LA FLOR DE LA PITA

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Cuando era pequeño, tuve un mal sueño una vez. Soñaba que mi padre había muerto y me resistía a entregárselo a la tierra. Lloraba y lloraba para que no se llevaran su cuerpo, porque significaba no volverlo a ver nunca. Fue una pesadilla, seguramente provocada por la desgracia de algún compañero de colegio cuyo padre había fallecido. Imaginar la orfandad, el vacío sin protección ni guía en aquellos días de infancia era la peor de las pesadillas.

Ahora que la vida ha sido generosa y le ha permitido compartir con nosotros muchos de sus casi 93 años, siento envidia de mis hermanos mayores. Ellos le tuvieron más tiempo. A él y a mi madre, esos seres que yo conocí ya tan mayores y trabajados, padres empeñados en guiar una tras otra las vidas que iban trayendo al mundo y dejándose la vida y la juventud en ello. Mis hermanos mayores, pienso, les conocieron como padres jóvenes, novatos, quién sabe si ingenuos.

Papá y mamá - retrato en blanco y negro

Yo les conocí ya como el señor que tenía que tener a raya a una recua de fieras, amparado en una sargento de hierro que, quizá, algún día, también había sido una joven delicada de espíritu, agitada, enamorada, vestida en esos años primeros de matrimonio con vestidos que hoy despiertan pasiones vintage, a la moda según su estatus. Sin duda debió ser así, pero yo lo he vivido prácticamente a través del recuerdo imaginado, porque las historias de mis hermanos mayores se centraban en detalles escalofriantes de la batalla: con nosotros descargaron su energía, con vosotros no fue ni la mitad de duro. Como si hubiera sido un gran combate, dar forma a los vástagos, la gran pelea por nuestra educación, por que fuéramos algo. Ahora que conozco el oficio de tirar del carro, me pregunto cuántas conversaciones llenas de amargura y desencuentro se pueden haber producido en su dormitorio, agotados, tratando de mantener a flote el buque cargado de ilusión que botaron un día de febrero de 1949. Intentábamos vivir. We are just trying to be, nos amparaba Ian Anderson, de Jethro Tull. Y ellos también. Cuánto tardamos en entenderlo, Dios, ingrato oficio de padre.

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Miro hacia arriba en el cementerio en cuesta, escucho el paso del tren varias veces en el breve tiempo que vamos a pasar allí. Cómo le gustaba el tren a su paso por Legazpia. Él mismo hacía sonar la sirena al pasar, cuando hacía prácticas en la mili, aunque no tocara hacerlo, para que su novia, nuestra futura madre, supiera que él estaba allí, unos segundos, sobre unas vías, que discurrían junto al cementerio. Ilusión de novio enamorado y, quién sabe, sonrojo y orgullo de novia al escuchar el silbato. Hoy, los cipreses se confunden con las hayas y los robles de un verde escandaloso en la amable mañana de julio.

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Este fue el paisaje de sus primeros encuentros. Pero los árboles que buscan el cielo en esta cuesta imposible no pueden evitar que mi mente se vaya a otra imagen, una planta que simboliza como nadie el fin de este ciclo: la pita, cuya flor puede erguirse una decena de metros sobre un tallo recio, clavado al suelo en medio de un amasijo de hojas feas, deformadas, deshilachadas y hechas polvo. pita-proceso-de-deterioro-y-muerte.pngLos padres guían, marcan, despejan el camino a sus hijos, con un coste descomunal, para que luego estos brillen con luz propia y atraigan desde la lejanía, como la flor de pita que tanto nos maravilla. Imaginemos ocho flores así de una sola planta. Pero la maravilla va aún más lejos. Cuando parece que su vida ya se ha consumido plena de sentido, alumbrando nueva vida, aparece una nueva función: la de abuelo. Viudo, solo, tenaz, nuestro padre ha vivido 20 años más, transformado en un ente alucinante: abuelo. Ha maravillado a sus nietos con su mente ágil, sus manos diestras creadoras de tantas y tantas maquetas, les ha metido también algo de susto con su genio, ha desesperado a sus hijos con cosas dictadas desde una lógica de padre-abuelo que quizá practique yo algún día, y ha pasado todos y cada uno de los días de estos veinte años añorando a su esposa, la sargento de hierro con la que sacó adelante a esta familia de ocho.

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Ahora, nuestra emoción les sitúa juntos en algún lugar, además de en la misma tumba en el cementerio en cuesta en el que las hayas y los robles se imponen a los cipreses, pues el cementerio es monte, como casi todo en el País Vasco.

En los últimos tiempos, cuando su salud empeoró tanto que nos temíamos lo peor, aumentamos la frecuencia de las visitas, que no se sintiera solo. Con la llegada del verano, me he encontrado camino de su casa, atravesando la ciudad, cruzándola casi cada día por las mismas calles, calles llenas de vida y terrazas, de jóvenes y proyectos, de piel descubierta apenas protegida del sol. Cada día me entristecía más el contraste, sin poder detenerme ni un minuto a disfrutar del verano, porque mi corazón se arrastraba, poseído de tristeza. Cruzando la ciudad, me abandonaba al sentir. Escribí un poema rápido, confuso, titulado como el batiburrillo de sensaciones que me afligían: Todas las cosas. En él, le decía que todo lo que hemos sido, él lo ha vivido y, de alguna manera, lo ha sido. Todos los años de nuestra vida han estado bajo su égida. Y quería darle las gracias por haber estado siempre allí, porque sé que no todos los padres han estado siempre ahí, y él sí. Eligió estar. Y por eso le daba las gracias antes de que se hubiera ido. Todas las cosas, papá, eso has sido: una planta de pita finalmente deshecha después de alumbrar ocho flores, ocho troncos enormes y vistosos, ocho vidas. Ahora seguirás nuestras andanzas desde las nubes, junto a la joven sargento de hierro.

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