El editor me ha devuelto el artículo. Dice que no queda claro el tema y que empieza a hartarse de mis vagabundeos siderales, que debería navegar menos por la periferia y viajar al centro desde el primer o segundo párrafo. Es decir, que explique desde la primera frase el meollo del asunto, en este caso, mi teoría sobre el centro de las cosas. Porque creo que todo gira y que, por lo tanto, lo hace en torno a un centro, que rotamos a distintas velocidades y buscamos sincronizarnos con el mundo un máximo de 78 veces al día. Esa es mi teoría. Pero esto, mi querido editor, no es tan fácil de explicar. A ver si lo consigo, y me publicas de una vez, y paso al siguiente tema, que va a ser genial, ya lo verás:
La vida es el centro. Y gira. Despacio y alocada, remolona y desesperada, cariñosa y salvaje, apasionada casi siempre. El despertador nos lanza al día, al enésimo giro de la Tierra sobre sí misma, ligeramente acostada para que gocemos de las estaciones. Salimos a la calle, al trabajo, a la escuela, a la desocupación, con ritmo circadiano. Vuelan los números al caer de la agenda como hojas en otoño. Empieza el baile alrededor del día. Hoy conduciré, me plantaré ante un padre, una novia, un jefe intransigentes. Hoy avanzaré en mis trabajos para entregar en la editorial, en el taller, en el claustro, en el consejo, hoy me plantaré ante el espejo para intentar responder a la pregunta: ¿Lo que hago con mi vida es normal, razonable o, simplemente, es una pérdida de tiempo, ese que empezó a marcarse al despertar esta mañana, al salir de esa zona oscura (dormir o no dormir, he ahí el dilema) que es el sueño? Uf, sueños, qué rápido ha salido la palabra, a ver cómo conseguimos volver a centrar la cuestión, mi estimado editor. No es fácil. ¿Cuántos giros damos cada día sobre nosotros mismos, mientras el suelo que nos sostiene da vueltas, a su vez, en el espacio, mientras la Tierra acude tranquila a la cita, juguetona, con su baile anual alrededor del chico guapo, el Sol?
Un anuncio en un cruce, en un semáforo, en el metro, nos saca de nuestro camino, nos invita a entrar en un nuevo mundo. La bronca con la novia, que lo habitaba todo en nuestra mente hasta ese momento, se diluye ante la bifurcación. La chica del anuncio es de verdad, por mucho photoshop.
En algún lugar, esa chica existe. ¿Cómo será en la realidad, en carne y hueso? Además de guapa, ¿tendrá mucho o poco genio? ¿Será cariñosa? ¿Podría hablar con ella de este tipo de cosas? Aunque sea una modelo inalcanzable, mi viaje alrededor de la foto me invita a pensar que existen muchas más ahí fuera con las que no sea tan difícil relacionarse. Eso está bien. Ya no tengo 20 años, el tiempo me lanza hacia delante. El cruce en el camino me saca del mundo tenso que anunciaba una ruptura y me introduce en otro universo, algo más amable, que me dice que nada es para siempre. Solo le falta el guiño en la foto mientras el metro me aleja de ella, hacia la oscuridad del túnel, y yo quedo prendado de su mirada. Gracias, baby. Dos mundos y apenas he salido de casa. La radio en el coche invita a saltar de nuevo. Cuántas emisoras, cuántos botones, cuántas opciones. Un nuevo grupo musical apetecible, recomendado por una emisora vanguardista, desplaza a la novia, (y al jefe, al hermano, a tu madre siempre pendiente), que aguardará en otro momento del día a volver a intentar ser EL CENTRO del mundo, quizá para escuchar de nuestra boca un mensaje precisamente sobre el fin de nuestro mundo. Kings of Convenience, quiénes son estos daneses que cantan en inglés y recuerdan a Simon y Garfunkel.
Hambre de nuevos artistas originales, hambre de arte, de amor, de cultura, de paz, de armonía, de viaje, de salud, de bienestar, sensaciones y mundos paralelos obtenidos gracias al sonido de esos chicos que cantan a dos voces y que se colarán después en la reunión de trabajo, o en la comida con ese amigo al que vas a relatar el desastre de tu vida, o en el tráfico machacón que te tendrás que tragar como mensajero, o en la verborrea de tu jefe repitiendo las cosas como tu madre, pero a él nunca le echarás de menos, o en el café de la facultad en donde ficharás a la que te gustaría que fuera tu nueva novia, porque en la clase anterior la profesora te ha parecido más humana que nunca, y el tema del día, la percepción del tiempo, te ha dejado preparado para lanzarte definitivamente al cielo, a conocer la materia de la que están hechas las nubes. Ya es mediodía en el jardín del bien y del mal. Por la tarde, se cruza en el camino una serie nueva de televisión que recoge el ambiente musical de los años 70, en especial, la música disco. Nueva encrucijada, otro mundo más para este día. Otro viaje al pasado. Stop. Hamlet regresa al rescate: morir, dormir, quizás soñar. El pequeño aparato de radio de AM suena ahora en la noche en la tienda de campaña.
Una canción melancólica y penetrante, Guinevere, de David Crosby, se apodera de las sombras en las ruinas de un castillo irlandés, en las faldas de cuya colina se levanta la tienda.
El transistor se apaga y doy las buenas noches al otro ocupante, también adolescente. Por la mañana hemos visitado a una chica que conocí apenas unos días atrás en una disco. La he buscado hasta encontrarla y comprobar, después de su sorpresa inicial (resulta ser la hija del policía del pueblo), que, para ella, aquello fue simplemente sábado noche. Para mí, un nombre para la eternidad. Mi noche es un lamento acompasado a Guinevere. La música disco, simplemente, no cabe en mi mundo. Estamos en 1976.
Sí, tengo un problema con la música disco. Primero, porque hace 40 años, se adueñó de las pistas de baile con el sonido Filadelfia, que usaba violines para acompañar lo que tiempo después entendí como ritmo salvaje y funk. Como hijo naciente del rock, aquello era un ultraje a la autenticidad. Sin embargo, millones de personas lo abrazaban, más que a Neil Young y sus discos mezcla de poesía y ácido. Esos millones y millones de personas que escuchaban radio comercial, que bailaban el sábado noche como Tony Manero, no podían estar equivocadas.
Aunque esto lo comprendí mucho después. Cuando John Travolta rodó Grease, las chicas se volvían locas, daban clases de baile de la película (John Travolta dancing lessons, decían) y, sinceramente, el cuerpo en movimiento molaba más. ¿Neil Young, dices? Por favor, vaya petardo. Let’s dance! En paralelo, el punk había ajustado ya casi todas las cuentas con el establishment previo, con los dinosaurios del rock.
Los punks se ciscaban en todo y en todos. Imperdibles, correas, collares de pinchos, crestas: “God Save the Queen, a fascist regime!” ¿Quién se atrevía a decir entonces tan abiertamente que el británico fuera un régimen fascista? Ni siquiera Ray Davies, el alma de los Kinks.
A pesar de que la acepté finalmente (no está tan mal, admirado editor, para que veas lo abierto que puedo estar también a tus comentarios), hoy sigo teniendo un problema con la música disco, con la de ahora, porque la siento tan elemental, primaria y chiclosa como entonces me parecía el sonido Filadelfia. Me produce cierta desazón que las estrellas sean DJs al mando de unos giradiscos mezclando sonidos y ver miles de personas en una piscina en Ibiza o en cualquier otro paraíso del Mediterráneo, el mismo que nos dio casi todo lo que somos, bailando al son de un ritmo machacón y predecible, esperando un crescendo que estalla como un clímax una y otra vez.
Reconozco su valor congregante (como muchas otras cosas francamente muy cuestionables que prefiero no empezar a enumerar, sobre todo por si te irritas y encuentras un motivo más, aparte de la sistemática divagación, para cargarte el artículo). Y admito también que la música disco es casi la única música de masas de esta sociedad fragmentada para ser escuchada en directo en eventos desprovistos de mensaje más o menos evidente (aunque seguro que, a ti, sí te parece que lo tiene. ¿No te vieron en Pachá con una jovencita en Ibiza la semana pasada, a la salida del seminario sobre nuevos autores?).
Sí, veo a los DJs como mezcladores humanos de sonidos, que se apoyan en la suma de la multitud de pequeños y grandes cambios surgidos, para bien, en la música (y en nuestra sociedad) en estos últimos cuarenta años, cuya convergencia última (intersección de conjuntos, ¿os acordáis, en el cole?) se traduce un espacio común musical fácil, machacón, trivial para mi oído. En paralelo, miríadas de artistas independientes, de proyectos llenos de alma y breve recorrido, intentan hablar, abrirse camino, buscando un éxito siempre relativo. Ese gran cambio implica que todo lo anterior se ha asimilado, que no tiene sentido que ningún grupo nuevo repita esquemas de los Beatles, de Frank Zappa o de Neil Young. Pero tampoco de U2, que regaló su último disco en iTunes, o Nirvana, de Oasis o Cold Play. Muchos de los seguidores de DJs de hoy no conocen, porque me imagino que no se estudia en los libros de texto, que los Sex Pistols, The Clash o Jam fueron los Robespierres que nos trajeron la libertad impuesta, sangrante, salvaje, que 200 o 40 años después, disfrutamos en el mundo de la música sin saber muy bien de dónde nos llega. Simplemente, no nos lo cuestionamos. Pero hubo que ejercer la fuerza con los salientes. Ninguna revolución se hace sin resistencia.
¿Ves, querido editor? También hoy hemos ido de museos, para explicar mejor la teoría del centro. Ha sido el enésimo pequeño mundo visitado de este día peonza, que viste de invierno. Vosotros sabréis si cortasteis con ese novio o novia y lo que vino después, si os plantasteis ante vuestro jefe o vuestra madre, si en la noche de una tienda de campaña en un entorno casi fantasmagórico escuchasteis una canción que no olvidaríais nunca, o si nada de esto os ha ocurrido aún o viviréis mil circunstancias distintas, propias, vuestro presente. Entre música y metafísica, he llegado a la conclusión de que solo puede haber un máximo de 78 mundos en un día. Quizá existan más, o menos, pero en el análisis analógico, único que soy capaz de hacer, no caben más que 78. En seguida explico por qué (paciencia, mi querido, que ya casi está). El invierno recién comenzado me invita a contarlos para certificar su número en este artículo, pero ocurre como con las ovejitas por la noche: no se dejan contar sin acabar por sembrar la duda: ¿es así o lo he soñado? Se embarullan ante los ojos sin permitir conciliar el sueño… ¿o ya estoy en él? Y hay que volver a empezar a contar, y así, sin darnos cuenta, fluye el día entre ataques finos y conscientes que nos llegan desde la realidad y descansos neblinosos en los que esa realidad se atrinchera, contraatacamos y, quizá, nos ofrecemos una tregua. Cuántos días, cuántos miles de pequeños mundos acumulados desde que el sonido Filadelfia invadiera las pistas. Sueños de ser deportista en las olimpiadas (¿y astronauta, para observar quizá desde más arriba aún el mundo?), de viajar, de escribir como los ángeles sin pisar el infierno (me temo que no es posible), de ser feliz, de conquistar cimas únicas, no compartidas, que luego aflorarán en lo que de nosotros perciban los demás; ganas de ser Robin Hood cuando lees en el periódico los desmanes de los poderosos, de ser Supermán, cuando una catástrofe te estremece. Todos los personajes están inventados para ayudarnos a vivir. Muchas veces, nacen de esa misma realidad terca que insistimos en doblegar. El día se estira y se encoge y lo navegamos fiera y dulcemente a la vez.
Saltamos sin cesar de un mundo a otro. Día tras día. Y al ver una película de hace 20 o 30 años, la estética revela que el río nunca es el mismo (es lo que tiene leer Siddharta, de Hermann Hesse, a los 17). Ahí, en ese mundo de hace X años, estuvimos nosotros. ¿Te acuerdas? Jopé, qué pintas. Cada siglo dio paso al siguiente. Ahora, en un mismo día viajamos en carroza, en cohete, en un paquete de datos. En cada acto, en cada reflexión, nos sale toda la Historia, toda nuestra historia: el Presente se nos muestra así lleno de la grandeza adquirida en la batalla de los días, los innumerables frentes, los incontables mundos en los que nos repartimos en cada giro de la Tierra. Es la batalla inenarrable del presente, que pronto se escribirá como gesta en nuestra memoria selectiva. Batalla y vida, en cada acto de hoy, en cada salto a mundos distintos que se atenúan cuando vamos a dormir y que despiertan junto a nosotros para volver a presentarse como tentadoras bifurcaciones en el día siguiente. En cada pequeño mundo que puebla nuestro día tenemos presentes a padres y a hijos, a abuelos y bisnietos, porque ellos también llegarán, como llegamos todos a esta tierra.
Es un carrusel que se enciende y se apaga cada veinticuatro horas (¡qué maravillosa la canción Circle Game, de Joni Mitchell!). El día, una vez más, todo lo que somos ocurre en el día, ese mar en el que navegamos en pos de la aventura que dé sentido a nuestra existencia. James Joyce le dedicó al día su obra más fundamental, el Ulises. Entonces, si todos los mundos que creamos y en los que vivimos surgen de ese mar que es el día, ¿cuántos hay? Si Julio Verne concibió el viaje alrededor del mundo en 80 días y Julio Cortázar remodeló la cuestión, homenajeando a su querido Verne, instalando 80 mundos en un día, el número máximo de mundos para un eterno aprendiz no puede superar los 78. Eso, si no quiere perder la órbita y salir despedido sin control hacia el cosmos más negro por exceso de ambición mundana.
Siguiendo la máxima de un viejo profesor del colegio, “el 10 es para Dios y el 9 para el maestro; a partir de ahí, como máximo os pondré un 8”. Pues eso, 78 como máximo. Si nos esmeramos, claro. Muchos de los mundos son recurrentes y nos asaltan a la misma hora. A veces en sueños, otra en el café de descanso a media mañana: hoy, mi pequeño mundo sin resolver es la música disco. Toda la vida revolviéndome contra la dictadura de lo mayoritario como seña de identidad. ¿No estamos mayorcitos ya? A ver si resuelvo y dejo espacio en el día para otros mundos menos mundanos, o, incluso, para un pequeño descanso, para mirar las nubes.
Y me temo que el editor me va a devolver el texto otra vez, porque seguro que no le queda clara todavía la teoría del centro de las cosas y, además, no le ha molado nada lo de la chica de Ibiza.
Pero, ya que se va a poner así, me guardo mi mejor descubrimiento para el final: es el día (o sea, el Tiempo) el que orbita alrededor de los 78 mundos que recorremos o que nos recorren el espinazo mientras los alimentamos con nuestro aliento y nuestra sangre viva, nuestra sed de existir. Si tenéis dudas, escribidme y os lo explico mejor. Y al editor, que le vayan dando (hoy, por lo menos, que tengo que recorrerme unos cuantos mundos más antes de acostarme, aunque, conociéndome, seguro que más de uno se queda para mañana. Vaya lata.)
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El video de Circle Game, de Joni Mitchell, con letra.
¡Qué descubrimiento este blog! He leído «78 Mundos» y «Cara B» y solo puedo decir que es una delicia leerte. Acompañados de música, como la maravillosa Circle Game de Joni Mitchell, todo un placer. Leeré todos los que me faltan y los que han de llegar, no lo dudes.
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Muchas gracias, María Jesús. Me alegro de que te gusten. Unas veces, los artículos son retazos de memoria pasados por el filtro de las nubes. Otras son simples ejercicios de libertad literaria. Pero lo que importa es que aporten algo, aunque, en ocasiones, no se sepa muy bien el qué.
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