He puesto el cronómetro en marcha. Es la instrucción recibida. Puede que se trate de una cuenta atrás. Solo sé que debo visionar un documental sobre escalada al Everest en invierno (¡Dios mío, qué frío, qué desafío!) y fijarme bien en todo lo que pase. La instrucción ha llegado de forma secreta, pero sé que es de Novella. El último encuentro también se dio en una sala de cine (Alphaville). Por eso me remuevo nervioso en el asiento, junto con otras trescientas personas en la sala de proyección de una gran fundación. En pie, delante de la pantalla, los protagonistas del documental “Everest, un reto sobrehumano”. Ellos han estado allí, al pie de la gran montaña. Han subido hasta el límite. Casi han rascado el techo helado del mundo solos, alpinistas en busca de su propia leyenda.
Empieza la proyección. Su sueño, sus familias, su temor, su fortaleza increíble. Pronto, el documental recala en Katmandú. El equipo es humano. Pisan la ciudad, cuántos llegan allí atraídos por el sonido de su nombre. Resuena en mi cabeza el título de otra película, Los caminos prohibidos de Katmandú, el sueño de la libertad de una generación que se dio cita allí, a finales de los 60. Los alpinistas sonríen, se pasean, cenan con gusto, hacen bromas nerviosas, les aguarda la montaña en invierno. En seguida, salen de la ciudad, cruzan puentes tibetanos, mueven cilindros budistas, entonan oraciones junto a monjes y sherpas, se entregan a la aventura que es, a la vez técnica y sobrehumana. Uno de ellos, que va a ser padre, debe ser evacuado en helicóptero. Conocerá a su hijo. Lo veremos abrazarlo, con suerte, al final del documental, si es que llegamos a él, porque la narración es portentosa. Estamos pasando un frío horroroso y nos duele la cabeza por la altura. No sabemos si subiremos y bajaremos o si la montaña nos retendrá para siempre.
A la salida, voy a detener el cronómetro, pero veo que él solo se ha parado hacia el minuto 15. Intento pensar: hacia ese minuto, ellos estaban en Katmandú. Quizá yo mismo lo haya accionado sin querer mientras veía algo clave para esta comunicación con Novella. Sí, estaban en Katmandú. En ese momento me alcanza una azafata del evento.
—Disculpe. Se ha dejado esto en el asiento.
Me entrega un dossier con un texto de unas seis o siete páginas, varias fotografías de Nepal arrasado por el terremoto de 2015.
La miro a los ojos, después de hojearlo. Su gesto de complicidad induce al silencio mutuo.
—Este trabajo es suyo. Es urgente. Deje lo que esté haciendo y póngase con él. Ramiro le manda saludos. La clave de esta operación es “Down”.
Mi sorpresa no es suficiente para retenerla un segundo más de lo justo.
—¿Down? ¿Así, en inglés?
Me parece adivinar un leve asentimiento de cabeza mientras se pierde entre el público que merodea para saludar a los protagonistas del documental. Katmandú, “Down”, un nuevo trabajo para Novella, sí, pero ¿cuándo volveré a ver a Ruth? Nada más llegar a casa me pongo a leer el informe «Down», bajo el recuerdo de los montañeros que he visto desafiar a las bravas al destino y que, al menos esta vez, regresan para contarlo. Saben mejor que nadie que esto no siempre ocurre.
DOWN
Solo pidió unas semanas. Deberían ser suficientes para despejar de su mente la niebla del agobio. Una semanas solo, para ascender y aclimatarse a las alturas de aquel lugar exótico en Nepal del que había hablado tantas veces a su novia, a sus amigos, a sus padres, a sus compañeros de oficina, aquel Shangri-La donde la perspectiva del mundo tenía que ser, forzosamente, otra. Necesitaba todos esos días para alejarse físicamente de su vida, lo entendían, ¿verdad? Solo allí podría pensar, porque necesitaba pensar, pensar por qué todos se esforzaban tanto en guiarle, en escribirle el guion de su vida. Imaginaba el primer día, el primer corte: adiós, nos os preocupéis, sí, todo bajo control. El segundo, recibiendo aún alguna llamada de su novia, desconcertada. De su madre, preocupada. El tercero, telefonazo aún de su novia, llorosa, ya acechada por el despecho. De su padre, ten cuidado, hijo, ya sabes dónde estamos. El cuarto día, silencio: casi desearía él llamar, pero cuanto más dolorosa fuera la tentación, más fuerte agarraría el libro que se había llevado consigo, su fe buscada.
“Unas pocas semanas no son nada, te aliviarán, seguro”. Estos amigos, es que son lo mejor de la vida. Ellos me entienden. “Quizá te encuentres muy solo y quieras regresar antes. Yo te espero y quizá para entonces haya entendido un poco mejor lo que te pasa”. Sí, mi amor. “Cuidado con los peligros y aliméntate bien, sabes que cuando no estamos cerca te abandonas”. Te quiero, mami. ¿En la oficina? “Puede esperar, pero que no se alargue y asegúrate de poner los papeles en regla, permiso sin sueldo. Uno cada cinco años, máximo. Ya conoces las reglas”.
***
Se había encontrado con el libro por casualidad, un día cualquiera, de visita en casa de sus padres. Hurgando entre los lomos de ejemplares mil veces escrutados de niño en la gran biblioteca del salón, que imponían la tremenda verdad de las guerras pasadas (¿cómo serán? Cuesta imaginar que esto pasó hasta hace tan poco), apareció una sonrisa descolorida y algo envejecida: la de una Gioconda inmortal, superviviente entre tanta guerra impresa, sin duda amparada por la enciclopedia El Tesoro de la Juventud, igualmente desfasada, con la que había compartido estantería todo ese tiempo. Vaya rollo de enciclopedia. Él no recordaba haberla usado nunca ni recordaba que lo hubieran hecho sus hermanos mayores. Pero sí el pequeño libro de tapas blandas y misterioso título, de Aldous Huxley: La sonrisa de la Gioconda y otros cuentos (and other short stories), en inglés. Podría habérselo pedido a sus padres, pero se lo llevó casi a escondidas, excitado por el hallazgo. Estaba allí, seguramente sin tocar por nadie más, salvo por las manos de su madre, al limpiar el polvo de la biblioteca periódicamente. De repente, tenía un tesoro entre sus manos. El corazón se le iluminó. Recordaba la lectura del libro en clase del Británico, más de veinte años atrás, cuando el inglés aún era un idioma exótico y desconocido y pocos profesores enseñaban su gramática y estructura. Preposiciones, pronunciación y excepciones, había dicho el delgadísimo profesor Mr. Reedman. Esa es la mayor dificultad. Si lo pilláis, el inglés es vuestro.
El recuerdo de Mr. Reedman se hizo carne en la Gioconda que le guiñaba el ojo con descaro desde la portada. Visto ahora, le parecía que con cada clase de Mr. Reedman se había depositado una sutil capa de crecimiento en su ser adolescente. Invitaba a sentir como un gozo el inglés que entraba en las jóvenes vidas bajo su tutela: pronunciación, preposiciones y excepciones y será vuestro. Jugad con las preposiciones. Sentidlas, usadlas: in, on, through, out, down, up. Cambian por completo el sentido de los verbos, de una frase. Y si cambia el lenguaje, cambia la vida. Usadlas, que se os peguen a la lengua. Quién sabe, podrían arreglaros la vida, porque a veces el lenguaje libera (“a veces el lenguaje, libera, libera, libera” resonó como eco en su recuerdo). Aplicadlo bien y tendréis más posibilidades de ser felices. O de explicaros la vida con matices y belleza, que es, quizá, un primer paso hacia la felicidad. Profesor y filósofo. Cuánto les dio, Mr. Reedman. Le habían dedicado bastante tiempo en clase a La sonrisa de la Gioconda. El libro había dado para todo un trimestre de lecturas comentadas. Algunos de los otros relatos quedaron sin cubrir. Pero él los terminó de leer por su cuenta y en uno de ellos había un momento clave. Un momento protagonizado por unas preposiciones. Era el que buscaba ahora con ansiedad para encarar el presente. No, no era la Gioconda, sino otro relato, discreto y sin aspiraciones, quizá el antepenúltimo del libro, o el anterior, o el otro, que ahora se le insinuaba en su vida adulta como un faro en la tormenta. No diría su nombre, para no estropear la magia del momento. Y mejor así, porque tampoco quería entregarse tan ciegamente al destino. Precisamente de eso se trataba, de aprender a hacer frente a las cosas, a la gente, incluso a la monumental esperanza que el libro le anunciaba. Lo apretó contra su pecho, lo guardó en el bolsillo del abrigo. Adiós, mamá; adiós, papá. Otro día vengo con Silvia, hoy tenía que trabajar. Sí, todo va bien entre nosotros.
Bajó hacia el parque, que se le ofrecía al fondo como en la mejor mañana de sábado antes de la adolescencia. La ciudad, el presente, le retaban en cada cruce, vamos, venga, sal, qué llevas ahí, pero el apretaba más y más el libro contra su cuerpo. Se instaló en un banco que acababa de desalojar un anciano de aspecto entrañable, a quien hizo cómplice con un guiño, mientras exhibía el libro, ya libre al aire para ser explorado. Suspiró hacia las copas de los árboles a su alrededor, una atmósfera familiar, cuántas veces se habría sentado en aquella zona del parque a leer. Tal vez ocurrió allí, con el arrullo de fondo de la ciudad y la vida, entonces aún desconocidas. Sí, recordaba la sensación de levantar la vista del libro al acabar el relato y ver las copas de los árboles, los bancos vacíos enfrente, el murmullo del tráfico, la sensación de haber traspasado una barrera al final del cuento, una liberación similar a la que parecía producirse en el cuento. Abrió el libro por la mitad, algo desorientado, sin saber aún si encontraría lo que buscaba o si, a pesar de su juventud, la memoria empezaba a jugarle bromas. Recuerdo que era de los últimos y que su título no tenía nada que ver. Nada que ver ¿con qué? ¿Qué buscaba? Cerró los ojos y trató de regresar a aquel momento en este mismo parque, unos veinte años atrás. Es imposible que no esté, aún recuerdo cómo me impresionó. Era este libro, estoy seguro. De vuelta en el presente, pasó páginas, más y más nervioso cada vez sin encontrar la fiesta que se prometía. Igual no se llamaba así, o el juego de palabras que buscaba no se encontraba en el título sino escondido entre el texto, seguramente próximo al final, porque era la clave en el desenlace del relato. Por un momento pensó que la recreación del recuerdo se estaba convirtiendo en una creación. ¿Y si se lo estaba inventando?
Quizá no ocurrió así, pero yo lo creo, tuvo que ser así. Intentó recuperar la tranquilidad mirando hacia los bancos próximos, qué hará la gente hoy en el parque rodeado de ciudad, mientras yo busco un pasaporte para aclarar mi dudas. Sus ojos se cruzaron con los de una joven que le miraba curiosa desde otro banco, también con un libro abierto sobre las piernas, aunque más pendiente de la búsqueda desesperada que se desarrollaba frente a ella que de las palabras tibias que seguramente habitaban en su regazo.
—Está en este libro, tiene que estar. Vamos, dónde está, ¡lo necesito!
La joven apretó un poco más las piernas cruzadas y estiró el cuello, mientras decidía si participaba en la odisea literaria que se desarrollaba ante ella. Por fin, intervino.
— No te pongas así, seguro que está ahí. Y si no está tampoco pasa nada, ¿no? Mira bien el índice. ¿Qué es lo que buscas?
La conversación, de banco a banco, resultaba más cómica que misteriosa.
— Busco un relato, un relato antiguo. Debería estar aquí. Podrían ser varios: Las medio vacaciones, La cura de descanso,… Yo creía recordar un título más contundente, como de serie de televisión: algo tipo “fuga de la prisión”. Pero no aparece nada similar en el índice. Tendría que leerlos enteros. Y no puedo esperar.
—¿Y por qué es tan importante?
—Dependo de él. Para hacerlo bien.
—¿Hacer bien…. el qué?
—Escaparme.
***
Después del terremoto de abril de 2015 en Nepal, más de mil personas fueron dadas por desaparecidas. Entre ellas varios turistas de nacionalidades diversas. Raúl fue uno de ellos. La pista se perdía unos días antes del sismo. Había abandonado el monasterio budista unas veinte semanas después de ingresar, según certificó un monje sentado, de cara bondadosa, iluminada por el reflejo del sol sobre su túnica naranja, al funcionario nepalí que le interrogó acerca de occidentales que hubieran residido en el lugar en los últimos meses. Se le presumía en el camino de vuelta a Katmandú para regresar a España cuando sobrevino el terremoto. Quizá dormía en alguna choza de las miles que se vinieron abajo, sepultando a sus moradores. Muchos nepalíes quedaron para siempre desaparecidos bajo los escombros de un país arrasado en un área enorme. Raúl se esfumó. La embajada poco más pudo hacer que asistir a los heridos y ayudar con los cuerpos de algunos turistas españoles fallecidos. Raúl no se encontraba entre ellos. Se le dio por desaparecido.
Varios meses después, se encargó a una agencia de detectives de Madrid una reconstrucción completa de los hechos antes de darlo definitivamente por muerto. Sus padres, su novia, su mejor amigo, su hermana, le habían despedido en el aeropuerto. Volaría primero a Londres. De allí a Katmandú. Iba a meditar a un monasterio situado a cinco mil metros de altitud, en el camino hacia el pico Lhotsé, al que llegaría después de una semana de trekking para aclimatarse. Había quedado en llamar una última vez desde allí, desde la capital de Nepal, y después cortar la comunicación. Al final, la despedida había sido más fácil de lo que imaginaba. La preocupación de los que se quedaban se había desplazado hacia la peligrosidad y la altura de las montañas más que hacia el porqué de su pausa, esas semanas que había solicitado a todos sus seres próximos.
Iría ascendiendo hasta recalar en el refugio espiritual buscado. No me basta un monasterio local porque me queda muy cerca, había dicho a sus padres, cuando le insistieron que podría meditar en cualquiera de los muchos que hay en España. Necesito la altura para entender todo lo que siento por ti y cómo a veces ese sentimiento me eleva hasta el cielo y otras me entrega sin remedio a las nubes más horribles. Evidentemente, este mensaje poco tranquilizador había sido para su novia. A los amigos: en Londres igual cambio el billete y paso unos días recorriendo clubs de jazz, porque bueno, siempre quise hacerlo y me apetece y si no lo hago ahora…. En la oficina: todo está bien en manos de Rigoberto. Le he pasado todos mis asuntos y solo es cosa de un mes o dos. Como mucho. Yo creo que en seis semanas estoy de vuelta. Para cualquier cosa, mis padres me tendrán localizado.
La reconstrucción de sus últimos pasos fue compleja. La pista londinense que siguió el detective privado contratado por los padres (agencia Malpaso) resultó muy costosa en tiempo y dinero y les enfrentó con sus amigos, que no ahorraron adjetivos descalificativos: irresponsable, juerguista, pensamos que solo necesitaba un poco de aire, era cuestión de tiempo que volviera al redil. Ahora resulta que el tío cerraba los garitos todas las noches. Enviar al tipo desagradable de la agencia de detectives a Nepal habría costado mucho más y, con toda probabilidad, pediría más dinero para gastos en cuanto entrara en contacto con funcionarios del gobierno nepalí. Por eso merecía la pena arrancar la reconstrucción en Londres y tomar decisiones después. El despecho creció en el corazón de su novia, que fue la última en hablar con él desde un número sin identificar. No recordaba si tenía el prefijo de Nepal. Solo que había mucho ruido de fondo y que le dijo que se quedara con la parte positiva de su pensamiento: cuando pienso en ti, subo al cielo. Nada de los nubarrones. Ahora no estaba claro que ese ruido de fondo no proviniera de un club de jazz o de algo peor. Por ella, si quería, que no volviese.
Dos semanas antes del terremoto, los padres recibieron de la oficina el burofax que anunciaba el despido de su hijo por no cumplir con su compromiso adquirido. La llamada a su jefe pidiendo explicaciones solo aportó más desazón. Pensamos que nuestro hijo era el alma de su oficina, la alegría y el compromiso que siempre derrochó en la vida le habría de acompañar a su trabajo. Miren, mejor no hablar de su hijo, porque estábamos todos hasta el gorro de él y de su indecisión recalcitrante. Vamos a los hechos: pidió unas semanas de permiso sin remunerar y han pasado cuatro meses. No podemos sentar precedente. Le hemos transferido el finiquito.
Con esa cantidad y algún dinero más, pagaron el pasaje a su hermana y su novio a Katmandú, con recursos para aguantar unas dos semanas de pesquisas. La ciudad ruidosa y contaminada los engulló el primer día y perdieron tres jornadas y cientos de euros pagados con torpeza a personas que se ofrecían a ayudar hasta encontrar una pista y comprobar que el desaparecido había ingresado en el país un mes después de salir de Madrid. O sea, que pasó un mes deambulando por ahí hasta que se decidió a viajar a Nepal, pero finalmente lo hizo. ¿Desde Londres? Sí, desde Londres. Confirmar esto costó unos cientos de euros más en la agencia de viajes con acceso al sistema de gestión de Air India, que ofreció la fecha exacta de los vuelos y confirmó hasta el asiento que había tenido, el 19L. O sea, que vio la ciudad al aterrizar desde el lado derecho del avión. Qué mal hijo y qué mal hermano. Y qué mal amigo. Y qué mal novio. Y qué mal trabajador. Nos engañó a todos. ¿Monasterios en la zona? Decenas, muchos de ellos convertidos en retiro frecuente de occidentales saturados de vida incívica (y de vínculos asfixiantes, había sugerido el detective de la agencia Malpaso). La pista se perdía en un poblado en la ruta de las grandes ascensiones, por la que pasaban cada año centenares de escaladores rumbo a su sueño.
Ahora, cinco meses más tarde, las pesquisas apuntaban a un final desolador y desafortunado. Un monje del monasterio entrevistado por Antena 3 aseguró que en esos cinco meses de retiro en Lhotsé, Raúl había encontrado la paz en el silencio y la meditación. Algo de consuelo en el telediario para un país siempre agitado, poco alivio para una familia destrozada, aceptable despedida para la novia y los amigos, magnífica para los compañeros de trabajo que siempre le tuvieron por débil y pusilánime: blando hasta el final.
***
La tarde amenazaba con caer en el Retiro y no aparecía el juego de preposiciones. Raúl y la joven, sentados en el mismo banco, buscaban en las páginas amarilleadas del ejemplar de La sonrisa de la Gioconda.
—Si al menos recordaras el verbo. Es tan importante como la preposición.
—Claro. Supongo que era “break”. En el cuento, el protagonista tenía un colapso nervioso. El médico lo tildaba de “nervous breakdown” y todos le compadecían y le cuidaban. Su familia, su esposa, sus amigos. Y él insistía que no era un “breakdown”, sino un “breakup”, una ruptura, o un “breakout”, ahora ya no recuerdo. Solo sé que quería fugarse, marcharse de allí y todos, médico incluido, le decían que se tenía que recuperar del “breakdown”. La batalla entre el protagonista y su entorno se había convertido en semántica. Al final, lo convencen de que solo es eso, un colapso nervioso, un “breakdown”, que se le pasará. Al final del cuento, se supone que han ganado los demás, que la vida seguirá igual para él después de recuperarse. Yo no quiero que me pase eso. Yo quiero un “breakout” total.
—Pues sí, tiene que ser el cuento de La cura de descanso. Busquemos ahí.
Las preposiciones tenían en su mano la resolución del formidable tira y afloja entre un hombre y su familia. Pero el juego de «down» contra las demás no aparecía en la lectura apresurada de aquel banco, a pesar de que cuatro ojos febriles escrutaban de cabo a rabo el texto del relato en una letra menuda que resultaba antipática, más aún según entraba el frío de la tarde avanzada. Quizá no fuera ese el relato o, tal vez, ese baile endemoniado de preposiciones no había existido nunca.
—¿No te lo habrás imaginado?
—Necesito creer que el hombre puede romper con todo si realmente lo quiere. Estaba en este u otro cuento. Si el protagonista hubiese insistido en la preposición, el final del cuento habría sido otro. Estoy seguro que él hablaba de “break up” cuando el médico y los suyos le impusieron el “breakdown”.
—¿Y tú? ¿Tanto te agobian los tuyos?
—Nepal. Me retiraré allí unas semanas, en el Himalaya. Quizá no vuelva. Necesito saber que si no quiero, no volveré. Voy a imponer mi “breakout”, no como en el cuento.
—Eres dueño de tu vida. Todos los somos.
—Gracias. Si vuelvo, te llamaré.
—Me gustará saber de ti.
***
La joven del Retiro descolgó el teléfono casi a la misma hora y el mismo día de abril de 2015 en que Nepal temblaba, seis meses después de aquel encuentro en la templada tarde de otoño en el Retiro. No reconocía el número. Acababa de salir de la academia de inglés en la que impartía clases en la que venía de explicar a sus alumnos la importancia de las preposiciones en ese idioma. Un adolescente le había cuestionado en clase que una palabreja suelta pudiera cambiar tanto el sentido de las frases. Contestó al teléfono con un vago y, a la vez, oscuro presentimiento.
—Hola, Laura. Soy yo, Raúl. ¿Recuerdas las preposiciones escurridizas en el Retiro? Ahora ya lo sé. No las encontramos porque no estaban allí, en La cura de descanso. Creo que me lo inventé todo para llegar hasta aquí. Y ahora estoy listo para volver. Ahora sé que puedo regresar cuando yo quiera. Y me encantaría volver a verte.
—¡Raúl! ¿Dónde estás? ¿Aún en Nepal? ¿Todo este tiempo?
—Sí. He pasado cinco meses en un monasterio aclarándome las ideas.
—Qué bueno. ¿Cuándo regresas? ¿Lo sabe tu familia?
—No. Les llamaré al llegar a Katmandú. Pero aún no iré de vuelta a Madrid.
—¿Y eso?
—Voy a seguir practicando un poco las preposiciones por estas tierras.
Se hizo un silencio en la línea. Solo se escuchaba un zumbido electrostático, o quizá era el viento de altura de la primavera nepalí que se colaba por el micro y desembarcaba en la atmósfera madrileña a través del auricular, helando el oído de Laura. Las preposiciones. Un respigo recorrió el cuerpo de Laura mientras cogía fuerzas para decírselo, para advertirle, sin saber por qué.
—Raúl, ten cuidado.
— ¿Cuidado? ¿Por qué?
—Con las preposiciones. Recuerda que, “down” puede implicar muchas cosas, fundamentalmente de caída o avería, algo que va mal—. Laura hizo una pausa mientras intentaba encontrar palabras que la alejaran de su presentimiento. —Está bien, has vencido a tu indecisión, aunque necesitaras un juego de preposiciones. Pero eres tú quien lo ha hecho, sin otra ayuda que tus recursos y tu meditación. Te inventaste lo del cuento.
—No estoy tan seguro.
—Yo sí estoy segura—. Laura meneaba la cabeza impotente, apoyada contra la pared de un edificio. No se atrevía a contarle el terror que le había producido la noche anterior la lectura de un relato llamado El adjunto, de un autor argentino poco conocido, en el que la palabras se rebelan contra un mediocre profesor de Literatura y lo conducen a locura y la muerte.
—Bueno, pues me olvidaré del cuento. Te llamaré cuando regrese.
—Cuídate.
***
Después del terremoto, Laura esperó un mes a los infructuosos resultados de los equipos de rescate en Nepal antes de llamar a sus padres y contarles la conversación con su hijo. En el dossier oficial de desaparición, la llamada constó como la última mantenida por Raúl en vida antes de desaparecer para siempre en la tierra de los lamas. En el dossier se incluyeron también algunas portadas de la prensa internacional referentes al seísmo. En numerosos titulares y pies de foto, la preposición “down” reforzaba la sintaxis para explicar cómo miles de viviendas precarias se habían venido abajo en una inmensa región del país, próxima al pico Lhotsé.
Buenísimo relato !!! Te lleva y te trae, te zarandea por dentro. Ostras, qué p..* lo de la preposición! Si todo fuera tan fácil como saber elegir bien las palabras que dibujan nuestra vida…. Lo dicho, un placer leerte. Bravisimo
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Muchas gracias por tu generosidad, Eva. A veces, cuando lees a un gigante (García Márquez, por ejemplo), compruebas que las palabras cobran vida propia. Así llega la poesía a donde llega. Lo malo es cuando les da por hacer trastadas…;))
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Que buen rato me has hecho pasar, Carlos. Te deja con ganas de más preposiciones!!! enhorabuena
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Muchas gracias, Laura. Gusta y alivia a la vez que después de tamañas parrafadas los lectores pidan más.
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