Sarajevo, 1994. Después de dos años de guerra, la capital bosnia sigue sitiada por los serbios. Todos los días, la televisión local envía al mundo por satélite imágenes del asedio, de los muertos por francotiradores, de las víctimas de un mercado arrasado por fuego de mortero.
La claqueta de barras de colores que precede a cada envío, al horror, tiene una sintonía inconfundible, un estribillo: “I’ve got the power” de un grupo alemán de entonces llamado SNAP! Con este tema, los bosnios piden ayuda al mundo mientras dicen que ellos resistirán. No es un karaoke de fin de semana. Es la guerra. Actitud y moral para resistir, música rap para sobrevivir.
La contienda aún durará hasta 1995. Los serbios se retirarán derrotados de las colinas que rodeaban Sarajevo. Sus jefes serán juzgados por crímenes contra la Humanidad.
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En los antiguos discos pequeños, los singles, la cara A presentaba un tema principal de un álbum que se quería promocionar. Un adelanto esperado por los fans, de consumo fácil. No cabía la sorpresa. Discográficas, emisoras de radio y fans, todo el mundo entendía lo que representaba la cara A. Al lanzar un single, las discográficas medían muy bien cuál debía ser la canción de ese lado. Los DJs las ponían una y otra vez hasta que la propuesta se volviera conocida. Si tenía méritos para pegarse como chicle al recuerdo de las personas, entonces, todos contentos. Se había construido un hit.
Cuando ya se había puesto muchas veces la cara A, se dejaba descansar y entonces los DJs pinchaban la cara B, solo porque los discos tenían dos caras. En la cara B, las discográficas solían permitir que el artista pusiera “su” canción y colara un tema menos comercial, uno que, en muchas ocasiones, ni siquiera se incluiría en el álbum: el artista en su grado más puro o quizá, también, menos manipulado. Así, en ese código compartido, sin poner en peligro las grandes verdades, el público podía conocer (y conectar con) el lado más avanzado, oscuro o salvaje de sus artistas favoritos.
La elección entre la cara A y la B, a la hora de lanzar un single, podía decidir la carrera musical de un artista. Así ocurrió, por ejemplo con el grupo irlandés de rock Thin Lizzy, cuya discográfica puso como cara A una versión rock de una canción tradicional irlandesa, Whisky in the jar, una rareza pensada para ser un B fijo. ¿Quién pensó, en 1972, que era preferible darle la cara A a un tema tabernero, con amables guitarras eléctricas, frente al rock original, aún primerizo, de Thin Lizzy? La historia del grupo se escribió sobre esa decisión. Hoy conocemos las versiones de Whisky in the Jar de U2, Metallica, Gary Moore, Belle & Sebastian, Grateful Dead, porque fue cara A. Y, sobre todo, gracias a esa decisión, hoy conocemos a Thin Lizzy y su magnífica discografía posterior (¿quién no reconoce The boys are back in town, que hasta sale en Toy Story?) ¡Qué grande era Phil Lynott!
Pero, ¿qué pasaba cuando el DJ pinchaba una cara B que el público abrazaba de forma espontánea, es decir, sin la inducción del binomio discográfica-emisora de radio? Entonces el talento indomado del artista, el que seguramente buscaba la trascendencia antes de caer en la miel del reconocimiento, conectaba con el corazón del oyente y le hablaba desde dentro, sin adjetivos ni presentaciones. El público, soberano, decidía que aquello era mucho mejor que la cara A y entronizaba de forma mucho más convencida al artista. La cara B de Hey Jude, de los Beatles, es Revolution, un zambombazo en mitad de los sucesos de París de 1968 a manos de los chicos no tan buenos de Liverpool.
Y en la cara B de Honky Tonk Women, tema fácil de los malos oficiales, los Rolling Stones, largaban You can’t always get what you want, en donde despejaban cualquier duda respecto a su capacidad creativa y sus raíces soul, más allá de la etiqueta fácil del código compartido por industria, radio y fans. Así eran los Stones en el 69. Esencia de rock and roll.
Para continuar con la fiesta, otra cara B que le reventó la ídem a su cara A: Rod Stewart, que arrancaba su carrera en solitario con un B que arrasó: Maggie May (¿reconocéis a Ron Wood, antiguo compañero del grupo Faces en el video, clavadito a Stewart pero en moreno? – qué bien se lo pasan al final, en el estudio. Era parte de su papel de niños revoltosos frente al sistema. Después de hacerse rico, Rod no se compró una pelota sino todo un equipo de fútbol).
Ahora no hay singles de dos caras y el mundo de la música está atomizado. Un single se baja o se compra por internet pero ya no trae consigo ese factor sorpresa de potencial revolucionario que eran las caras B. Después de Napster, las discográficas no han levantado cabeza y no mantienen ya tanto control como antes sobre el artista y el producto. Internet se ha cargado la “auctoritas”, la capacidad moral de dictar la selección de quienes tienen opinión formada y deciden lo que es interesante publicar. El resultado es este caótico (y a veces maravilloso) mundo de seres analógicos navegando por un mar digital, sin referencia clara de lo que tiene calidad y lo que no, donde, desde políticos hasta grandes corporaciones, todos se tientan la ropa y contratan expertos en redes sociales porque la gente tiene el poder más que nunca. Porque, entre otras cosas, internet está lleno de caras B que pueden llegar a cara A sin el beneplácito previo de la “auctoritas” y sus canales asociados de distribución (la casa discográfica, el editor, la tienda física, la gran corporación). David contra Goliath: disfrutad del glorioso video que viene a continuación: un cantante que reclama a United Airlines porque rompió su guitarra y no le indemnizó. La compañía pagó caro su error porque el video “United breaks guitars” barrió en Youtube, ya en 2009, y saltó a los medios de comunicación convencionales. Un mensaje para los grandes: cada cliente importa. Yo importo. Mi guitarra, también.
Internet, o sea, la suma de nuestras individualidades, es una gigantesca cara B. Tenemos la fuerza. Todo lo que hacemos es el contenido de esa cara B que interpretamos a diario para los que nos rodean, es el rastro de nuestro paso por el mundo. Y ahora los guardianes de la cara A no pueden ignorarlo, porque si traspasamos sus puertas, ellos pierden poder y una oportunidad de seguir siendo fuertes. Ahora podemos aspirar a llevar nuestro mensaje (el que sea) a millones de personas sin el permiso de los guardianes de la verdad. Un mundo lleno de caras B asoma periódicamente a las puertas que con tanto celo y dedicación han custodiado durante siglos. Después de la dura lección aprendida por la industria de la música, todos los grupos de poder, corporaciones y políticos tienen en cuenta el poder de las redes sociales. De entre todas estas obras, algunas en forma de 140 caracteres, de vez en cuando una salta la barrera y se convierte en cara A sin pedir permiso.
Y puede acompasar un movimiento de miles, de millones de caras B en una dirección determinada. Los guardianes le abren la puerta para que parezca que aún tienen el control, pero nada podría haberla detenido. Suele venir recomendada por una colectividad numerosa que ya ha dicho “me gusta” a sus propuestas a veces revolucionarias, a veces ingenuas, quizá rompedoras, de adolescentes soñadores entregados a la exhibición desde su habitación ante una cámara de móvil, o de desconocidos trabajadores sociales que denuncian, de periodistas que se juegan la vida por publicar. La cara B, que lo es sin saberlo, desprende fuerza natural. Que una parte de ella se convierta en cara A ya no depende de esos guardianes de las puertas.
A los quince años escribimos poemas de amor desangelados, a los veinte nos sumergimos en la poza revolucionaria del sexo, a los veinticinco estiramos el cuello para atisbar el horizonte de la madurez, al fin despiertos del sueño de la adolescencia, y buscar en nuestras parejas realidades duraderas, sin dejar nunca, con el paso de los años, de buscar el elusivo camino de la felicidad. Desde esos primeros poemas, buscamos ayuda, refugio, cariño, amor, descarga. Nuestra creación, que suele rimar los pares en asonante, es B, pero es creación. Merece la pena, aunque sean pensamientos deslavazados en 140 caracteres. Nuestra tontada, o nuestra obra maestra, pueden llegar como nunca a destinatarios que quizá vibren con nuestra propuesta.El artista no siempre quiere el éxito masivo. Más bien, lo único que pretende es ser escuchado y hacer vibrar, a veinte lectores, a veinte espectadores en una sala de concierto, con una copa en la mano, un viernes por la noche, a veinte compradores de las camisetas que diseñamos con tanta pasión. Con menos de veinte años, los sueños brotan a borbotones y ese mundo virtual, refugio como siempre lo fue la soledad, lo absorbe todo, pues se ha convertido en práctica aceptada. Si luego te conviertes en cara A, como Pablo Alborán, como Adele, tendrás la responsabilidad de no corromperte. Es el riesgo de cruzar al otro lado del espejo.
¿Qué había en ese video mal iluminado, en esos acordes elementales, en ese blog tan facilón, que, sin embargo, tanto gustó y se hizo viral? Nadie lo sabe, ni los profesionales buscadores de talentos. Seguro que rezumaba ilusión. Y fuerza. Ahí está el poder, el de la gente, el de la vida, porque la cara B es esa fuerza que mueve los sueños y los sueños mueven al hombre hacia el futuro, algo que no se puede producir en serie. Cara B es la enorme fuerza del pueblo de Sarajevo saliendo a diario bajo el asedio de francotiradores y morteros, a vivir la vida y luego enviar las imágenes al mundo con una sintonía que dice “I’ve got the power”.
Cara B es la mirada estudiada ante el espejo, antes de grabar el video que enamorará a cientos, que, a su vez, lo compartirán con otros cientos. Una joven de Madrid sube videos sin parar, apoyada por su familia, como el joven de Málaga que creía en sí mismo igual o más que sus padres y terminó en portada de revista.
O como el joven de mirada limpia y romántico hasta la médula, que ha apostado por el rock con poesía para que sus conciertos no se parezcan a nada conocido. Miles de personas que sueñan con publicar su obra pueden hacerlo a coste casi cero. El filtro previo ha desaparecido casi por completo, con el consiguiente desconcierto general de los guardianes y la confusa aportación resultante al conjunto de obras de creación artística a las que tenemos acceso de forma tan fragmentada. En este universo, nos hacen falta recomendadores fiables. Aprovechan su oportunidad los pequeños sellos, las nuevas editoriales,
más cercanas a la sensibilidad de millones de individuos que se manifiestan en las redes.
Cara B es esa línea que cruzamos un día para confesar algo que nos llena, el paseo bajo la luna, lo que nos sostiene en pie. Cara B es la enésima madrugada pegados a un teclado porque la mera necesidad de hacerlo le da todo su sentido. Toda la vida soñamos con la felicidad y con emular a los insignes que ya consiguieron ser cara A, cuando en realidad lo que importa, el ingenio del artista, lo que de verdad somos sin que nos manipulen, se muestra, nace y vive en la cara B.
Cara B es preguntarse continuamente para qué estamos aquí, como filósofos aprendices en el siglo XXI, cuando el torrente de conocimiento aplicado solo para el consumo está empujando a la filosofía a recluirse en la cueva. Rescato unos versos de hace muchas lunas: “Hace tanto que no me entrego/como un filósofo a pensar/ para qué sirve la soledad./ El tiempo me envuelve, y tu recuerdo/ y me dedico a vivir más”.
Cara B es el misterio de la fuerza que late en algún lado de esta vida, que se encarga de que el mundo sea, realmente, imprevisible. Cara B es la historia que casi nadie conocerá pero que, si llega a trascender, dejará a todos boquiabiertos. Cada triunfo, cada arreglo, cada envío de imágenes al mundo desde la Sarajevo sitiada levantando el puño y diciendo: “sí, pero yo tengo el poder”, cada levantada tras la caída conduce a un nuevo estadio que no podíamos imaginar cuando nos arrastrábamos por el fango.
Construimos los días y llenamos de armonía el mundo con cada gesto, esa enorme cara B que somos, esperando a que alguien nos descubra, y nos convierta en cara A, el triunfo del sueño, que la mayoría de las veces no es una creación artística sino el deseo de ser correspondidos por aquellos a quienes amamos. Y cuando ese momento llegue, no debemos olvidar que no hubiéramos alcanzado la cara A sin haber tenido a punto la cara B: todo lo que hay que hacer para ser nosotros mismos, y nunca olvidarlo si es que alguna vez llegamos a convertirnos en cara A, si conseguimos muchos “me gusta” como para dar el salto al otro lado. Porque la cara A solo es un altavoz.
En el espejismo de lo virtual, un abrazo, un beso, un guiño, el deseo, llegan con un click quizá demasiado cargado de soledad. El verdadero contenido, el nuestro, el auténtico, la fuerza que somos, reside en la cara B, la que quizá nunca traspase la puerta de la fama, pero sí nos estimule a seguir viviendo. Son tiempos nuevos, descoyuntados, discontinuos, como nuestra atención. Los DJs del mundo buscan continuamente en las redes la próxima cara A. Es su trabajo. El nuestro es poblar de contenido humano la cara B y soñar con tocar en directo algún día para una sala llena de corazones que han acudido, precisamente, para escuchar caras B.