Diciembre, enero: todo se empalma con la naturalidad más bestia, sin derecho a reflexión, piensa al enfilar la curva de entrada en la autopista, de vuelta a casa el primer día laborable del año, cuando aún hay gente de vacaciones en la oficina. “Diciembre, otra vez”, pronuncia en su cabeza cada año, cuando se topa de frente con el último mes. Entonces, sin pensar, se entrega a las luces de la calle, al frío que todo lo toma, a la maravilla de infancia. Porque diciembre es eso, el nacimiento universal. Pero también un diciembre fue noticia del fin, del que vendría antes o después, y que anunció por primera vez en su vida una desapasionada doctora de urgencias.
—Está terminal.
Su madre no llegó a Navidad, no llegó a conocer al nieto que ahora tiene 24 años y una vida resuelta o, al menos encarada. Lo palpó a través de la barriga embarazada de su joven esposa. Le puso un extraño nombre en vasco, cosita viva que palpitaba dentro, que añadiría añoranza al futuro sin madre, sin abuela. Qué ricos, o por lo menos cargados, debieron ser para ella todos esos diciembres de navidades tan cristianas, de zafarrancho de cocina, de crianza de niños, ahora combinado con el recuerdo de las navidades más tristes. Así comienza siempre diciembre en su cabeza. Y, en un suspiro, sin permiso ni reflexión, como las cosas que suceden porque sí, se presenta enero, médico de males pasados, heraldo de nuevas gestas, redactor de listas vitales, dibujante de mapas de territorios por conquistar. Y el coche enfila solo al cabo de esa primera jornada de trabajo de enero, la mente repleta de luces de ciudad, buenos deseos, besos en la mejilla y prisa por volver a la batalla, a cabalgar hacia el horizonte, a ser bañado por la luz de los días sin fin en ese viaje en paralelo hacia Itaca mientras se oficia el resto de la vida. Así, diciembre-enero, la sucesión prodigiosa entre el mes final y la vida recién alumbrada se repite año tras año y lo puebla, lo despierta, lo zarandea en el último apretón de la Navidad, antes de entregarse de nuevo por entero a la acción. Todo brilla otra vez. Hasta el próximo diciembre.
***
Me levanté ceñudo, reconociendo el destino del día: sol, frío, mar, recados, reparaciones, rebajas, restaurante, reunión de amigos. En ningún recoveco del día cabía la reflexión. Nos cruzamos pronto, a media mañana, mientras él se instalaba inseguro en la acera con un cartel improvisado, tanto, que no podía ser mentira lo que allí se dijera.
No alcancé a leerlo, tan mal escrito, mi vista nublada de tedio, al otro lado de la calle, urgido por la compra ritual. Un buen puesto en la vía comercial, alterando el ajetreo de la compra en masa de la ciudad. Me interesó más que las mujeres cargadas de bolsas, algunas de ellas chicas espléndidas (muchas de ellas con madre) con las que cualquier joven sueña en su enero particular antes de experimentar los matices y los vientos de los meses por llegar.
Aún absorto en estas pequeñeces, me resultaba difícil compaginar los dragones que ya esperaban en algún lugar de mi mente (¿no había ya uno en la acera, a la vuelta?) con el asedio de las rebajas. Pero cumplí con mi deber ciudadano, conseguí sentir que las necesitaba, participé del frenesí obligatorio, agarrado a la mano de quien convirtió un día mi sueño en realidad. Todo natural. Y seguí navegando el mar calmo del día, la blanda silla al timón, cuando, repentinamente, desapareció el horizonte. Me removí en el asiento de la popa, oteé con desmayo y no vi nada, entre tanto mar poblado de crestas blancas amenazantes. Hice girar la nave varias veces, puse rumbo a ninguna parte y esperé trágicamente el vórtice bajo el casco. Aceptaba ya el fin cuando del vacío surgieron dos anclas de luz que lo sujetaron sobre la superficie, dos ojos clavados en el mar agitado de los míos.
Ahí seguía él, ocho horas después, ocupando anormalmente la acera con su cuerpo joven y avergonzado, su talla de primera, su barba rubia, sus ojos tímidos, su mensaje (¿verdad o mentira?), tan difícil o más de leer que en la mañana, oscura y fría la tarde, peligrosa. Atraqué mi yate ya seguro en su puerto. Quise saber quién era el farero en tan sutil y traidora tormenta. Tenía 24 años, era asturiano, dormía en la calle, pronto empezaba. Era imposible no ver el rostro de un hijo, comparar, sentir la congoja que produce ver en otros la pérdida del camino. Sin embargo, él me hizo reencontrar el mío, llegar a tierra, rebajar la angustia. Me detuve de sopetón ante el cartel, ante su cuerpo largo y, seguramente, entumecido por el frío, para leer por fin lo que llevaba todo el día imaginando, desde que le vi instalarse en la fría acera ocho horas antes.
—Duermes en la calle.
—Sí, vivía con mi abuela, pero ahora tiene Alzheimer. No tengo trabajo y no puedo cuidarla.
Un nieto de 24 años, una abuela que se despide, que quizá lo llame con algún nombre salido de su niebla, una historia cualquiera, una historia terrible, después de un día de rebajas. ¿Por qué no creerla si nos dejamos mentir a diario desde todos lados? Terminó mi día en este lado de la vida gracias a él. Y él se estremeció también cuando nuestras manos se tocaron, quién dio a quién. Cuando me ponga esa camiseta a finas rayas que me transporta a aquel verano mediterráneo, ese abrigo que me hace sentir más joven y más guay y que no necesitaba comprar, ese que quizá lleve cuando enfrente nuevos molinos disfrazados de gigantes en mis próximas gestas, recordaré al joven de 24 años que cumplió toda una jornada laboral en la acera antes de que yo encontrara en su tienda la prenda que de verdad necesitaba.