
Una playa de Galicia, una Semana Santa lluviosa
Una playa de Galicia, una Semana Santa lluviosa, un joven de pelo rizado, delgado como el alambre. El primer paseo del joven turbado por el mundo libre, el que se suponía existía a suficiente distancia de los padres. Durante años, la foto me recordó lo difícil del camino, lo que cuesta encadenar los pasos cuando uno proclama su independencia, siempre con dolor interno y contagiado hacia fuera. La lluvia amenazante de la foto llegó tarde a borrar las huellas. De eso se encargaron las olas. Si entonces hubiera vuelto la mirada, me habría asustado de lo poco que iba dejando atrás. Imposible reflexionar tanto, imposible ganar perspectiva entonces, cuando, con apenas 18 años, la vida era una prolongación única del fin del primer amor, una reivindicación constante de la identidad, una ruptura inexplicable entre el amor natural hacia tus padres y la entrega a ese mundo que exigía exclusividad a cambio de grandes promesas. La primera, los manjares del bien y del mal elegidos solo por ti, sin ayuda no requerida, sin obligación. Y en ese sueño de futuro cabía cualquier cosa. Habría amor, amigos, amantes. Habría creación, libros, canciones, habría pensamiento y acción, a partes iguales. Habría viajes, paisajes, gentes, alturas que subir, cimas que hollar, vistas increíbles del mundo si acertábamos a subir la montaña adecuada, si encontrábamos el amor que nos encajara, si los amigos no se tornaban enemigos.
Aún era pronto para imaginar cuánto influyen las leyes de la Física. Cada elemento rozaba misteriosamente su contrario. A la cima del amor le podía corresponder el vacío horroroso del desamor. Que un amigo al que te abrazabas demolido de dolor y bastante borracho, quizá incluso el que disparó la cámara, desapareciera un buen día de tu vida sin más, y no pasara nada. Todo era guerra en ese momento, caos, fuerzas entrando y saliendo de nuestro núcleo, chispas, truenos, conflicto hacia dentro, hacia fuera. No quería estudiar lo que estaba estudiando, no quería estar con mis padres pero, con gran sorpresa e insatisfacción, comprobaba que tampoco estar lejos de ellos ayudaba. La confusión general y el sentimiento de culpa en particular por desatender los exámenes inminentes en la universidad me hicieron volver con un par de días de adelanto de aquella localidad costera de Galicia, para estudiar, para penar. Avisé en mi casa a través de algún hermano y se debió perder parte del mensaje en el camino, porque mi madre, que se había ido a su casita de campo, me dejó la cartilla médica a mano para cuando llegara, pensando que había un problema mayor.
El día del regreso adelantado, aún en Galicia, el padre de uno de mis amigos me acercó a la casa de otro amigo suyo, que vivía allí, para que este me llevara hasta la estación de Pontevedra a coger el tren de vuelta un rato después. Vivía en un chalet impresionante. Un par de perros enormes me escoltaron a la llegada y él, que me hizo rápido la ficha (pelo largo pero no tanto, barba incipiente, inseguridad, otro joven saliendo del huevo), me invitó a ponerme cómodo en su salón, en donde puso música clásica a un volumen impensable para una persona mayor. Tendría unos 50-55 años y me trató con una ternura que no esperaba.
— ¿Problemas con tus padres?
Todo en una pregunta.
— No te preocupes. Es normal. Nosotros también hemos sido como vosotros. Nos hemos enfrentado a nuestros padres en algún momento. Es muy duro. Para las dos partes. Pero todo se pasa. Supongo que no hay más remedio. Tienes que aguantar, como sea.
Imagino que sus hijos ya habrían pasado de esa edad, puesto que trataba el tema con semejante serenidad. Le faltó decir que al final se encuentra el camino correcto y que, entonces, si vuelves la vista atrás, reconoces tu rastro. El recuerdo del paso fugaz de aquel hombre por mi vida es grato. Aportó una dosis de paz a mi atribulado corazón en un momento difícil. Me llevó a la estación, me despidió con un apretón de manos y se volvió a su casa, su castillo, su salón, sus perros, su música clásica a todo volumen, su estadio de paz conquistada, seguramente después de gran pelea. O eso imaginé, pues eso fue lo que me transmitió. Solo eso: paz, concentrada en breve espacio de tiempo, en medio de la guerra que libraba sin descanso conmigo mismo. Por una esquina imprevista aparecía un chorro de paz, una tregua. Leyes físicas. Guerra. Su contrario. Paz. Y también más confusión, la vida se complicaba. ¿Cómo un hombre de la edad de mis padres mostraba tal comprensión, amabilidad y me ofrecía su experiencia de forma tan útil y concentrada? Está claro: porque no era mi padre. Porque de mi padre nunca habría aceptado semejante discurso. Habría tergiversado mi propia comprensión para prolongar el estado de conflicto, de guerra, obcecado por la necesidad inconsciente de fajarme.

Qué sencillo, qué conocido, qué viejo: está en los libros, se llama vida.
Qué sencillo, qué conocido, qué viejo: está en los libros, se llama vida. Y por todo lo que te digan o leas, no hay nada que hacer. Nadie puede vivir la vida por nosotros. Ni un buen libro. Ni cientos de ellos.
Las cosas que nos pasaban al dejar de ser niños no siempre eran réplicas exactas de lo que otros habían imaginado y escrito en los libros de aventuras de mayores. Así pues, ¿para qué servía la Literatura, si cuando te enfrentabas de verdad a la vida te sentías igual de huérfano, aun rodeado de libros? ¿Por qué siempre estaban en el colegio a vueltas con el Quijote, con Shakespeare, con los romanos y los griegos, y los juglares medievales? ¿Y los tochazos del siglo XIX?

Una playa de Galicia, una Semana Santa lluviosa
Esos escritores de nombres complicados, Tolstoi, Dostoievski, Balzac, Zola, Flaubert, Dickens, los rusos, los franceses, los ingleses, cuyos libros llenos de descripciones, bailes de salón y batallas napoleónicas, y cientos y cientos de páginas, o sea, unos tostones, retrataban a fondo una sociedad cuyas formas y vestimentas rechazábamos por aburridas (y eso, sin haberlas leído). Qué lento parecía haber sido todo en el siglo XIX.

Habíamos nacido en la segunda mitad del Siglo XX, el siglo de la velocidad.
Nosotros habíamos nacido en la segunda mitad del Siglo XX, el siglo de la velocidad, con el horror de dos guerras mundiales recientitas en el recuerdo vivo de nuestros padres, además de todas las nuevas guerras que entraron a partir de entonces en nuestras casas a través de la televisión (Vietnam, árabes e israelíes siempre a la gresca, incluso la absurda guerra de las Malvinas, aunque de esta se vio poco).
Guerras calientes y Guerra Fría, y también, por supuesto, guerra generacional y el rock and roll, oh, yeah. Así, el siglo XIX sonaba a rollo aburrido. Si incluso ver la película en cine o en televisión daba pereza, ¿cómo pensar en leer las más de mil páginas de Guerra y Paz, por mucho que fuera una “obra cumbre” de la Literatura universal?
El relato sobre nobles rusos de vida ociosa que primero admiran a Napoleón por revolucionario y luego tienen que luchar contra él en una guerra cruenta no podía dar para tanto, aunque en sus páginas se pasara de los bailes de salón a las espantosas carnicerías en la que miles de soldados anónimos pagaban con su vida en los campos de batalla. ¿Por qué era una obra tan importante? ¿Cuál era en realidad su mensaje?
Años más tarde, cuando hacía la mili, un día llegó la noticia de que un soldado de otra compañía había perdido la vida de un tiro de su fusil mientras montaba guardia en unas instalaciones de antenas de la Armada, en el puerto de Somosierra, en Madrid. El morbo de radio Macuto ofrecía detalles escabrosos, pasando del accidente al suicidio, sin que nunca supiéramos en realidad lo que había ocurrido.
Más de treinta años después, subo el monte de enfrente, disfrutando de un glorioso día de otoño, solo, por fin en paz, después de un largo ciclo de contiendas, el bosque entero para mí, caminando a buen paso, siempre hacia arriba, con la mente llena, como de costumbre, de cuestiones sin importancia: cómo será hoy la vista desde la cima, qué amables parecían esas dos mujeres que me he cruzado varias veces, madre e hija casi seguro. Yo mismo debía aportar buena dosis de sosiego, de vuelta de tantas campañas. Si volviera a recorrer los lomos de los libros de casa de mis padres hoy, me habría detenido en aquel que siempre me impresionó: Ha estallado la paz, de José María Gironella.
Pero al contemplar las lomas del lado de allá, he recordado el episodio de la mili. He buscado el lugar, la loma se ha vuelto antipática. Allí, en aquel alto de enfrente, próximo al puerto, la mili se cobró una víctima. Al compañero de servicio militar no le llegó a tiempo ese resquicio de paz suficiente para aflojar su conflicto, su guerra. He imaginado con horror su desesperación, la vista desde su garita del monte que ahora subo, que con toda seguridad observaría en sus guardias tantas veces. Su guerra se prolongó demasiado, no le llegó a tiempo la tregua que otros sí alcanzamos: el sueño de acabar la mili, de buscar trabajo, de afrontar el desafío de hacerte mayor, apuntarte al paro y conocer el desamparo de la edad adulta. En pleno descoloque post-mili, conocí a El último de la fila, a través de la canción Querida Milagros, que trataba precisamente sobre el suicidio de un soldado en plena guardia. Manolo García y Quimi Portet entraron así en mi vida y ahí siguen.
Muchas guerras y algunas paces después, compruebo ahora, con la misma edad y serenidad de aquel hombre de Galicia, que el río es rápido al principio de su curso, que navegar los rápidos puede causar mucho daño, pero, incluso en el curso alto, hay remansos. Que cada batalla nos prepara para la siguiente y que, casi siempre, cicatrizan las heridas. Que la paz se conquista peleando y que no suele durar mucho, pero no es humano vivir siempre en guerra. Ahora que acudo tardíamente a la cita con los clásicos del XIX (en breve empezaré a leer Guerra y Paz) creo entender la importancia de la obra, al comprobar que la vida es, en efecto, guerra y paz, continuas, consecutivas, en ciclo inacabable.
Los personajes, los humanos, necesitamos remansos, descansos, antes de enfrentar el siguiente desafío: en las escenas o capítulos de transición, los protagonistas se recomponen mediante dudas, solaces, besos, sexo, todo siempre previo a la siguiente batalla, y todo vivido con intensidad, porque cada batalla podría ser la última. En unos segundos, en un semáforo, en la oficina, al plantar cara al conflicto familiar, seas padre o hijo, amado o amante, pasamos de la guerra a la tregua sin cesar. Más allá de los libros y las series, la vida es conflicto. Pero también es solución. No hay uno sin lo otro, aunque la solución, la calma, tarde en aparecer y desaparezca pronto. Vivir mucho tiempo en guerra puede ser horrible, acabar anulando la ilusión o el amor. Desde el presente, en la trinchera, a veces no vemos cómo dibujar, cómo conseguir, cómo diablos convocar a la paz. Pero hay que aguantar, como decía el hombre de Galicia (y pelear por ella), porque termina llegando. Después de comprender primero como hijo y luego como padre cómo se vive la turbulencia de hacerse mayor, no me extraña que mi madre llamara a su casita de campo Pake-leku, “lugar de paz”, en euskera. Cuánto debieron guerrear nuestros queridos padres con todos sus retoños, desde el otro extremo de la cuerda, que siempre sostuvieron con firmeza para que no nos perdiéramos, como para llamar así a su refugio en la madurez de su vida: Pake-leku. ¡Qué bien que llegamos a tiempo de firmar la paz!