Los sábados por la mañana, la llama aún se enciende con regularidad sospechosa. No importa el tiempo, la época del año. La luz de esa mañana parece llegar desde algún lugar a salvo de todo. El espíritu se hincha, los pulmones recogen el doble de oxígeno en cada respiración, la ciudad se ofrece como nunca, los proyectos se acumulan en la cabeza.
En la casa familiar, se producía un despertar tardío y gozoso, un desayuno sin prisa, distinto al de los domingos, pues este era el festivo de verdad, al que había que honrar como mandaba nuestra ley, con solemnidad, ritos y comida especial.
La alegría del sábado, sin los tributos del domingo, se colaba por los resquicios de las puertas, entraba en todas las estancias. La casa se despertaba en varios tiempos, se hacían recados, se acompañaba a la madre, las tiendas estaban abiertas. La librería. Algunos sábados, bajaba por mi calle, en dirección al Retiro, atravesando esquinas que solo se alcanzaban en días especiales, pues nunca llegaba tan lejos entre semana. Palpaba el dinero en el bolsillo al caminar, hacía sonar las monedas y pronunciaba mentalmente el título que me llevaría ese día. Y un sustituto, por si acaso. Y que me atendiera ella, esa chica a la que le pegaba llamarse Carmen o Teresa, joven, de nariz respingona, inevitablemente adulta, o sea, inalcanzable. Nunca hablamos mucho. Qué le iba a decir un niño de 10 años. Y sin embargo, me gustaba su cara, su físico, su nariz, me gustaba ella.
Era parte del rito de algunos sábados: unos minutos allí, dejando que ella lo hiciera todo: escuchar la campanilla de la puerta a media mañana, responder al “hola” infantil con un “qué tal” que me hacía casi enrojecer, para después escuchar de mis labios un título, rebuscar un poco en la estantería de detrás de ella y ponerlo sobre el mostrador, ofreciéndomelo para tocarlo, olerlo (¡cómo olía al entrar!), admirar su portada, con dibujos de vivos colores de los chicos y chicas que siempre vivían inmersos en la aventura. Quizá me esperaba desde el viernes por la tarde, porque a veces adelantaba mi visita, o incluso me seguía a través de mis lecturas, acudía a la solapa interior de un ejemplar cualquiera e iba tachando los que ya había comprado, se preguntaría por qué este o aquel, siguientes en la lista, no los adquiría. Nuestra conversación era no verbal y ocurría casi siempre en sábado.
Después de comer, la tarde se colaba en el salón a través del ventanal de la terraza. Desde la altura de la alfombra, en donde me tiraba, los sillones donde se sentaban mis padres parecían castillos. La televisión de la época llenaba de contenido la sobremesa, un momento que había que guardar. Recuerdo la sensación de protección, el pitillo que se encendían los dos, la sonrisa de mi madre, la cabeza de mi padre, dormitando, que asomaba por encima del respaldo del sillón frente a la tele. Por encima de todo, esa sensación de excepción en lo que aún no era capaz de interpretar como rutina semanal, con mi padre en casa en la sobremesa, y ese día no había que ir a misa.
***
El editor me encarga cubrir un festival cultural en el centro, en plena semana de lluvia, el sábado por la tarde. Por la mañana me asomo a la ventana y me parece ver un rayo de sol abriéndose paso entre la cortina de agua. Sin duda, es sábado. En ese rayo de luz, que quizá solo yo veo, cuántas mañanas de sábado llenas de gana y fuerzas, de proyectos, de sueños, y algunas preguntas que trae consigo la lluvia: cuándo habría desaparecido aquella librería, cuándo se extinguió la protección parental, cuánta nostalgia anticipada al compartir aún el hogar con ellos, los padres, y comprobar los destrozos del tiempo. ¿Por qué me envía un sábado lluvioso por la tarde a cubrir un festival literario?
—Un periodista tiene que hacer de todo, no solo viajes exóticos.
— Pero un festival que se llama “EÑE” tiene que dar para poco. Además es en sábado.
— ¿Y qué quieres decir con eso? ¿Cuándo lo van a hacer? ¿En miércoles?
Tiene razón. Solo que esta semana de lluvia, para cuando vaya al cubrir el festival, el sábado ya habrá entrado en fase de tarde y se estará transmutando en nostalgia, mala sazón para el periodismo impreso. Aun así, no es razón válida para rechazar una encomienda de tu jefe. Mucho menos cuando te has enrolado en una organización secreta y tienes que llevar, ahora sí, una doble vida. No, señor. Al fin y al cabo, a la tarde le sigue la noche. Y la del sábado tira del mundo. Un buen día saliste de tu hogar y el mundo se vistió de sábado: toda la alegría de sus mañanas sin las obligaciones rituales del festivo. Qué estupendo es hacerte mayor.
La vida es como un sábado que nunca termina. ¿O será solo la juventud? El metro también viste de sábado tarde: todos preparados para asaltar la noche, esa que traerá, quizá, el encuentro mágico. Y, si no, al menos, las expectativas. Y tú, a cubrir una reunión de gentes de letras y sus admiradores callados y contenidos, con sus paraguas mojados, arracimados en salas de pésima acústica de un palacio citadino. Se ha cubierto de gloria el editor.
Ni siquiera tienes que acreditarte. Entra todo el que quiere. Será para fomentar la lectura. Esto no ocurre con la música, con el espectáculo. Para eso siempre tienes que acudir a jefes de prensa, normalmente mujeres, que te interrogan sin que te des cuenta antes de colgarte el pase al cuello. Hoy eres uno más del público. ¿No es mejor así, por un día? Un anochecer de junio, golondrinas, una tarde de sábado en casa de tus padres. ¿Por qué no sales, hijo? Me gusta leer, y además están poniendo Carlitos y Snoopy en la tele. Quieres saber si la linda muchacha pelirroja hace caso por fin a Carlitos. Y te apetece decirle que vaya a por ella, vamos, no te quedes ahí parado en la caseta de tu amigo Snoopy. Sal a buscarla. ¿Es eso lo que decían en la serie o esta tarde de sábado está aún más tontorrona? ¿O será el influjo del olor a papel impreso de los miles de libros a la venta en el atrio del edificio del festival, que te droga nada más entrar?
Huele a librería. Tus sentidos te ponen en guardia. Te asomas a una sala abarrotada de espectadores que escuchan a unos ponentes de aspecto normal, tirando a vulgar: todos pasan de la mediana edad, hablan de libros, de negocio difícil, de lectura, y también de sueños. O te lo parece. Tomas nota breve, pero tu instinto te saca de allí y te encaminas a otra sala, como de juntas, en la que dos hombres y una mujer (escritores, según compruebas en el programa) levitan sobre sus sillas, al igual que el resto de los asistentes. No es un espejismo. Te restriegas los ojos, dejas por un momento la libreta para poner todos los sentidos en lo que está ocurriendo. Lo que dice uno de ellos te llama la atención.
Tiene ojos claros, gafas, es calvo con una ligera coleta recogida, de mirada intensa y profunda. Y de verbo supremo. Todo lo que dice resuena en algún lugar de ti. Crees conocerlo, pero no de ahora, sino de algún momento anterior, cuando todo era sábado. Él te reconoce entre el público. Eres el único que aún tiene los pies en el suelo. Déjate llevar, te sonríe. Tenemos sorpresas para ti. De repente lo identifico como uno de los amigos del músico, uno de los que me ha descrito como fundamentales para llevar al otro lado. ¿Por qué —me pregunto— me persigue el sortilegio? Y en ese momento me noto flotar a diez centímetros del suelo. La mujer escritora también está pendiente de mí. Me dirige una bellísima sonrisa que me turba. Reconozco esa nariz, esos ojos, pero no puede ser, aunque ella asiente con suavidad, para tranquilizarme. Miro en el programa. Se llama Constanza. Y el escritor es Ernesto. Cuando terminan, se produce un aterrizaje colectivo. Todos los asistentes se remueven en sus sillas, como recién llegados de otro lugar. Los protagonistas del encuentro reciben felicitaciones de los espectadores, es fácil acercarse, agradecen el contacto. No hay aglomeración. Constanza atiende a un admirador y yo me dirijo a Ernesto, que me agarra de un brazo, me lleva aparte y me dice:
—Tienes que sacarme a mí también, cuando lo saques a él, al músico.
—¿Eres de Novella? ¿Por qué me dices eso?
—El músico y yo nos conocemos desde hace mucho, de cuando los sábados no acababan, de cuando estaba inspirado y enamorado. Creo que esa fuerza le ha vuelto y hay gente interesada en quitársela.
Todo me suena. Lo que cuenta Ernesto añade perspectiva al relato del músico. Así pues, hablamos de un renacimiento. Ernesto certifica mis sospechas de que al sujeto 323-B podríamos llamarlo Renato. ¿Y quién no estaría interesado en controlar las fuerzas que conducen a un resurgimiento?
Con las palabras de Ernesto aún bullendo en mi cabeza, la joven escritora, Constanza, nos aborda.
—Ernesto, tienes que bajar a firmar. Seguro que hay gente esperándote ya.
Constanza me lleva hacia el ventanal, por el que se cuela la noche de la ciudad, limpia después de la descarga de lluvia otoñal. Abre su bolso y extrae una cartera. Saca una fotografía en blanco y negro. Una joven de nariz respingona y pelo moreno posa, junto a una mujer más mayor, a la entrada de una librería. Se adivina apenas, por encima de ellas, el nombre recortado del local: “…lentum”.
—Se llamaba Teresa.
Paralizado por la sorpresa, recorro los rasgos de su rostro hasta convencerme de que no es otro espejismo, como la levitación colectiva de hace unos minutos en esa sala. Otro peinado, más moderno, otra ropa, otra vida, pero la misma nariz, la misma sonrisa, la misma invitación.
—Era mi madre. Me habló de ti muchas veces. De pequeña, cuando leía todo lo que caía en mis manos (¡imagínate: con una madre librera…!), ella me contaba que uno de sus momentos más felices era el sábado por la mañana, cuando te veía aparecer en la librería. Me decía que seguro que te harías escritor, que tenías la mirada y el corazón preparados, que antes o después sabríamos de ti. Luego, ya ves, crecimos, ella nos dejó hace ya unos años y yo me convertí en escritora. Llevo varias novelas publicadas, que son, esencialmente, la misma novela. Dedico mi vida a la literatura. Es mi pasión. Y la literatura está llena de momentos mágicos, como este encuentro, o quizá debería decir reencuentro. Tantos años después, otro sábado, y aquí estamos. ¿A qué te dedicas? ¿Conoces a Ernesto? Él a ti sí, o al menos eso parece.
La familiaridad del rostro de Constanza anuncia una nueva manifestación de Novella. Esta vez no hay un sueño erótico y trascendente como en la montaña peruana, sino un nuevo sortilegio de la memoria, la infancia feliz retornada en un instante carnal y palpable (porque Constanza me da dos besos al despedirse, porque le agarro el antebrazo y la retengo un momento sin dejar de escrutar su rostro, porque en su sonrisa está toda la literatura que soñé de niño y la que ella escribe ahora, porque es de carne y hueso, es la hija de Teresa, la librera de Talentum, porque me acompaña escaleras abajo, hacia el atrio que huele a librería a causa de los miles de ejemplares en venta del festival, antes de atender a admiradores que la reconocen y la requieren).
—Hasta pronto— es tan amable su despedida.
***
Después de entrevistarme durante dos largas horas en estado de vigilancia con el músico en el jardín del Museo del Romanticismo y de llenar muchas páginas de notas en la libreta (cuántas páginas habrá escritas en la carpeta 323-B de los archivos de la Normal?), me quedaron dudas sobre su papel. ¿Por qué Novella lo considera tan importante? Solo es un ser humano, apasionado y vulnerable, como casi todos, en busca de respuestas. Además, no tengo claro que sea músico. El dice que lo fue en un tiempo, antes de que llegara a su vida el Silencio y que ahora ha resurgido la llama de la creación. Como dice Constanza, puede que esté reescribiendo una y otra vez su obra, su canción, y que eso sea lo que le pone en peligro. Su cara daba miedo cuando me contaba ese período: El Silencio. Se detuvo conmocionado y la pausa prolongada me incomodó. Mientras reanudaba su relato, yo no paraba de mirar hacia todos lados del jardín del Museo del Romanticismo, esperando que en cualquier momento nos saltaran unos agentes de paisano de la Normal o unos aguerridos jóvenes yanquis de Kink. Pero no ocurrió nada. Una mujer joven interrumpió en un momento determinado nuestra entrevista y se lo llevó sin más explicación.
—Ya la continuarán.
La joven le acompañó a la salida, en donde le esperaba una furgoneta. Permanecí en el jardín un rato más, pensando en lo que había leído sobre él en el plan de fuga de Ramiro (el sujeto se llama Juan, aunque se refiere a sí mismo muchas veces como Johnny). Lo que me transmitió durante la entrevista me pareció bien distinto. Por eso me quedó la duda sobre la auténtica importancia de la misión que me han encomendado. Y, sobre todo, si lo que cuenta es verdad o pura invención.