hacia la cima. Me esfuerzo por buscar mensajes ocultos, pero no los hay. La película es puro gozo sensorial. Todos somos esos niños que quieren subir, subir, solo subir.
Al acabar la proyección, las caras irradian satisfacción. Conocen al cineasta. Lo han acompañado en otras proyecciones. Quizá le han escuchado en comidas familiares explicar cómo pensaba rodar, lo estupendos que eran sus protagonistas. Les ha hecho partícipes de su ilusión, su sueño (“La película tenía que salir” — comenta al finalizar). Y ellos, sus parientes y amigos, están hoy allí, llenando la sala, aplaudiendo a rabiar. Ellos, que han contribuido con su paciencia y su escucha a que el artista no se desvíe de su camino. Más de uno piensa que ya es hora de que asiente la cabeza, que abandone la senda empinada que parece conducir a la cima, pero que se pierde en la niebla. Por qué ese camino, si hay muchos otros para recorrer el monte sin perder de vista el valle. Caminos en los cuales uno encuentra frutos del bosque, gentes corrientes compartiendo la belleza de lo común.
Pero él insiste en que puede subir. Lo ha hecho varias veces. No solo porque ha rodado a más de 7.000 metros de altitud. Él disfruta también del valle, de la gozosa paternidad de sus dos hijos, le encanta el verdor, las carreteras asfaltadas que desde arriba parecen hilos plateados. Le cuesta tanto explicar que la vista desde la cima no se puede comparar con nada: ahí arriba se divisa, a veces, la chispa del fuego divino de la creación. Solo por esa posibilidad, daría todo por volver a subir, una y otra vez.
Termina la proyección. Recibe abrazos, felicitaciones. Algunas de ellos esconden un gesto de paternalismo: ¿cómo será tu próximo proyecto?, ¿vas a hacerte ya cargo de tu situación? Pero ni siquiera el abrazo sincero de quien le compadece cae en saco roto. Todo es aprovechable para el artista, que bebe siempre de ese primer pase, esa primera lectura, esa primera escucha de familiares y amigos que recuerdan al chaval que fue, con el que jugaron a subir paredes.
Me identifico como periodista al final para poder hacerle unas preguntas. El artista es aún joven, alto, moreno, de barba densa y mirada franca. Se llama Daniel (“¡Dani, Dani”, se escucha por doquier) y tiene muchas millas en la arrugas de los ojos. Y sigue buscando su camino. Sin duda, un hombre de acción. Asegura que lee mi revista habitualmente.
—El mes pasado lo hice desde el Himalaya, por internet. Me tienes enganchado con tus entregas. Entiendo que el músico está en peligro. Está claro: el robo de su canción le ha sumido en un estado de estupor y, muy posiblemente, se ha enamorado de la camarera esa y no lo puede reconocer, porque él es fiel a un amor antiguo, el de la canción.
¿La camarera? No creo haber mencionado a la camarera en mis reportajes. Y si lo he hecho, ha sido sin desvelar los detalles que yo ya conozco de la historia. De repente, pienso en Carolina, la joven que he conocido por la mañana en el puesto de libros. ¿Es posible enamorarse en un instante, fantasear con abrazarla, desnudos después del amor, y desear que la vida se detenga allí, en el pulso de su cuerpo acompasado a tu respiración? ¿Es una vida de libro o es real, la de un hombre de acción? Pero hasta ahora yo apenas he hablado de la camarera.
—¿Cuánto más conoces de la camarera? —mi pregunta es un cebo, mientras me pongo en guardia. No me gusta nada el joven de aspecto yanqui sentado en la primera fila de butacas, que no nos quita la vista de encima. Podría estar grabando nuestra conversación con el móvil que aprieta en su mano. Suponiendo que sea un teléfono, claro. Detecto un movimiento extraño, una mujer de mediana edad que baja desde una fila más elevada. Mi pregunta se queda sin contestación.
El cineasta extiende la mano hacia la mujer, la recoge y te la entrega. Os deja solos. Navegas por su rostro, sin atreverte a quebrar el silencio. Empiezas a desempaquetar aquel instante de vida detenida. Su piel blanca, que fue camino. Su cuerpo, su temblor. Sobrepasado por la realidad, la encasillas en lo único que te puede ayudar en ese momento.
—¿Eres de Novella? ¿Te envía Ruth? Por Dios, que no seas de la Normal o de Kink.
Su cara, tan cerca de la mía, tan jóvenes.
—¿Cómo estás?
— Por favor, no me digas que eres camarera.
Sonríe y su sonrisa me obsequia con la ternura anterior al chapoteo vital en el que se sumergió el hombre de acción.
—Soy la madre de ese joven instructor de escalada que guía a los niños en el documental. Por eso estoy aquí. A veces, cuando salíamos al monte, tú solo querías subir, subir. Señalabas las cimas y las figuras diminutas que se movían por las crestas, pero yo no veía el sentido. Al final, qué gracia: tú te fuiste, pero, la montaña se quedó en casa —señala hacia la pantalla y los protagonistas, entre ellos su hijo, repartidos por el escenario.
La canción del músico, su fidelidad al recuerdo, su presente despreciado, la camarera. Las montañas que subí en solitario después de ella.
—Soy profesora en la universidad. ¿Y tú?
—Soy periodista de una revista de papel, o sea, figúrate: como cuando nos reíamos del siglo XIX. Bueno, también se puede leer por internet. Mi editor me tiene siempre ocupado. Creo que ya confía en mí. Estoy preparando un gran reportaje.
—¿Sobre escalada? —su pregunta encierra muchas más incógnitas que la que plantean las palabras.
—Sobre una conspiración para acabar con un tipo de gente, para arrebatarles su don más preciado después de la vida: la sensación de estar vivos.
—¿Quizá te estás implicando demasiado? No te recuerdo capaz de hacer las cosas sin tomar partido. ¿No temes que te pueda pasar algo?
Su voz transmite preocupación real. Suena a aviso convencido, como si supiera más de lo que dice. Sus palabras me adulan por un instante, pero el recuerdo me estremece. En aquella primera encrucijada, escogimos caminos distintos, embarullados en el amor. En este momento comprendo que eso es, precisamente, lo que pretendo, lo que pretendía: ser un hombre de acción, que no acabase un día que no hubiera estado lleno de color, en la realidad o en la imaginación. Si se cruzan ambas (¿Ruth, la montaña?) querré detener el tiempo una vez más, es lo que llevo haciendo desde entonces. Ahora comprendo: quizá por ello Novella me ha reclutado, el apasionado de una vida que se desarrolla a ambos lados del espejo.
—¿Puede haber algo peor que que no te pase nada? —suspiro pensando en el largo camino hasta aquí, los parones, las magulladuras, las plenitudes que alcancé después de ella.
— Muchas veces me acuerdo de ti, de tu mundo no tan inocuo como crees. Fue dura tu partida.
Y yo de ti. Y compruebo que mi paso por tu vida dejó rastro, inevitable. Como tú. Pero, ¿por qué ahora, por qué aquí?
—Sé lo de Novella, pero lo sé porque yo también he leído el archivo 323-B, el del músico. La Normal se me aproximó hace poco, preguntando por ti. Te están investigando.
Me pongo en guardia. Su rostro de tierno recuerdo se vuelve mármol: ¿es informadora de la Normal? Daniel, el cineasta montañero, regresa a la acción y se interpone entre los dos. La aparta suavemente y ella se va, despidiéndose de mí con la mirada, quién sabe hasta cuándo: ¡hasta la próxima!
—Su hijo ha tenido algunos problemas con la ley. Seguramente, le han ofrecido un trato si colabora. Tiene que decidir si colabora con ellos contra un antiguo amor para ayudar a su hijo. Empiezas a interesar a mucha gente. Ella ha querido decírtelo. Pero a partir de ahora, no sabes si aceptará el trato. Debes cuidarte.
O sea, que ya no solo el músico les interesa. Saben que el periodista trabaja para Novella. Probablemente, hay un nuevo expediente abierto en la Normal con mi perfil. Me pregunto cuál será el número. ¿415-A, quizá? Tengo que acelerar el cruce. De repente, siento el vértigo, el miedo a la libertad, como el preso que recibe de pronto la noticia de que mañana lo sueltan. Al final, quizá no solo tenga que guiar en la huida, sino también huir yo mismo, convertirme en proscrito, como el músico, como los demás que buscan cruzar al otro lado.