ALMA
Preguntas y preguntas hasta que se encuentre una vacuna. Es el único ejercicio que puedo hacer, pues el editor me ha dejado confinado en casa, entregado al periodismo digital. No se arriesga a mandarme al frente, a cualquiera de los muchos que han surgido, desde los que se planta batalla a la epidemia. Sabe que me pierdo en la búsqueda de la belleza y que, a la vez, me abruma el dolor de alma colectivo. No quiere que inunde mis crónicas de nudos en la garganta o de éxtasis incomprensibles. Qué ocasión para avanzar juntos hacia algún sitio, le comento, pues el enemigo es más común que nunca. Y, sin embargo, no encuentro en sus ojos esperanza en un futuro unido. Llega esta batalla después de treinta años de capitalismo sin contrapesos, quemando los últimos cartuchos de sostenibilidad, jugando a adivinar apocalipsis previsibles. De pronto, nos han frenado en seco. Solo la salud, la vida en riesgo de la especie ha conseguido frenar al gigante de la Economía que engullía a sus propios ciudadanos.
El editor me escucha, medio parapetado su rostro tras el tazón de café que sostiene a media altura, sentado tras su mesa. Traigo argumentos, propuestas de reportajes, ángulos de cobertura: todas las vidas de un hospital, fábricas que construyen a toda velocidad lo que el sistema se llevó a producir a otros lugares en veinte años de globalización. Continúo: de pronto, la vida nos ha arrojado esta peste, para vivirla en presente. Hasta que se encuentre una vacuna. Porque nuestra invencibilidad en esta guerra no se cuestiona. Le pido que me deje acercarme a virólogos, epidemiólogos que deben estar, como yo, haciéndose miles de preguntas. ¿Puede haber algo más bello, más rotundo, para un científico del siglo XXI, que luchar contra una epidemia mundial en primera línea? Imagino sus mentes al acabar cada día de su investigación contrarreloj. Una pregunta surgida al final de la jornada, quizá tras el primer sueño, puede adelantar la vacuna, salvar vidas, dejarles insomnes hasta regresar al laboratorio al amanecer a profundizar en esa vía que se apareció cuando se entregaban al descanso.
Las anteriores pestes de la historia parecían ya solo cuentos de miedo antes de entrar en el siglo XXI. Las plagas y sus horrores superados se habían convertido en material para series de televisión. Relatos sobre otras cuarentenas, de marinos, marco para historias eróticas como el Decamerón, la peste como metáfora, cuando la agarraba un escritor existencialista. Y las ha superado. Y el mundo ha seguido siendo como era. El momento de la verdad, como en cualquier batalla, es ahora, hasta que se encuentre la vacuna. Es el tiempo de todos y para todos, es la materia para el escritor y para el poeta, que acumula el dolor del mundo. Yo quiero salir a cubrir la peste, editor. Ya me he recuperado de lo de la camarera y el músico.
El editor me sonríe cariñoso y escéptico desde el otro lado, su bigote anticuado, sus canas, algo más blancas que las que se asoman a mis sienes.
—Acabará la pandemia y las calles seguirán intactas. Si acaso, algo rebajadas de color por olas y olas de desinfectante —continúo y él intensifica su sonrisa—. Nuestros coches, nuestras casas, nuestros cachivaches que no caben ya en ningún trastero, todo eso permanecerá. Pero nosotros habremos cambiado. Habremos renunciado a algunos derechos que considerábamos fundamentales a cambio de sobrevivir. La proximidad de la muerte nos habrá espabilado como comunidad además de como individuos —y le suelto una ristra de nombres de filósofos para entrevistar, sociólogos, psicólogos, teólogos, visitas a lugares donde fabrican armas contra el enemigo, humildes fábricas textiles. Incluso le cito al hombre de color, que pasó una peste cruzando el brazo de mar del Estrecho en una patera y que me ayuda cada semana a cargar las cosas en el coche en el supermercado a cambio de la moneda de euro que meto en el carrito—. Hemos leído, imaginado, como mucho, acerca de la peste. Le cito el libro Peste y cólera, de un escritor francés, que narra cómo el científico suizo, Alexandre Yersin, discípulo de Pasteur, descubre el bacilo de la peste en 1894 (¡hace 126 años!). Otros, muy pocos, vivos para recordar la última gran epidemia. ¿Algún testigo vivo sobreviviente de la viruela? Podría intentar localizarlo.
El editor empieza a gesticular, mueve ligeramente el tazón de café de lado a lado y ya sé que vuelvo a estrellarme contra un muro. Comprendo que he vuelto a abrumarle. Seguro que me encarga algún tema venial. Hago un último intento. Llevo meses de periodismo digital y necesito ponerme una mascarilla, unos guantes y vivir la realidad de ahí fuera, acercarme al futuro que nos queda por escribir desde la incertidumbre de cada día a la que, le insisto, también le encuentro un lado bello, auténtico, insustituible. Quiero salir a buscar la belleza y la ternura en los tiempos de la peste, cuando la misión colectiva es sobrevivir.
Miro hacia fuera de la ventana mientras reposo el discurso, dándole tiempo a beber un sorbo de su tazón de pueblo. La lluvia se empeña en unificar de gris estos días. Llueve, pero sin sensación de progreso en la estación. ¿Hacia dónde vamos? ¿Hacia el verano? ¿Qué es el verano ahora, si toda la carga que depositamos en él desde hace tantos siglos, terreno fértil para de la aventura que previamente ha sembrado la primavera, se ha dispersado súbitamente? ¿Qué es un verano sin libertad colectiva? ¿Qué es una primavera sin rozar la hierba salvaje con las pantorrillas en los campos antes de que se tornen amarillo paja? Después de tanto tiempo partiéndome el pecho por la camarera y el músico, creyendo en Novella, me acabó rescatando de nuevo la mujer morena. ¿Cuál es la verdadera historia de ambos y por qué el desentrañarla tiene tanto valor para el cabronazo de Kink y su proyecto? Estuvo cerca, helicóptero sobre Madrid incluido. He pasado estos meses pensando en las motivaciones, en qué se me ha escapado de todo esto. Pero no consigo quitármelos de la cabeza. Y el editor me ha ayudado, encargándome pequeños trabajos sin riesgo que se han ido convirtiendo en periodismo digital cada vez más. Supongo que ya no corro peligro. Y mucho menos si no salgo de casa. Las gotas de agua golpeando contra la ventana desde el exterior me retienen en el limbo de mi última aventura con Novella. Entonces le escucho desde detrás de su café, en su escritorio, en la pantalla.
—Tú sigue investigando a tu parejita. Y tráeme alivio, entrevistas divertidas, columnas de esperanza. Puedes hacer todo eso bien desde casa. No te me hundas en reflexiones sobre el futuro. Eso es para los sesudos y ya lo hacen todos los días en la prensa. Tú sé fiel a tu estilo.
—¿Mi estilo?
—Sí. Tengo algo para ti. Se nos ha ido Aute. Sí, Luis Eduardo Aute. Recaba opiniones entre la gente de la cultura y de paso les animas un poco, que están chuchurríos porque lo suyo va para rato. Cuando la termines, hablamos.
¿Aute? ¿Una necrológica? Joder. Yo ya estaba listo para volver a las calles. Me había guardado la última bala: que me dejara trabajar en equipo. Ayer hablé con Raquel. Me llamaba para darme ánimos (ya no sé si quiere algo más de mí) y para proponerme cubrir juntos una explosión de solidaridad que se ha dado en el centro de Madrid y otras ciudades, en donde la gente de las asociaciones de vecinos y el espíritu humano más libre y cálido se abrazan por WhatsApp para llegar donde nadie más puede llegar en su reino, el barrio. Periodismo de base, de barrio. Para volver a empezar. Sí, suena de maravilla, le dije. Mañana mismo se lo planteo al editor. Podría ser estupendo. Pero el editor ya me ha respondido. Dejo pasar un rato, para que se me vaya el nudo de la garganta, y la llamo.
—No puedo aún, Raquel. Tengo que encargarme de Aute —se me nota el fastidio en la voz—. Quizá me puedas dar algún contacto, algún ángulo que no hayan tocado los demás, los que sí le conocieron y que ya han escrito todo sobre él. ¿Se te ocurre algo?
—Pues sí: demuestra, como haría un científico, que su arte conmovía el alma. Busca testimonios. Y en cuanto puedas, sal a la calle. Sé que estás aún afectado por lo del Círculo de Bellas Artes. Pero tienes que salir. Yo también le insistiré al editor. Si te parece bien, claro.
—Sí, claro. Me parece bien.
Pronto en el descampado de enfrente, el que es o imagino, crecerá fuerte y salvaje la hierba y nadie la cortará. Querré salir, trotar junto a mi perro. No puedo imaginar el campo de amapolas por más tiempo como un cuadro sonoro al que asomarme todos los días sin pasear por él, tocar los tallos con las manos, quedarme con algún pétalo y mordisquearlo, sentir que el verano está a punto de llegar y no he sembrado la primavera de hazañas y viajes. Quizá esta noche salga a oler el prado, tumbarme y poner mi alma a disposición de las estrellas.
********
Aquel concierto de Aute se erigió como una formidable cadena montañosa en una sola noche, separando para siempre dos grandes países, dos grandes paisajes: de un lado, una llanura agostada, humeante, plagada de ruinas. Del otro, la vertiente bañada por la lluvia que se descolgaba con suavidad hacia valles verdes, ricos en fauna y flora. Su fertilidad aguardaba al hombre que los pisara, cauto al principio, agradecido por contemplar desde lo alto el paraíso, infinitamente bello tras cruzar desde la tierra quemada.
Cómo pensar en ese momento que incluso la belleza sin par, abierta ante sus ojos, pueda sucumbir a la irrefrenable capacidad del hombre de enrevesarlo todo, de entregar la lógica al sentimiento, de subir a la montaña de nuevo a escondidas de sí mismo para mirar hacia atrás y llorar desde arriba, a destiempo.
El recuerdo huele a lluvia. Parece que la memoria del agua anega toda crónica de desamor. Y todas las primaveras llueve. Pero aquella llovió muchísimo. Bastaría con mirar los registros de aquel año. Cómo creció la hierba salvaje en los campos. Cómo se llenaron los embalses. Con qué descaro las amapolas rojas se insinuaban en junio en los prados de las afueras. Cómo, desde su lugar en el cielo, las nubes regaban día sí, día también.
El agua limpió la atmósfera de aquellas semanas en que apenas estrenaba el cuarto de siglo y afrontaba el muro imposible del futuro: los nudos que se habían formado a mi alrededor y me asfixiaban por no desenredar la cuerda antes. Sí, pero cómo, cuándo. Qué fácil también, o quizá no tanto, escribir desde el futuro y desempolvar sin vergüenza el paseo por el nuevo amor que se me ofreció, regalo impensable cuando los nudos apretaban hasta impedir el sueño. Con toda su fuerza sanadora, el nuevo y puro amor fluyó casi como un torrente que brotaba desde el lado abrasado, vertiendo sobre los nuevos valles el agua nueva para liberar el alma que ansiaba desatarse.
Era posible vivir fuera de la promesa, aceptarse fuera del marco que uno se había dado, rígido camino del amor primero, que cuesta enterrar incluso después de disuelto. Y de entre todas las mujeres, una nueva, distinta, recogida, mística, adulta y, a la vez, inocente, con su camino titubeante, tanto como el que yo iba abriendo a punterazos con mis zapatos jóvenes. Serena, de mirada verde, toda nueva, toda por conocer, descubrir. No hablaba de rock sino de canciones, de un poeta brasileño, de tierra gallega y de paz. Y de un cantante auténtico, del que yo pensaba que ya estaba de vuelta, en la inmensa ignorancia que producen la arrogancia y el vigor en la juventud más rabiosa. Ella pronunció su nombre:
—Aute me encanta.
De repente, Aute reaparecía en mi vida convertido en un sacerdote de lo nuevo, lo tierno, lo místico, a la vez que predicador del cuerpo y sus prisiones y del alma y sus sueños. Luis Eduardo Aute se cruzaba después de tanto rock, a la vez que una música de las Américas, llena de ritmos sincopados y riquísima armonía y unas melodías que se pegaban al alma para cantar una vida imaginada desde el sur, de romance y búsqueda continua. El poeta respondía por el nombre de Vinicius de Moraes, puerta de entrada al planeta de las mil músicas. El regreso de Aute advertía que la vida iba a ser un constante cruce de caminos nuevos y antiguos. La canción de Las cuatro y diez había despertado algo en el adolescente, que repasó con curiosidad la de las Rosas en el mar que había escuchado de niño.
Ahora, su disco Alma empalmaba una declaración tras otra de lo que ahora importaba y que había estado refugiado, oculto quién sabe dónde bien dentro, vigilante, durante los años anteriores, aguantando con paciencia su momento de aflorar, como una corriente subterránea que al brotar es saludada por la naturaleza que la esperaba ahí fuera:
—Bienvenida. Sigue tu camino. Y no te preocupes si vuelves a discurrir bajo tierra.
Pero quién piensa que eso pueda ocurrir, volver a fluir bajo la tierra, cuando estrenas amor. Al brotar en una ladera, el joven río solo piensa en manar por el paisaje, jugar a la vida con la naturaleza, camino del mar.
Apenas unos días después, Aute, el máximo sacerdote de lo nuevo y trascendente, oficiaba un concierto en las fiestas de mayo. Acababa de sacar disco, Cuerpo a cuerpo. ¿No es eso lo que hacemos, luchar cuerpo a cuerpo hasta que encontramos una frecuencia común en la que resonamos y entonces vibra el amor? ¿No es eso lo que has buscado y sacralizado hasta la extenuación, hasta el agotamiento del modelo? Sí, pero no fue tiempo de reflexionar entonces, de preguntarse por la culpa, por qué fracasó el modelo autoimpuesto. Como en cualquier película de Hollywood, haríamos lo que el público espera. Nada de reflexión: entrégate en los brazos del destino y de su mirada verde.
Ella consiguió entradas para el concierto del año, mostrándome así de lo que era capaz. Antes, pasamos la tarde en Malasaña, ajenos a la vida ya afectada del barrio y a la movida que bullía allí y que después reclamaría su parte en esta fiesta. Al entrar en el pabellón de deportes de Goya, la fecha en el cartel me recordó que ese mismo día yo había hecho la primera comunión muchos años atrás, infinitos, me parecían, un jueves de mayo en que era niño, con el recién adquirido “uso de razón”. Dieciocho años más tarde, me frotaba por dentro y por fuera de los prolegómenos, del grito reflejo del público al apagarse las luces y empezar el concierto. Los asientos quedaban muy arriba, pero no importaba. No cabía un alfiler. Aute comenzó el oficio y todo el pabellón tembló. Yo también, creyente apresurado de la nueva religión del sentimiento, de la sutileza, el erotismo, la libertad sagrada, el reencuentro con la ternura perdida en el combate entre el desamor y el cansancio.
Aute cantaba de esos segundos de ternura necesarios antes y después del amor, propios y capitanes de toda relación deseada, imaginada, ¿posible? Yo quería pensar que sí, sentía el deseo de adentrarme, de profundizar, y no pensaba en el poco tiempo transcurrido entre el adiós y el nuevo hola. Ella era de verdad, desprendía un aura de pureza casi mística, sin duda vibrábamos en la misma frecuencia: la de la atracción y el deseo, pero de forma diferente. Todo era nuevo, todo era distinto. Canción a canción, Aute, redescubierto sacerdote presto a bendecir nuevos amores esa noche, juntó sueños, deseos, manos, voces y versos. A la salida, comparé la sensación con los muchos conciertos de rock a los que había asistido, en los que el cuerpo salía a cien por hora. De pronto sentía el alma, mi alma, volar ilusionada sobre el nuevo paisaje recién abierto a sus alas. Había otros caminos, otras formas, tenía derecho a buscar, a experimentar, a reivindicar la ternura de nuevo, perdida en el camino de la tierra abrasada. La nueva religión colmaba el corazón. En su nombre llenamos de flores el cesto de la primavera. Una a una, fui tatuando en mi interior las canciones del disco Alma. Quiero vivir contigo parecía la más alta declaración de amor y no necesitaba de las alharacas del rock ni de la melosidad de los cantantes solistas: “…ser el deseo tuyo, dentro de mi voluntad…”
El verano llegó en colchón de flores. Nos reencontramos en un pueblo coruñés para pasar unos días en una playa salvaje, con acantilados verdes a pico y gaviotas que saludaban todos los amaneceres sobre la tienda de campaña que nos hacía amos únicos del lugar. Era el corolario de la perfección, practicando las enseñanzas del maestro, cuerpo y alma, misticismo, expectativa, incertidumbre, emoción bajo un mismo techo, con la bendición de la naturaleza al otro lado del doble techo. Aquella playa, aquel bar en la carretera, camino del faro, la carretera misma que llevaba en mil vueltas desde la civilización hasta el pequeño trozo de paraíso acotado con lonas, el festival de música celta, la luna que se empeñaba en iluminar la noche pese a las nubes: la gloria del amor enamorado, con su pasaporte al futuro, las canciones suaves que volvían, porque de pronto me había otorgado el permiso para revisitarlas y beber de su emoción. La irrupción irresistible, ya para siempre, del torrente musical brasileño, canciones aparentemente sencillas que hablaban directamente de amor y no daban vergüenza sino que te levantaban hasta las nubes y te penetraban de forma inexplicable con el embrujo de su música.
Pero septiembre aguardaba con su carga de nostalgia y sombra. Tampoco la mili ayudaba. Acechó la duda, una resistencia subconsciente al nuevo misticismo, surgida en forma de verso: el primer verso verdaderamente doliente acerca de la pérdida y la tristeza tan recientes, después del festín del nuevo amor. No estaba preparado para eso, inmaduro y caprichoso.
Creía tener derecho a sufrir aunque no sufriera. Creía tener derecho a escribir incluso los versos más tristes, a pesar de que era yo quien había cambiado de novia. Una y otra vez volvía sobre los versos, remojado en una pena cuestionable, mientras el otoño discurría como continuación de la fiesta de lo nuevo. No había habido duelo, luego comprendí, y habitaba la culpa. Y más aún después de atender la llamada de la ex novia para constatar, en un pub de Malasaña, que se refugiaba en lo más agitado de la Movida y yo me reafirmaba en la nueva fe. Hasta ahí todo era perfecto, caminos separados. Sea. Pero no contaba con la confusión de los sentimientos. Confundido hasta la extenuación, cuanto hice en los siguientes meses fue un gran embrollo que comprometía todo el viaje anterior y que me condujo hasta el taller del alma después de explotar por no haber comprendido que la búsqueda de la felicidad es un delicado equilibrio entre deseos y libertad, mientras asolaba al paso los verdes valles nuevos. Sorprendentemente la vida, si la miras de frente, te suele dar otras oportunidades. Por eso hubo una segunda parte a la que acudimos con fe y voluntad. Pero nunca más fue como el concierto de Aute, como la salvaje playa gallega. Ya no partíamos de cero: Los miedos y las sombras, la confusión, el egoísmo o, simplemente, las búsquedas de largo plazo no eran las mismas. Los caminos se separaban. La diferencia es que esto ya no era algo nuevo. Se puede volver a empezar. Y colocar cada cosa en su lugar, sin cruzar de vuelta por debilidad el desfiladero hacia la tierra abandonada. Antes de permitir cualquier añoranza, había que avanzar y lanzarse en plancha sobre los días nuevos, para llenar los pulmones de novedad. No hubo añoranza ni lamentación esta vez. La lección estaba aprendida. Habíamos agotado las posibilidades y los sabíamos. Pero permaneció el recuerdo de la ternura hasta hoy. Y pago una deuda así, una gran deuda, al oficiarlo en la memoria.
El manantial volvió al cauce subterráneo por un tiempo y emergió de nuevo. Un nuevo movimiento sísmico, diez veces más fuerte que aquel concierto de Aute, produjo cambios en la orografía. Mucho más que un valle, se anunció un nuevo planeta para habitar. Y el hombre leyó los signos y cabalgó el viento. Pero eso es otra historia bajo las estrellas.
*********
Nadie se ha extrañado de la vista: un hombre de paseo con su perro, bien gastada la tarde. Y en seguida la oscuridad, solo la luz amarilla de las últimas farolas que besa el camino de tierra hasta que me he perdido en la loma de este campo de pueblo residencial, hombre y perro bajo las estrellas. Me he puesto las gafas para no perder detalle del firmamento. Aute nos ha dejado. Como aquel amor se fue. Ya tienes tu necrológica, editor. Ha llovido del cielo. He correteado entre constelaciones, tecleando lo que dictaba el recuerdo, y me ha reconfortado la belleza, como en la película Esplendor en la hierba, y la ternura que siempre me provoca al verla, como la primera vez que la vi, justo cuando Natalie Wood nos dejó y yo empezaba a atar nudos en el amor primero:
Aunque nada pueda hacer
volver la hora del esplendor en la hierba,
de la gloria en las flores,
no debemos afligirnos
porque la belleza subsiste siempre en el recuerdo.
Sí, mi querido editor. He cambiado una noche estrellada oliendo la tierra húmeda de un descampado por un reportaje a dos manos con Raquel en las primeras líneas del frente que me podría haber devuelto el color. Me restriego los ojos para volver del todo al presente. El viaje ha acabado por hoy. Consulto el móvil como un reflejo. Me zumba en la mano, entra un mensaje: “Estás en peligro. Van a por ti. Baja al parque de perros.”
Me extraño y enciendo la linterna para iluminar alrededor. No veo nada raro, pero sí siento algo. La apago rápidamente y me empiezo a mover en zigzag loma arriba, alejándome del parque de perros, porque me parece que de ahí viene el peligro. Cuerpo, mi perro, se inquieta y empieza a ladrar. Será la policía, que me han visto y vienen a cascarme una multa, por pasarme de listo con el paseo, bueno, con mi tumbada en el campo, debería decir.
—¡Policía: deténgase!
Me parece que la he cagado. Mi primera salida al exterior fuera de límites y me pego un viaje astral con multa final. ¿Por exceso de velocidad? Vaya chiste malo. El caso es que vienen a por mí, y de dos lugares distintos. Sus linternas me permiten verles mejor que ellos a mí. Me quedo quieto y le cierro la boca a Cuerpo.
Se acerca un vehículo desde abajo con las luces azules encendidas por el camino de tierra que sube desde cerca de la iglesia prefabricada. Me han pillado. Intentaré la excusa del periodista. Cómo explicar que estaba escribiendo una necrológica bajo las estrellas que es información necesaria. Su aproximación me transmite algo de violencia. Me parece una caza, más bien. Demasiados recursos para una vulgar escapada con perro, para una multa mínima, porque es la primera.
—Ya lo tenemos —escucho desde mucho más cerca de lo que pensaba—. Está por aquí.
Me quedo petrificado al identificar el acento americano en la noche. Pero la hierba está muy crecida después de tanta lluvia. Y nadie la ha pisoteado. Es el escondite perfecto. Solo espero que Cuerpo sepa estar callado. Pero el muy zopenco sale a toda pastilla hacia abajo, hacia el recinto para perros del parque, donde corretea habitualmente con una novia que se ha echado. Un perro no hace eso, no deja a su amo en apuros por una novia. ¿O sí? Aunque la verdad es que nunca tuve mucha autoridad sobre él. De repente, el foco de una linterna me deslumbra.
—We got him!
Mierda. Solo me da tiempo a pensar la palabra, ni siquiera a decirla, cuando una mano me agarra por detrás del cuello y me tumba. Vuelvo a la hierba. Me suena el olor, esta vez metiéndose a tope en la nariz aplastada contra el suelo. Oigo el coche acercarse, el frenado, la puerta que se abre y se cierra, alguien importante que baja y camina con decisión hasta el lugar donde me han tumbado. Novella, dónde estáis. Joder. En pleno confinamiento lo van a tener más fácil que a cielo abierto, como en el Círculo. No tengo escapatoria. Me levantan y empujan hacia el coche. Me atrevo a mirarles. Sí, son ellos. Al jefe lo recuerdo del viaje cuando conocí a Kink en Silicon Valley. Mike Stanton. Frío. Impenetrable. Cortante. Lo contrario de los relaciones públicas que nos agasajaban a los periodistas allá. Están nerviosos. Sin duda quieren sacarme una muestra de sangre antes de sedarme, sangre de quien acaba de hacer un viaje interestelar a través de la belleza y la ternura de un recuerdo y aún vibra. Me resisto, empujo a mi guardián y empiezo a correr con las manos atadas, esta vez sí, hacia abajo, hacia el parque del que llega un ruido extraño, sordo al principio, sobrecogedor aullido colérico después, anunciando una jauría imparable de perros capitaneados por Cuerpo y por su novia, Alma. ¡Vienen en mi rescate! Me los cruzo en la loca carrera ladera abajo, abriendo senda a zancadas en la tupida hierba que huele a primavera. Ellos no se paran conmigo. Tienen claro qué tobillos tienen que morder. Me detengo para coger fuelle junto a una casa de campo convertida en mezquita. Tenemos de todo en mi pueblo: iglesia prefabricada y mezquita, a menos de doscientos metros. Desde la puerta de la casa salta de pronto un hombre con algo brillante en la mano. Se acerca decidido hacia mí. Es una navaja abierta. Esta vez estoy perdido. Pero levanta su mano en son de paz cuando ve que me preparo para recibirlo a patadas. Ya entiendo. Quiere cortar las bridas con que me han atado las manos. Le dejo hacer mientras desde el camino que conecta el descampado con la calle me llega una voz conocida, ah, sí la reconozco. Es femenina, grave, imperativa.
—Ya está, Ghaleb. Yo me encargo ahora —oh, Ruth, Ruth, dónde has estado todo este tiempo—.
Reconozco su silueta en la noche. Llega hasta nosotros con agilidad y sigilo, el pelo negro recogido, la mascarilla bajada hasta la garganta. Me apresuro a recorrer los rasgos que me asaltaron tantas veces en sueños. Me da un abrazo intenso, pero se cuida de acercar demasiado la cara.
—Vamos, Julián. Los perros los tendrán a raya un rato solo —Ghaleb, un hombre fuerte con barba corta morena y aspecto árabe, se mantiene a distancia prudente.
—¿Qué pasa ahí arriba? —pregunto, aún conmocionado por la aparición—.
—Los hombres de Kink deben estar ahora más pendientes de sus pantorrillas que de ti. Eran seis. Y estaba su jefe, Mike. Esperábamos hacer contacto contigo en el parque de perros. Cuando hemos detectado su presencia, hemos azuzado a los dueños de los perros para que montaran barullo. Les hemos dicho que se iban a llevar detenido a uno de los suyos arriba, en el camino de la dehesa. En ese momento ha entrado corriendo como una exhalación tu perro y se ha puesto a ladrar como un loco. Y una perra blanca se ha puesto a ladrar y correr y en un momento los ocho o diez perros se han puesto a ladrar y a intentar saltar la valla del recinto. Cuatro o cinco lo han hecho a la primera. A los otros les han abierto la portezuela y han salido todos escopetados hacia arriba, en la oscuridad.
—¿Una perra blanca? ¡Alma, la novia de Cuerpo!
Qué gracia. En esta noche de Aute me salvan Cuerpo y Alma. Y Novella, como casi siempre.
—A ti también te han rastreado por el móvil, Julián.
En su voz hay algo de reproche. Pero yo estaba retirado de esto, ¿no te acuerdas? ¿Qué hacemos, Ruth, dónde estamos, qué quiere Novella de mí después del fracaso del Círculo de Bellas Artes? ¿Dónde habéis estado todos estos meses cuando me hundía sin horizonte ante el teclado de mi ordenador, incapaz de salir de casa? Mientras caminamos intento seguir de reojo el cerco perruno a los hombres de Kink. Sigue oyéndose un gran alboroto. Y ya llegan otros coches de policía, estos parece que son de verdad. Mejor ponemos tierra de por medio.
—¿Qué te dijo el editor? —Ruth me penetra con su mirada, que ahora no es de mujer sino de guerrillera. Comprendo, y me brillan los ojos, que a Novella le sigo interesando en estos horribles tiempos de pandemia. Tanto o más que a los moscones de Kink.
—Que fuera fiel a mi estilo.
Y que siguiera haciéndome preguntas. Preguntas bajo las estrellas hasta que se encuentre una vacuna. Preguntas sobre el drama que se ha colado en nuestras vidas, preguntas sin fin, como siempre, sobre el destino que nos aguarda. Preguntas sobre la capacidad del alma de sacudirse el dolor y de volver a brotar como un manantial puro y nuevo, que busca su camino hasta el mar.
*****
Ensayar la ternura para que reine el amor. Algo así nos dice esta preciosa versión de LA TENDRESSE interpretada desde dentro ensanchar el alma.
La chica de mirada verde también recuerda ese concierto de Aute, y otros paseos por una época
de amoríos , poemas y canciones con alma. Eso nunca se olvida, quedan bordados en el tapiz de nuestras vidas con los colores y los aromas de nuestra juventud. B.
Me gustaLe gusta a 1 persona
Buscábamos la belleza y seguramente la encontramos. Esplendoroso el recuerdo de aquella hierba. Qué bien saber que te ha llegado.
Me gustaMe gusta
Hola Carlos, me gustaría preguntarte algo sobre una editorial y el blog. Me puedes contestar a mi correo?
beagundin@yahoo.es. Gracias. Beatriz.
Me gustaMe gusta