De vez en cuando se cruza en mi vida un héroe, alguien a quien descubro por casualidad (¿realmente existe la casualidad?) y pasa a formar parte de ese reducido grupo de seres humanos a quienes admiro por la razón que sea, por su obra, la mayor parte de las veces, fruto de una actitud. Una obra que siempre va vinculada a un pensamiento poderoso y a un tesón previo a prueba de bombas que, muy probablemente, es el que les ha llevado hasta cruzarse en mi camino en este mundo de márketing de masas.
Suelo decir que Neil Young es mi último héroe vivo. Evidentemente, es verdad a la vez que una exageración. También lo es Bob Dylan y, en menor medida, Bruce Springsteen. Quienes hayan paseado por Las Nubes saben a qué me refiero. Pero quien más me impresiona y llega a mi corazón es, cada vez más, esa gente de otros circuitos, o, como en el caso de hoy, aún más: gente sin circuito de difusión apenas.
Es el caso de un anciano, un hombre de claridad y vitalidad envidiables para quienes habitan en las nubes. Se fue para siempre hace unos días. Adiós a un hombre, a una historia de 91 años, como mi padre casi. También de Bilbao. Ramiro Pinilla, más importante que el Puente Colgante, más que el Gugenheim y el funicular del monte Artxanda, más que el Athlétic Club, que la Ría misma, ángel de la guarda de una historia de los vascos única, maravillosa, exigente, incontaminada por la política, pues su obra desprende la deliciosa profundidad del carácter vasco al que la ideología le sobra, porque es algo pasajero, y él, el pueblo vasco, es un colectivo que trasciende la “vulgaridad” de las grandes convulsiones del último siglo y medio. Es ese pueblo vasco que él representó a través de un manojo de personajes asombrosos, y lo hizo sin descanso, una y otra vez, en sus novelas, captando por capas la esencia de una cultura anfibia, tan pegada a un pedazo concreto de tierra y mar, apenas unos montes, unos caseríos dispersos por unos barrios, una playa: la vida entera practicada y escrita desde allí como acto de militancia del escritor empeñado, comprometido con su oficio, de escritor y de vasco.
Nuestro encuentro ocurrió, cómo no, en una librería, un día de diciembre de 2004. Recalé en la Casa del Libro de Gran Vía de Madrid y me topé con un ejemplar negro, de portada hermosa y ancho canto, de título complejo: Verdes valles, Colinas rojas. Tomo I. La lectura de la solapa y de la contraportada me invitó a seguir curioseando y ojear páginas sueltas de un tomo que alcanzaba las 800 páginas. Se anunciaba como una obra monumental sobre el vasquismo, un Guerra y Paz euskaldún a lo largo de décadas, que arrancaba en el final del siglo XIX y llegaba hasta el nacimiento de ETA en los años 60, una navegación por un mar literario de incalculable profundidad, cuyo oleaje empujaba hacia su destino a generaciones de vascos que iban a despellejar sus colinas rojas, colmadas de hierro, gracias a la llegada de miles de trabajadores del resto de la empobrecida España.
El desafío narrativo que planteaba me cautivó y lo compré y me lo puse por Reyes en enero de 2005. Para ese momento ya sabía que la monumental obra constaba de tres tomos y que se había escrito a lo largo de 20 años. Estos días he sabido que el primer tomo de Verdes valles, Colina rojas se había editado en 1986 en una editorial que el mismo Pinilla alentó. Cuando leí el primer tomo, a lo largo de muchos meses de tiempo fraccionado por trabajo y familia, quedé deslumbrado ante la carga literaria que habitaba en cada una de sus ochocientas páginas. ¿Quién estaba detrás de todo aquello? ¡Un hombre de 80 años había escrito eso!, me dije. Y busqué fotos, saber quién era: un rostro vasco presidido por una boina, nariz aguileña inmensa, mentón pronunciado, mirada franca. Éste ha sido, cómo lo habrá hecho, tendrá más libros, quién es, por qué sale esto ahora. Había una historia detrás, la de su vida comprometida, con un premio Nadal ganado en 1960 sobre un tema que ya se desarrollaba en la misma playa, aunque luego Pinilla rehuyó los cenáculos literarios para desarrollar su vida, probablemente con algún desencuentro con su familia por su forma de entender la misión que sentía encomendada.
Sabemos de Hemingway, de Wilde, de Melville, de Poe, Stevenson, de Cervantes, de Shakespeare, cuya vida documentada nos llega tan rica como su obra. Imagino a Ramiro en sus últimos diez años (una década sorprendente, en la que ha publicado otros cinco o seis libros, el último apenas unas semanas antes de su muerte), amparado ya por una editorial de prestigio, Tusquets, librando un divertido combate contra la lógica de la vida y la vitalidad, enhebrando frases para seguir sacando puntadas a su universo, mucho más vasco que el que, con seguridad, se ha enseñado en las ikastolas en los últimos treinta y cinco años. He imaginado a Pinilla muchas veces en estos diez años paseando un día cualquiera por Getxo, asomándose a la playa de Arrigunaga, y viéndolos a todos allí, superpuestos, generaciones de bueyes y hombres, creando la historia de un pueblo sin las aportaciones que todo aparato oficial, de un signo o de otro, intentar colar en los textos.
Inmerso y deslumbrado en la lectura del primer tomo, en 2005, coincidí en una comida de trabajo en Los Ángeles con el director de ETB y su séquito. Les pregunté si conocían a Ramiro Pinilla y lo que apuntaba como una obra descomunal, probablemente un hito en la historia de la Cultura Vasca. Sí, lo conocían. Pensé que estarían encantados de que un escritor vasco se hubiera lanzado a escribir la Gran Obra sobre su país, un Baroja del siglo XXI, también con boina, que, desde la más alta literatura, se instalara en la cultura oficial vasca. Y les pregunté si no se planteaban producirlo para Televisión, pues, pese a que podía imaginar la dificultad de adaptar semejante trabajo a la pantalla, me parecía un reto al menos tan ambicioso como el de la obra original. Me sorprendió su frialdad en un principio, al escuchar mi propuesta. Luego, me llegó un silencio crítico y una mirada perforadora, de comisario, acompañada de la explicación. Es que Ramiro Pinilla trata el nacionalismo vasco de una forma muy crítica y que no se ajusta a la realidad. Comprendí que la escritura de Ramiro Pinilla, tan nítida a través de su literatura de profundidad, tan independiente como cabía esperar en una persona que en 1960, con 37 años, había ganado el Nadal y se había retirado del circuito literario para sentirse más libre, chocaba frontalmente con cualquier versión de la historia oficial preferida (y diseñada) por nuestros líderes políticos de cualquier signo. Ramiro era un escritor independiente y total, por lo que estaba intuyendo en la lectura de ese primer tomo, y me lo confirmaba la reacción de rechazo del aparato de ETB. Ese mismo director de la radiotelevisión vasca, famoso por su increíble sentido del humor, que hizo posibles programas como Vaya semanita, no se sentía cómodo con un tipo con boina que había escrito a bolígrafo durante veinte años el equivalente a 2500 páginas de letra impresa apretada en Tusquets.
Mi amigo Pablo Gorostidi y yo descubrimos a Pinilla por separado pero a la vez. En los siguientes años, continué la lectura, alternándola con otros libros, para disfrutarla más, de los otros dos tomos. Cuando leí la última página, recordé lo que Pablín me había dicho: al terminarla sientes como que te has quedado huérfano, huérfano de Gran Literatura. Él incluso le escribió una carta a Ramiro y recibió contestación a vuelta de correo y una caja con textos suyos. Ahora, querido Pablo, nos hemos quedado definitivamente huérfanos de obra, admiradores de su ejemplo de vida dedicada a la literatura como muy pocos han hecho, aunque hayamos estudiado sus nombres en nuestras clases de literatura en el colegio.
En los últimos años nos ha entregado una obra sobre un jugador del Athlétic lesionado y olvidado que prefiere la pobreza antes que la indignidad de cambiar su versión del gol que le coló al Real Madrid ante el mismísmo Franco en la final de copa. Mientras nos venden a decenas de escritores más o menos nórdicos expertos en la mezquindad y el horror, Pinilla, a sus ochenta y tantos años, nos ha dado un paseo por la mejor novela negra con un detective aficionado que emula a los norteamericanos de las películas de blanco y negro desde su librería de Getxo. Nos ha enseñado a mantener firme el timón y el rumbo a quienes luchamos por no hundirnos en las olas de la superficialidad. Pinilla es el héroe anónimo que pienso honrar paseando por la playa de Arrigunaga la próxima vez que vaya a Bilbao. Estoy seguro de que le veré apostado en una peña, viendo cómo los hombres recogen al amanecer lo que el mar arroja a la playa y preparan los bueyes para subirlo hasta los caseríos, pues tienen que comenzar una civilización, para que otros escriban la historia de un pueblo.
Tus palabras me han conmovido. Ramiro era así de grande, como tu lo describes
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Muchísimas gracias, por tu comentario, María. Me habría encantado conocerle en persona. Como homenaje a Ramiro, en los más recientes artículos de este Blog, que constituyen un juego sobre el cruce entre la ficción y la realidad, el protagonista (un mugalari ya jubilado) se llama igual que él: Ramiro.
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