El primer corte es el más profundo. Lo sabía el antiguo leñador, el de los cuentos, el que derribaba los árboles del bosque a golpe de hacha. Lo supimos de niños cuando algún adulto nos regaló la primera navaja de hojas poco afiladas, para que no nos cortáramos. Primero papel, luego cuerdas y finalmente palos. Afilábamos ramas arrancadas para convertirlas en pinchos, en lanzas, en armas primitivas, jugando a hombres de las cavernas, a soldados romanos. Si queríamos seccionar la madera, hacíamos un primer tajo que hendía la superficie, rompía la protección, la corteza, solo la piel, pero a partir de ahí, la materia bajo esa primera capa se resistía a nuestro filo. Y parecía sangrar al cortarla. Todo era nuevo, todo era futuro pero, ya de niños, el mundo se revelaba como algo que no iba a ceder a la primera.
Ese primer juguete, regalo preciadísimo de tu padre o de algún tío, nos hacía sentir mayores, acariciar el poder que vendría con la edad. No imaginábamos que el poder, por sí mismo, resultaría tan vacuo. La navaja viajaba en tu bolsillo, te encantaba su tacto al meter la mano. De vez en cuando la sacabas y buscabas algún cordel, algún palo, alguna excusa para aplicar el filo sobre una realidad que hasta ese momento vivía ajena a tu nuevo juguete. Sus hojas casi romas abrían nuevas vías al mundo que se ofrecía en toda su vastedad. A pesar de que apenas cortaba, la navaja era un juguete-arma de verdad. Era un paso más allá de las pistolas de cowboy, de la metralleta de Elliot Ness y sus Intocables, que antecedieron a los videojuegos y con las que jugábamos sin ninguna conciencia de militarismo o violencia.
Pero la navaja servía para la vida diaria. Los niños de la película La guerra de los botones se cobraban el botín, los botones de sus enemigos, con certeros manejos de navaja. Por eso, en un golpe brillante de estrategia, un bando decide ir a la guerra desnudo, para que no haya botín posible. La guerra podía ser un juego de niños. Y la navaja era un arma.
Pero, en seguida, la realidad se empeñó en complicarse. Quizá por eso nos habían regalado una navaja, para que aprendiéramos a protegernos, pero no de nuestros semejantes, sino del conjunto de secretos que encerraba la vida y que, a modo de juego todavía, se nos invitaba a ir descubriendo, aunque ya empezaran a doler. El primero, el del amor. En concreto, el del primer amor.
De eso hablaba precisamente Cat Stevens en una canción que se llamaba así: The first cut is the deepest, el primer corte es el más profundo: el fin del primer amor, hachazo profundo que se lleva por delante las tiernas capas de superficie protectora y virgen y llega a la sustancia. A partir de ahí, la piel, regenerada, se vuelve un poco más dura. Habrá más hachazos, pero no llegarán tan profundo. Una canción abría camino a nuestros ojos, a nuestros sentidos, a nuestros sentimientos, perforando nuestro tierno vestido, cortándonos los botones de un tajo, nos preparaba para la batalla que seguiríamos librando al crecer. Esa y mil canciones más, que llovían del cielo mágico de los 60. Cat Stevens la vendió por 30 libras antes de grabarla y editarla con su propia voz, a finales de 1967, y empezar a construir su carrera fabulosa como el cantautor británico de voz grave, estrella de los primeros 70, cuyos discos irradiaban buen rollo.
Nuestro inglés incipiente no entendía bien algunos títulos: Teaser and the Firecat, Tea for the tillerman, Catch a bull at four, cuyas portadas llenas de color y optimismo anunciaban canciones sencillas con mensaje, perfectos himnos para un juventud que ya mostraba sin vergüenza sus emociones en público y que la industria discográfica empezaba a canalizar tan bien: composiciones como Wild world, Moon shadow, Lady D’Ardanbille, Peace train, Morning has broken, o esa increíble Father and son, en la que un padre y un hijo dialogan en medio de la canción sin poder resolver su conflicto generacional, rompían la superficie protectora, invitaban a navegar hacia dentro, a escarbar dentro de nosotros mismos, (¿qué es eso de contar la historia del padre también?), a proclamar verdades que suponíamos nuevas y universales, mientras el mundo corría paralelo a nuestro despertar. Nuestra navaja de niños ya no podía cortar las gruesas ramas de árbol que se nos iban cruzando. El rock nos mostraba un camino fácil hacia lo difícil, lo nuevo, lo prohibido, mucho más rápido y directo que otras artes más asentadas, más exigentes en su interpretación, como la literatura, la música clásica o las bellas artes, algunos de cuyos popes probablemente ni siquiera aceptaban la revolución que proponía.
Cat Stevens y sus coetáneos abrían camino, como una navaja afilada, esta sí para adultos, capaz de penetrar en la superficie de un único golpe certero (eso hace una buena canción: llegar directa a la sustancia, al corazón). El resto es dejar que el mundo se adentre a través de la herida y la materia tierna expuesta se relacione con el exterior. Cat Stevens, el cantante de origen griego, de tez oscura y largos cabellos y barba morenos, llegó a lo más alto. Incluso sacó un disco cuyo título, The view from the top, me ha sugerido siempre muchas cosas: la vista desde la cima. Cat subió a la montaña y la cima le quemó, le abrasó la ventisca en la cumbre del rock. Probablemente pensó que se había corrompido su papel, su misión de intérprete de los signos de su tiempo, que su idea primigenia de crear canciones que deshelaran los cuerpos y los prepararan para el amor se había desintegrado en el engranaje de la industria discográfica. Abandonó todo lo que le había aupado incluso como sex symbol, se convirtió al islam y se retiró de forma repentina, casi abrupta. No estaba en paz consigo mismo. Se cambió de nombre, renegaba del anterior. Ahora solo respondía al de Yusuf Islam.
Más de treinta años después (¡media vida!), reapareció, e incluso volvió a la carretera (este mismo año ha estado de gira. Se puede ver el concierto completo del Festival de Viña del Mar, Chile, 2015, en Youtube), profesando a la vez rock e islam, un equilibrio difícil. No parecía el retorno del dinosaurio del rock para una única gira que le dé dinero y autoestima y una razón para rebajar barriga, sino el de alguien que pone sus canciones al servicio de una causa. Sus arrebatadas canciones de amor, quizá demasiado sencillas para los tiempos actuales, son cantadas ahora por un abuelo de pelo blanco, que a veces viste atuendo musulmán (como en el video de Father and Son que os propongo) para un público maduro y entregado, una imagen chocante en un mundo tan condicionado por la imagen y los maniquesímos.
Sí, baby, sigue siendo un mundo salvaje, sí me persigue una sombra de luna muchos meses, sí, hijo, no es tiempo para cambiar, mírame a mí, soy viejo pero feliz…Ese mensaje de Father and Son, que escuchamos cuando crecíamos, que repetimos a nuestros hijos cuando estaban creciendo, sigue vigente. Mientras nuestros padres ejercían con enormes problemas su paternidad, nosotros buscábamos guías lejos de ellos, en tipos como Cat Stevens. Y en cualquier propuesta artística que nos llegara de verdad al corazón. El arte propone viajes que podemos o no emprender, pero que, sin él, seguramente ni siquiera imaginaríamos.
Recuerdo la lectura de La Isla, de Aldous Huxley, a los veinte años, como una primera lectura de madurez después de las de aventuras y otras menos relevantes. Una isla donde la humanidad está experimentando con nuevas formas de sí misma. La lectura de determinadas novelas producía el mismo efecto de la navaja: abrir la materia tierna al exterior y hacerla vibrar con ideas, pues con nuestra imaginación solo nunca llegaríamos a vivir esas otras vidas que nos proponen. Y más música. Por las mismas fechas, tropecé con un dúo canadiense, de Montreal, llamados Serge Fiori y Richard Séguin.
Solo hicieron un disco: Deux cents nuits a l’heure, otra medida de la velocidad, publicado en 1978, que me llegó a través de un amigo en 1979, en un momento especialmente tierno y poético, los veinte años. Eran temas largos, ricos, llenos de matices, de desarrollo, de armonía. Y con una letras que derretían. Chanson pour Marthe era la canción de amor perfecta. Pero el disco se cerraba con otra canción de amor, del guitarrista a su guitarra: ¿Te acuerdas de la primera noche? Tú estabas desafinada, y a mí se me olvidaba la letra,… Durante años intenté conseguir algo nuevo de ellos. Imposible hasta que llegó internet. Nunca volvieron a grabar un disco juntos. Siguieron carreras por separado. Nos olvidamos a veces de lo duro que es crear, de la tensión creativa a la vez agotadora y satisfactoria que se precisa para alumbrar una obra. ¿Qué le pasó a Cat Stevens, de qué se hartó? Quizá de su misma propuesta sencilla y excesivamente exitosa. Bueno, tenemos siempre a mano el referente de amor-odio de John Lennon y Paul McCartney para imaginar el desgaste de la creación intensa. Los grupos nacen y se terminan. La magia se esfuma después de alumbrar grandes obras. Yo aún escucho a Fiori-Séguin. Richard Séguin sacó hace poco un disco y, paradojas de la vida, fue mi hijo quien me lo trajo de Canadá. En él hay una canción que invita a dar el corte, el hachazo a la superficie. Se llama “Escribe” y en ella enumera mil razones para escribir lo que te pasa por la cabeza, por el corazón, para perforar la superficie y bucear en aguas más profundas.
Un artista maduro, como Richard Séguin, sigue llamando a la acción con energía, con la fuerza seca del rock, a que pensemos en lugar de que otros piensen por nosotros. Por eso sugiere la escritura como un acto de resistencia: escríbelo, escribe tu vida y sus impulsos, escribe tu disconformidad, escribe lo que eres, lo que sea, pero escríbelo. Moléstate en escribirlo para que cuaje en tu interior de verdad, porque la palabra no ha perdido aún todo su valor en este mundo de imágenes. Y lo transmite en un video seco, directo. La canción empieza a escribirse en la mente, el interior oscuro, y el acto de escribir, de cantar, la libera y la coloca, nos coloca, en el mundo exterior.
Vivimos casi tan solo para trabajar y mantener nuestro estatus y ser “entretenidos” (¿cultura o entretenimiento, don Mario?) como descanso bien merecido, a través de propuestas audiovisuales que nos llegan por mil pantallas y que nos quiebran la atención. En este contexto algo desquiciado, los artistas que viven entre nosotros nos proporcionan el equivalente a la navaja del adulto, la hoja fina y afilada para cortar de un golpe certero la capa de mentiras o de verdades en las que vivimos sin siquiera importarnos dilucidar entre unas y otras y, a veces, preguntarnos cosas, conducirnos o dejarnos conducir por las emociones, de forma consciente. De vez en cuando, un escritor intenta explicar su oficio y definir qué es la literatura desde un artículo. Sus razones son difícilmente explicables: cómo justificar su encierro solitario, para salir de gira a presentar su obra en librerías (no en estadios) una vez cada varios años. Un oficio muy duro, el de escribir. Como lo es el rock and roll: solo o sobreacompañado, el artista camina por la realidad como todos, pero le llegan otros estímulos, distintos a los de la mayoría. Se siente (y quizá lo esté) tocado por los dioses. Y se ve en la obligación de buscar, de asestar un corte a esa realidad con su instinto y su capacidad de transformación de lo observado. Lo siente como una misión. Siempre hay alguien ahí por el dinero, pero en el fondo, o en el principio, había una ilusión y, seguramente, también un obsesión: explicar el mundo que nos llega mientras lo habitamos. Por supuesto, no lo hace igual un músico que un pintor, que un escritor. Convivimos cerca de ellos y les vemos ausentes, malhumorados, tensos o radiantes, porque la cita con la musa no está marcada en ninguna agenda. No es cuestión de hora, sino de actitud: el artista tiene siempre la navaja lista para hundirla en la realidad, pelarla y extraer de ella lo que los demás no ven. Saben que, para sorprender incluso a esa realidad, el golpe debe ser certero y sin avisar. Por eso la musa nunca se anuncia. Solo puede indicar, desde su irrealidad, que se presenta una oportunidad de diseccionar un momento, un sentimiento, una verdad o una mentira, que se traducirá luego en una canción, en un cuadro, o en la semilla de una novela que se escribirá a lo largo de muchos días de navegación subcutánea.
La cultura, como obra conjunta de los artistas vivos y de los que nos precedieron, es como una navaja suiza que necesitamos para viajar por el presente también multiuso y agitado, el presente-batalla. La hoja grande y afilada, la pequeña puntiaguda, las tijeras, el punzón, el sacacorchos, el abrelatas, el abrebotellas, la sierra,… la cultura que hemos construido después de más de veinte siglos de civilización nos asiste en cualquier momento para hendir la realidad en un momento determinado y conocernos y disfrutarnos más. De repente una artista nueva y jovencísima nos llega por esa fracción de atención que internet nos propone y descubrimos todo un mundo creativo a nuestro alcance. En esa micra de atención que le hemos dedicado, algo ha resonado en nuestro interior y sentimos la necesidad de indagar más, de asombrarnos ante su juventud deslumbrante, ante una forma de hacer que nos recuerda a algo muy nuestro, muy interno, muy íntimo. Ha perforado todas la capas de distracción y ha llegado directo a nuestra sustancia, la que late en nuestro interior. Ella está ejerciendo de forma activa y consciente su identidad, con solo 18 años. Quizá incluso la veamos crecer como artista si decidimos seguirla, tan distinta su propuesta al éxito de Cat Stevens, tan minoritaria, son tiempos distintos. Navaja multiuso, por favor, para abrir la realidad en dos, o de lado, o hacerle un agujerito y mirar, o para descorcharla y brindar. Niños o adultos, es un gozo palparla en el bolsillo, saber que para los juegos que nos llegan después de la adolescencia, después de comprender que el sufrimiento no es solo una palabra, hay una herramienta que podemos llevar encima siempre, una navaja que a veces no está bien vista por la autoridad, pero que es legal y necesaria: la cultura.
Casi no me atrevo a escribir una palabra ante la elocuencia y la concatenación d ideas y palabras. Partiendo de una navaja eres capaz de llegar a la cultura pasando por la música y evocando a cantantes que forman parte de nuestro pasado y que me ha encantado recupetar.
Solo diré que no dejo de sorprenderme. Por favor no dejes de escribir.
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Muchas gracias por tu generosidad. Escribir es buscar. Y yo pienso seguir buscando.
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