ASÍ SUENA LA MÚSICA

teatro-real-gallinero—No hay que aplaudir hasta que se termine cada concierto, ¿eh? En total, son tres movimientos, o sea, tres partes por cada concierto.  Y son seis conciertos en total, los de Brandemburgo.

—Claro, claro.

Un cassette de Vivaldi había puesto la música a la escapada definitiva a la montaña unas semanas antes. Octubre llegó abrasado de amor y teñido del rojo de las rosas encarnadas: pasión y vértigo ante el nuevo mundo. Todo un desafío a la adolescencia, que aún peleaba por su espacio con juegos de adulto, como desatender el rock para acudir al encuentro de la música clásica.

madrid169El Real impresionaba por dentro. La lámpara inmensa, los cuatro pisos de palcos, las butacas incómodas pero imponentes, el tejido oscuro gastado pero elegante que parecía vestirlo todo, la mano que no querías perder ni un segundo. Y se apagaron las luces.

¡Así es como suena la música en la realidad! El contrabajo, que sacude el espinazo del teatro, las tubas retorcidas, que evocan territorios escondidos del alma, y la extraña trompeta, y los chelos y esas violas raras, con tantas cuerdas, que se alojan entre las piernas de los músicos. Los instrumentos suenan, son reales, la música está ocurriendo, el rasgado de los arcos sobre las cuerdas, los soplidos en las embocaduras de las tubas, forman parte integral de la música. Así es como suena de verdad, sin amplificación, solo los instrumentos, los siento, la siento.

orquesta-de-camaraHasta ahora la había escuchado en discos, en cassettes, pero nunca allí, en directo, sobre un escenario. Necesitaba decirlo en ese momento, pero había que callar, esperar hasta el final del tercer movimiento, por eso aguardé hasta que los aplausos permitieron hablar. Pero entonces no pude hacerlo, porque ninguna palabra se prestó para describir la emoción que sentía.

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redaccion-con-genteEn la redacción se hizo un silencio raro cuando volví de vacaciones, como en las pelis de policías, cuando el protagonista regresa a comisaría después de haber perdido a un ser querido o a su compañero. El último artículo lo envié desde la montaña, antes de regresar de viaje. Petra, la asistente del editor, me saluda con una bordería, como siempre:

— Parece que has estado más cerca que nunca del cielo.

¿Lo dice por la altitud o por el viaje astral? Mi rostro inquiere. Petra entra al trapo, como siempre:

— Lo digo por la altitud, claro.

Pienso en la despedida de Ruth en la montaña. Sí, me he aproximado al cielo. A una sugerencia de cielo. Emprender una nueva misión con sentido en mi vida, comprometerme con algo que merece la pena. Si no lo hice antes en mi atolondrado pasado, al menos puedo emprender ahora un compromiso por una causa.

periodicos-apiladosMi editor no tuvo problemas con el artículo (buen trabajo, chaval, se ve que el sur también te inspira). Imagino que ha dado ya buena cuenta de la botella de pisco que le traje del Perú. En agradecimiento, me ha regalado una entrada solitaria en gallinero para el Auditorio Nacional, que le ha llegado de la jefa de prensa, que es amiga suya. Música clásica. Hace tiempo que no voy a ningún concierto clásico. Ni de los otros. Cada vez asisto a menos. El rock empieza a aburrirme, al menos el espectáculo medido de cada show que he visto últimamente. En el ticket  no pone nada más que la fecha, hora y número de localidad. Ni idea de lo que van a tocar hasta que entro a la carrera, como siempre, a cinco minutos de que comience: son los conciertos de Brandemburgo de Bach.

concierto-brandeumburrgo-3-partitura

img_4956Instalado en el gallinero, compruebas que el chelo (los músicos te dan la espalda) no es tal, sino una viola da gamba. Claro: fíjate en el clavijero. Tiene 6 o 7 cuerdas. Entonces, la chica que lo toca no es una violonchelista sino una violagambista. Y se suceden los conciertos. Comienza el  número 3. Al acabar el tercer movimiento, el auditorio estalla en aplausos y ella se levanta,  sujeta el instrumento y saluda de pie, con los otros músicos, hacia el patio de butacas. Luego se gira hacia la grada posterior y los vecinos de asiento aplauden y descargan algún “bravo”.

Pero tú solo buscas su mirada, esperando que se cruce con la tuya, porque estás sintiendo una especie de soroche allí arriba. Has permanecido suspendido en el tiempo durante los poco más de diez minutos que han durado los tres movimientos del concierto de Brandemburgo número 3. El sonido de la música, los instrumentos hablando a través de los músicos, conectando con el tiempo de Bach. El recuerdo se abalanza, otro octubre y muchas rosas rojas después. Desde tu asiento en la grada posterior, los músicos te daban su espalda.

img_4957Y la de la violagambista estaba cubierta por una cabellera negra imponente que se agitaba, presa de la pasión que tú siempre envidiaste en los músicos. La interpretación es eso: servir de puente al mundo en el tiempo y el espacio. Lo que llena la sala, lo que todos habéis ido a ver y escuchar, se compuso hace tres siglos. Los músicos son puentes, fotógrafos de esas mañanas en que el maestro Bach se levantaría temprano en Leipzig para escribir lo que le bullía en la cabeza, que ahora hierve en los dedos de los músicos, de la violagambista, que fluye desde sus brazos desnudos, largos, delgados y jóvenes, firmes, precisos. El escaso centímetro cuadrado de yema de cada dedo en el que se condensa cada instante de magia. Qué raro agarra el arco, su mano derecha baila en horizontal, invitando a la izquierda a encontrarse en el punto exacto sobre el mástil y que está en su cerebro, la misma coordenada que pensó Bach al componer. En cada momento, la música en un lugar distinto de cada instrumento, engranada con los instantes del resto de sus compañeros.

img_4960La violagambista saluda en pie cara a la grada posterior, escrutando al público. Cada “bravo” que escucha es una caricia que calma el dolor de tantas horas de dedicación incomprensible para la niña que sacrificó su infancia, sacerdotisa consagrada seguramente a su pesar, aunque ahora reina sobre los vivos. Ahora es una mujer joven, atractiva, esbelta. Ella escogió (o la empujaron a ello) el sacerdocio de la música mientras sus compañeras de clase recorrían otros caminos más fáciles y evidentes. Y ahora vive en Amsterdam. Y luego lo hará en París, en Berlín, en Viena, en Helsinki. Cada noche actuará como demiurgo para arrancar “bravos” de quienes adoran la música pero nunca se plantearon su sacerdocio.

img_4961Te encuentra entre el público.  Con la mirada iluminada aún por sus ojos, te giras buscando jóvenes parejas en la luz justa del entreacto, jóvenes que acaben de soltar sus manos para aplaudir, caras arrobadas de amor. Te arriesgas a toparte con tu doppelgänger, tu doble de juventud, preso de la misma pasión, pasión por vivir, por empaparte de la lluvia que venga en las próximas décadas, a ciclos, en oleadas. Y en cada otoño, un nuevo círculo se añade, aunque no lo capitalices. Será la inercia de la pasión la que te saque adelante. Y ves a un joven de pelo rizado que aplaude con la boca abierta, intentando decir algo a su novia, apenas escapada de la adolescencia. Ella aplaude y grita: bravo, bravo. Él la mira muerto de emoción, acerca la boca a su oreja, pero es incapaz de articular una palabra mientras los músicos siguen saludando. Relevo de músicos, adiós a la violagambista y el último concierto, tres movimientos, no hables ni aplaudas antes de tiempo, sí, ya lo sé, el joven del pelo rizado no suelta la mano de su novia, tú no lo pierdes de vista en el nuevo sortilegio que sale a tu encuentro. Nuevos aplausos y el director regresa para ofrecer un bis. Rehecho el silencio, se apodera del Auditorio un Re mayor que viene directamente del Real, de un otoño lluvioso en el que solo sabíais mirar hacia delante, desdeñando la memoria.

— ¡Es el aria de la suite en Re! —se le escapa a mi vecino de butaca.

En los siguientes cinco minutos, los otoños, decenas de ellos, se alinean sin cesar, estampados de rosas rojas de aniversarios, despertares envueltos en bruma de montaña, risas y ajetreo, pérdidas y encuentros, cansancio y sensación de que quizá todo lo podríamos haber hecho de otra manera, ahora que nuestros hijos abandonan la adolescencia y se adentran en parecidas nieblas. Los arcos rasgan por última vez las cuerdas y llega el instante de silencio previo a los aplausos en el que se concentra el poso de la maravilla. El silencio que todo lo contiene. La sala rompe a aplaudir y una mano tira de la tuya y te arranca de la butaca hacia las escaleras y el rellano antes de que empiece a salir el público.

—¡Vamos! —¡es la violagambista, aún de negro, esbelta como una diosa!—. Nos esperan.

Te lleva de la mano escaleras abajo por una zona reservada para personal autorizado (músicos incluidos, por supuesto). La sigues y recorres sus brazos con la mirada. Qué belleza.

auditorio-atriles-y-piano-vacioBajáis más pisos de los que habías subido, entre bambalinas, atriles y sillas, hasta que adivinas, contra una pared oscura, una enorme caja de contrabajo abierta, cual si acabara de liberar una momia, todo bajo el sordo trueno del aplauso entero del teatro. Resuenan muy distinto los aplausos allí abajo. Podría haber un segundo bis. ¿Cómo sonará desde ahí? Pero es difícil que el director regale otro, después del Aria de la Suite en Re, que debería cerrar el arco del recuerdo. Una rendija de luz en el techo dibuja la plataforma del ascensor para pianos: estáis bajo el escenario. Te  golpeas la cabeza con un saliente y quedas aturdido. Es uno de los raíles  de la plataforma.

— ¿Quién eres? —la violagambista ha desaparecido de tu vista. Pero su voz se oye aproximarse de nuevo hacia tu cuerpo contusionado.

— Ramiro no ha caído. Se esconde por seguridad. Quiere verte ahora.

—¿Dónde está?

caja-contrabajo-con-hombre-dentro-retocadaTe vuelves hacia la caja del contrabajo. De pronto, parece evidente que Ramiro ha llegado allí dentro de esa caja. Te espera en un rincón oscuro, junto a la plataforma elevadora de pianos. Arriba los aplausos han cesado y se ha hecho el silencio de nuevo. No se escucha el rumor del público al salir.

—Tenemos poco tiempo. Lo que dure este segundo bis.

— ¿Cómo sabías que habría otro?

Ramiro sonríe.

—Pensé que te alegrarías más de verme.

Es verdad. Pareces aturdido aún. Ramiro se hace cargo de tu sorpresa, aunque deberías estar acostumbrado. Arriba, la orquesta de cámara interpreta una pieza alegre, probablemente para danza, un rondó. Imaginas a todo el público bailando en círculos. Su vitalidad te llega a través del cielo, aunque realmente cae desde el techo. Extraño cómo suena allí abajo.

— Tengo que desaparecer por un tiempo. Ruth tampoco sabe aún que estoy bien. Los de Kink me localizaron en Sevilla y tuve que esconderme en un zulo dos semanas, pero he conseguido huir. Imagino que  Ruth quiere que me sustituyas —su gesto sugiere una combinación de compañerismo y celos mal disimulados.

— Pensó que habías caído de verdad. Todos lo creíamos.

— Y es bueno que lo crean. Así podré ayudar cuando de verdad haga falta. Yo no voy a poder cruzar al músico. Estoy demasiado vigilado. Pero tú sigues jugando  muy bien a tu papel de periodista despistado, no terminan de saber de qué vas. No eres famoso, no has llegado especialmente lejos, tienes buena memoria y seguro que escondes alguna pasión inconclusa a la que entregarte. Es perfecto para este trabajo.

Recuerdas el material que Ruth te pasó sobre Ramiro en un lápiz de memoria, justo al despediros en la montaña. Era un informe lleno de correcciones y tachaduras sobre Ramiro, a quien describía como veterano mugalari o cruzador clandestino de fronteras.

chapela-sin-cabezaAhí lo tenías ahora otra vez, siempre de improviso, siempre con el diálogo apresurado, con su nariz aguileña, su mentón y su boina. ¿No era un poco mayor para coquetear con Ruth?

— Vas a tener que cruzar al músico tú solo, y vas a tener que hacerlo rápido. Tendrás que tomar decisiones difíciles. Quizá no puedas llevarte a todos los que le acompañan ni sus equipajes.

Sí, leíste en el dossier el plan de Ramiro. Te pareció complejísimo. ¿Qué espera Ruth de ti, que nunca has cruzado a gentes en peligro? O quizá sí, te sorprende de golpe el recuerdo, porque empiezas a comprender que no es una frontera al uso. La policía Normal, las huestes de Kink, las fugaces apariciones de Ruth, de Ramiro… Sin embargo ellos existen, son de verdad. ¿No será todo un sueño adelantado y te encuentras en 2066, y, como ahora todo es digital, se trata de llevarlos desmontados en paquetes de datos y así se les puede colar por cualquier lugar hasta algún refugio seguro y recomponerlos allí? Aún así, podríamos caer en una emboscada digital. Ramiro te saca de tu ensueño, una vez más.

— Ya has leído mi plan. Ese no va a poder ser, porque requiere un tiempo que ya no tenemos, con la Normal y los de Kink achuchándonos por todos lados. Lo importante es el músico. Tendrás que rediseñar el plan, acorde con tus posibilidades… y con tu forma de hacer las cosas. No olvides por qué te hemos fichado: tienes pasión y memoria y en tu vida te han quedado cosas por hacer, te has dejado llevar quizá demasiado, por eso la Normal no te tiene fichado. No nos consta que hayas estado comprometido con nada desde pequeño, como Sara —señala con un gesto hacia la violagambista— con la música y ahora también con nosotros —Sara no reprime un gesto de satisfacción por el comentario—. Sin embargo,  si quieres, es tu momento. Saca al músico atormentado y a quienes más puedas de su corte. Es urgente. Si lo haces bien, Novella te estará muy agradecida —los dos sabemos quién es Novella, o sea Ruth— y te encargará nuevos trabajos, cada vez más complejos, pero también más gratificantes.

Los aplausos y el rumor claro de pasos masivos sobre las escaleras y pasillos del Auditorio indican que el concierto ha terminado. En cualquier momento los empleados bajarán el clavicordio en la plataforma y esto se llenará de gente. Tenemos que salir y dispersarnos. Quiero preguntarle una última cosa a Ramiro.

nino-chapela—Tú empezaste muy joven.

— A los catorce años ya cruzaba clandestinos por la muga sin mi padre.

—¿Sabrás cuándo dejarlo?

Ramiro aprieta la mandíbula, acuciado por Sara, para que regrese a la caja del contrabajo. Empiezan a sonar pasos de gente por las escaleras que conducen al habitáculo bajo el escenario.

—El músico te espera. Llévalo cuanto antes al mundo libre. Entra tú en la caja —Sara se detiene, sorprendida.

Tu mirada recorre sus rasgos vascos por última vez. Luego, la espalda que te da, mientras Sara le agarra del brazo con sus manos mágicas y se apresura hacia una salida de emergencia señalizada con una luz.  Ahí lo deja y regresa para ayudarte a introducirte en la caja del contrabajo y la cierra.

caja-contrabajoYa no hay excusas. Lo siguiente es que Novella te procure un encuentro con el músico. Tienes una historia. El editor se va a tener que mojar. Contienes la respiración mientras escuchas la actividad en el sótano, la plataforma que baja el clavicordio, el trasiego de sillas, atriles e instrumentos pesados, voces de operarios. La caja se inclina a 45 grados y la notas rodar.

—De esta me encargo yo —un vozarrón masculino resuena por detrás de tu cabeza. La oscuridad y el movimiento te marean, pero en seguida reaccionas. Notas el esfuerzo añadido de otra persona al subir la caja en volandas para dejarte en horizontal y escuchas el ruido de una portezuela metálica al cerrarse. Podrías estar en una furgoneta que arranca con brío. El acolchado de la caja amortigua lo justo, pero es muy incómodo. No te atreves a hacer ruido. El traqueteo se vuelve insoportable. Al cabo de veinte minutos, justo cuando crees que vas a abrir la caja de una patada, se detiene el vehículo y se abre una puerta, la del conductor. Te quedas expectante, preparado para dar una patada al aire en cuanto se levante la tapa. Sea quien sea, le importa poco que seas un periodista atolondrado. Te están tratando como mercancía ilegal. Y las series de televisión nos han enseñado cómo es la gente que trata este tipo de mercancía. Curioso, piensas en las décimas de segundo previas a la apertura: ahora son las series de televisión las que nos enseñan (literalmente, pues te lo muestran, no puedes imaginar por tu cuenta, como cuando leías literatura) lo que puede pasar cuando te medio secuestran en pleno concierto.

— Vamos, salga, ya hemos llegado —la voz masculina de antes.

La luz te ciega, no te mueves.

— Vamos —una mano más pequeña de lo que imaginabas agarra la tuya y tira de ti. Estás en horizontal. Es normal que te cueste levantarte—. Cuidado con la cabeza.

Tarde. La testa topa con el techo de la furgoneta.

— ¿Ya hemos llegado? ¿Dónde estamos? ¿Y el músico? ¿Me espera?
museo-romanticismo-entradaEs una calle angosta que reconoces como del barrio de Malasaña.

—Entre —el tipo del vozarrón te ayuda a bajar de la furgoneta y te indica que entres en un portal. Apenas cruzas el umbral ves que se trata de un museo, el Museo del Romanticismo. Tu guía te lleva a un patio con jardín en el piso bajo. Allí te espera, sentado a una mesa en la terraza, con un café, el músico. Un tipo de mediana edad, con una mata de pelo negro bien cortado que llama la atención.

cafe-del-jardinCuando entras en el jardín, ya solo, pues el hombre del vozarrón ha desaparecido, el músico se gira hacia ti, se levanta de su mesa, te recibe, estrecha tu mano, casi la besa como si fueras un cardenal.

— Vd. es el periodista…

— Sí.

El músico adopta una posición más cauta, te hace un gesto para que te acerques y poder hablar bajo.

— Todo empezó hace unos meses, en la peluquería.

Sacas la libreta. Suspiras. El hombre confía en ti. Novella confía en ti. Tu editor confía en ti. Miras hacia arriba en derredor, intentando fijar el momento: el patio precioso de un museo en mitad de la ciudad, un museo dedicado al Romanticismo. Una nube de algodón cruza despacio sobre el escaso cuadrado de cielo azul que deja ver el patio.

— Se trata de las nubes. Suenan a música —la cara del músico es un poema.

corchea-de-nubes

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Muchas gracias a Teresa por su inestimable e imprevista ayuda para este capítulo del blog de las Nubes.

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Concierto de Brandenburgo número 3

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