1971
—¿Y luego?
—Lo que viene luego es la vida.
***
Heroico. Como en el amanecer del mundo, en toda vida hay un tiempo en que el futuro se anuncia sin miedo. A partir de ese momento, todo será recordado, permanecerá en las alforjas para tirar de ellas cuando, en medio del viaje alucinante de la vida, tengas que parar a recomponer la figura. Hay vestigios previos, una prehistoria, la infancia, hombres y pueblos que cambian de cueva, experimentan con juguetes y metales, se persiguen, se aplastan. Pero un día, el niño se sube a la loma de la ciudad destruida, paisaje humano, y toma conciencia de que el resto de la vida comienza ahí.
Y todo lo que aconteció hasta ese instante de conciencia será visto desde el futuro como heroico. Así entenderá el adulto que lo que se batió en la colina importaba, porque fijaba las bases, la infancia, del mundo. Aquel promontorio en ruinas, aquella civilización arrasada que, sin embargo, anunciaba una nueva era por el hecho de ser retratada en sus restos, aquel momento fundacional, aquel año heroico fue 1971.
Año impar, ligera imperfección sobre la rotundidad cautivadora de 1970, año este del que guardas alguna foto que anuncia todo, el remolino revoltoso sobre la frente, tópico de conversación en la peluquería a la que aún acudes con tu madre y que, 50 años después, aún ves retocar, por los pelos, con inmenso placer, por tijeras expertas. Testigo de las mil batallas libradas en el medio siglo, aún te saluda todos los días desde el espejo.



1971: Esas primeras películas para mayores de 14 en que tu madre te coló al cine de la Gran Vía, las dos de guerra: El Barón Rojo y La guerra de Murphy. Cariño y protección en la butaca de patio y paso a una edad más adulta, promovidos por tu madre, ese misterio humano que aún sacude hoy la memoria, celebrando el medio siglo desde que el acomodador se rindiera a su autoridad al cruzar la puerta del cine con las dos entradas en la mano.
Desde la atalaya que el niño se ha construido en este amanecer, alto, más alto aún sobre la loma de la Troya arrasada, se distinguen en el primer horizonte naves que tardarán en llegar. Lo harán en el 1973, en 1974. Son llamadas sagradas que tendrán un efecto muy profundo sobre el joven que viene. De 1971 son los discos Aqualung, de Jethro Tull, o Nursery Crime, de Genesis, o Tapestry, de Carole King o Muswell Hillbillies, de los Kinks.


Mil veces imaginada, la primavera de 1971 fue lluviosa. Nunca paraba de llover. En aquellos días, un compañero te pasó una foto prohibida, la primera, los primeros pechos descubiertos de mujer, que escondiste entre dos cajones en tu cuarto. El gran temor: ¿y si tu madre la descubría? Qué vergüenza. Estaba claro que antes o después (no antes, la verdad, de haber hecho su trabajo: maravillarte), acabaría despedazada por ti, arrastrado por la culpa y el temor a la vergüenza, al rechazo de la madre. Sí, pero se había hecho sitio en las alforjas esa visión espectacular de una mujer desnuda de cintura para arriba, en una cama, con un actor conocido que estaba vestido, a su lado. ¿No le daría vergüenza a ella estar dejarse hacer esa foto?





1971: Primer viaje solo en tren, te recogerán en la estación los A. y pasarás una noche en su casa, lleno de atenciones, antes de entrar en el verano de pueblo en el que se construirá otra fundación: la del sorprendente sexo contrario, el gusto y el suspiro. Verano de lecturas de héroes que fijan aún más la leyenda de la vida: Julio César, Alejandro Magno de la colección de Historias Selección de Editorial Bruguera. Y de otros que enganchan por la aventura que proponen, como La Flecha Negra, el último libro en una temporada que tu madre te dejará comprar porque cree que gastas demasiado en ellos. Sí, era evidente, mami. Pero solo necesitaba uno más, ese, para entrar de lleno en el universo romántico. El verano acabará con una extraña inquietud por la experiencia de niños que maravilla a los adultos y el otoño traerá tristeza, el primer tío fallecido antes de tiempo, cuántos vendrán después. En el 76, otro año de cifras mágicas, otros dos. Ese 1971 verás a tu madre por primera vez enfadada con el mundo por esa muerte de hermano, quejándose de su marido y de sus hijos por no atenderla en su pena. La alforja se ocupa un poco más.




En ese otoño conoces el latín por primera vez y se enrosca a tu cuerpo como una serpiente, como también el francés. Y los distingues y los entiendes. Y esos primeros adjetivos que se ponen siempre delante y los verbos con el to delante que te llegan del inglés despiertan tu curiosidad. Y el libro de Física de 3º que tanto te atrajo siempre mientras quienes lo usaban eran los hermanos mayores, con un cohete surcando la atmósfera hacia el espacio con un potente chorro de fuego bajo su cola. El contenido, sin embargo, resultó mucho más árido que la portada cuando llegó el tiempo de asimilarlo.
1971: Final de la primavera, niños en autobús, de excursión a pasar el día en la finca de los curas, ese sitio a las afueras de Madrid, el campeonato de fútbol de ese año que se jugaba allí los sábados por la mañana. La medalla que aún conservas, la primera y única de tu vida durante tantísimos años, ganada después de una larga competición. Recuerdas los goles de lanza y de espada que marcaste en la portería enemiga, incluso hoy ves entrar el balón suspendido por encima del portero y abrazarte a los tuyos, capitán.
Es un tiempo anterior a las olimpiadas tan esperadas, Múnich ’72. Otro año, el 72, otro emblema que se anuncia en la vida que viene, con la rotundidad de la perfección aparente de las cifras, 70, 72, que te decepcionará, aunque arranque bien: la víspera del domingo de enero en que cumples los 13 viendo otra película fundamental de guerra, el puente sobre el río Kwai, esta vez con tu padre, que se presta al siguiente rito de maduración. Años después sabrás que ese mismo día pasaría a la historia como el Domingo Sangriento en una tierra que luego será muy querida, Irlanda. Al llegar las olimpiadas de invierno, en Sapporo, ya sueñas con ser atleta en los próximos juegos.
¿Cómo explicar la épica que desprende el mero pensamiento? ¿Tiene algo que ver con la ciudad arrasada desde la que se asoma al mundo? Toda la clase está orgullosa el día que vuelve el campeón, el héroe de todo un país. Nuestro compañero Gómez Ochoa, primo del campeón olímpico de Cercedilla, no acude a clase ese día y el director nos lo recuerda, también henchido de orgullo, porque ha acudido al aeropuerto a recibirle.
La Historia recién empezada (todo lo anterior era prehistoria) desprende signos portentosos. En lugar de eso, el verano del 72 se mostrará esquivo, tocado por un duelo ajedrecístico similar a esa contienda de Troya que ni conoce bien ni entendería el niño, entre un pueblo y su contrario, los rusos y los americanos, Fisher y Spassky, en Reikiavik, ese nombre de capital del norte absoluto que te enseñó unos años atrás tu hermano, el siguiente en la línea de hermanos y con el que te adentras en todas las cuestiones del mundo.
Allí, exiliado en un pueblo de la sierra por motivos de salud de tu padre, el verano del 72 hará aún más heroico el del 71, lejos del norte sagrado, la tierra de dioses que debía ser revisitada en el siguiente verano para continuar las aventuras por las inexploradas tierras del otro sexo. Antes de que se desdibuje el perfil de esos números afilados, el 7 y el 1, llega a tus manos una colección educativa de seis tomos que presenta un vendedor de enciclopedias en el colegio, con curiosidades, porqués, cómos, dóndes y, sobre todo, la magia de uno que no pregunta ni responde: solo habla de libros.
Otro medio siglo heroico que hojear con extremo placer en estos días de cincuentenario: la foto de Eva protegiéndose con hojas de parra ante el lector de 12 años como apoyo de un texto llamado “Paraíso perdido” de un tal Milton era tan absolutamente erótica.
En 1971 aún quedaban 10 años para adentrarnos en los 80. Una década después, en 1981, los números no ofrecerían tanto calor ni tanto misterio como los 70. La vida ya no era tan nueva. Pero sí intensa o, quizás, simplemente, densa. 73: otro inmenso año del descubrimiento, las chicas son mujeres y hay un universo de música que hasta ahora no había asomado. La curiosidad, el deseo de cruzar al otro lado, con sus consecuencias, marcarán el fin del 73 y todo el 74, annus horribilis del adolescente, estableciendo pautas de clasificación absolutamente subjetiva: los impares son los buenos, los pares son una mierda. Stop: el 75 también parece un año prefundacional, pues el 76, par, lo arrasa todo. Así pues, no se puede asignar todo al misterio de los números. No, porque el 77 será tremendo, marcando a fuego la disolución del ser romántico, y el 78, un agujero negro.
Pero en el 79 estallará todo el esplendor de la vida futura, la que se anunciaba sobre las ruinas de la ciudad arrasada, cuya historia era el amanecer del mundo. Del 71 al 79 la alforja se convierte en forja: desde la primera conciencia adulta y la puesta en marcha dela memoria de un sujeto orientado hacia la vida y el amor, hasta explotar en 1979, bañándose en el mar con las cifras, 79, a la luz de la luna de agosto. Hay más décadas, otras cuatro completas. Pero la que se inicia en 1971, abre la puerta a la historia de este mundo de nubes. Feliz medio siglo, querido 1971: el remolino de pelo aún saluda desde el espejo en la peluquería cincuenta años después.