—Lo recordaré todo.
***
¿Qué había antes del Gran Túnel? Una melodía de quena, que bailaba sobre el lecho que le preparaba un charango (guitarrita andina de sonido metálico), una imagen difusa en televisión de un tren que subía muy alto, con lugareños vestidos de vivos colores, que imaginabas en la pantalla en blanco y negro, mujeres con sombreros exóticos y niños pequeños amarrados a su espalda mediante una especie de manta.
Y una madre que quizá te explicaba que aquello estaba muy lejos, en Sudamérica. ¿Ese sitio del hemisferio sur donde la gente camina con la cabeza? Tú ya lo preguntabas con sorna. Tendrías unos 11 años. Nooo, con una sonrisa. Allí también caminan con las piernas. Y son muy pobres. Y hay muchas ruinas de otras civilizaciones, de antes de los Conquistadores. ¿Pero no eran indios? ¿No vivían en tiendas?
***
Dicen que el mal de altura no es tan grave y que puede tratarse, con pastillas, con hoja de coca, mascadas o en infusión. Y también con caramelos, galletas y chicle de coca. Lo pruebas todo para no apunarte (la puna, el altiplano). Pero que, en el fondo, es un mal del visitante, del viajero, porque quien vive allí arriba está habituado a la falta de oxígeno. O sea, es cuestión de costumbre. Se aclimata el cuerpo, se amolda el espíritu. Los conquistadores españoles debieron ofuscarse aún más cuando les faltaba el aliento, les estallaba la cabeza, les mentían sus ojos sobre la belleza insuperable del lugar y los colores con que vestían los indios.
Las hojas de coca que se asientan en el carrillo y pronto lo adormecen. El té que no sabe peor que cualquier bebida enlatada. Pruebas a enfrentarlo por su nombre, “soroche”, para medirte en mejores condiciones con él. Así pues, esto es el soroche, el mal de altura. Pues no parece tanto, rumias desde tu boca adormecida. Y no eres consciente de la altitud que gana, constante, el autobús, hasta detenerse en una parada lunar.
Estás a casi 5.000 metros de altitud. Solo hace viento, frío, desolación y enormidad. Los montes que circundan el paso tienen que tener más de 6.000, por lógica. La detención dura solo los minutos justos para que tus compañeros de viaje disparen unas cuantas fotos, les tomes tú alguna de grupo, incluso poses con ellos y te subas a una peñas —no se aleje demasiado, o quizá le costará regresar— para evacuar el líquido que te sobra en el cuerpo.
—Tienen que beber mucho. Para que la sangre les circule mejor. Todavía no se han acostumbrado a la altitud.
Tu chorro no tiene la misma fuerza que la del joven que te ha imitado a escasos metros. Es un gringo, quizá no tan joven, pero tan fuerte y dinámico, siempre atento a ayudar en las subidas y bajadas de viajeros al pequeño autobús. Barba rubia, ojos azules, pelo fuerte, sombrero. Seguro que viaja, como sus conciudadanos, para doctorarse en la vida antes de regresar a su país y vivir una vida probablemente espantosa, en la que añorará hasta esta meada a 5.000 metros. Le acompaña una novia morena, de rasgos finos pero fríos. Durante la micción, os saludáis con la cabeza y un gesto de infinita satisfacción, como cuando evacuas un exceso de alcohol a altitudes menores y en medio de la noche.
El soroche te agrada, te guía, es parte de esa especie de viaje en el tiempo que te produjo un indio soplando la quena nada más bajarte en la parada. Era un flautista de verdad, no solo un tipo atendiendo un puesto desharrapado en la carretera que cruza el altiplano. Te miró a los ojos mientras soplaba bien desde dentro. Tanto, que tuviste que acercarte a preguntarle el nombre de la melodía.
—»Selvas vírgenes», amigo —te contestó.
Una andanada de viento levantó sus cabellos y le tapó la cara. No te preguntaste en ese momento sobre la aparente contradicción, selvas en el altiplano. Solo le miraste y quisiste comprar una quena, impelido por la necesidad de poseer el instrumento que provocaba la magia: esa misma melodía vivía sin nombre en tu cabeza desde antes de todo, cuando tu madre te explicó que había países lejanos, Sudamérica, con montañas muy altas y habitantes que vestían de colores.
No podrías recordar si la explicación sobre sus civilizaciones incluyó la mención a la melodía que te cautivaba, procedente de uno de los dos discos, Sortilegio de la Flauta de los Andes, de un flautista argentino llamado Facio Santillán, que un hermano mayor había traído a casa no se sabía bien por qué ni de quién y cuyos títulos (El cóndor pasa, Campamento 111, Cacharpaya, Pájaro campana, Selvas vírgenes, Palomita blanca) evocaban un espacio mágico al amparo aún de la infancia, un sentido de algo llamado Sudamérica, que conocías de la escuela. ¿Qué es un sortilegio, mamá? Pasaste de los Beatles de tus hermanos a las melodías mágicas de los Andes, antes de enfrentar el túnel, los nuevos aires que te absorberían desde el otro lado, la adolescencia, todo el Rock y la revolución de los sentidos. Ese momento previo a la eclosión, aún en el huevo, te inquieta, no hay fotos, cuántas veces las buscaste. Has revuelto tanto en los cajones de la vida, en los miles de fotos que vinieron después, intentado relacionar tu mirada, tu gesto, tu pelo, tu sonrisa, con los meses, los años previos al gran salto, que vaciaría de contenido y grandeza a lo anterior, al niño deslumbrado por la melodía andina.
Por eso te has embarcado en este viaje al fin del mundo, ahora que el turismo procura semejantes sensaciones. ¿Qué busca la pareja de jubilados españoles en los Andes peruanos? ¿Qué, la pareja de jovencitos italianos, la familia española que viaja con abuela, incapaces de disgregarse o quizá afortunados hasta el extremo para compartir hasta el mal de altura en familia? ¿Y la pareja de argentinos que se declaran de la Pampa? Te entran ganas de hacerles hablar del Chaco, para explicarles que cuando tenías once o doce años leías aventuras de un escritor alemán, Karl May, que describía el Oeste sin haber pisado jamás América del Norte y que dedicó otras novelas a la América del Sur, El tesoro del Chaco y El Gran Chaco, que nunca leíste, porque tenías la segunda, que era continuación de la primera y la primera nunca la pudiste encontrar porque estaba descatalogada, y recorriste mil librerías, y todo eso de niño. Pero tú imaginaste la vida de los pamperos, de sus hogueras, de sus caballos, de una inmensidad que sobrepasaba a tu estadio posinfante y preadolescente. Y escuchando esas melodías andinas, excitabas aún más la imaginación. Cómo serían esos trenes pequeñitos, que ascendían casi al paso las llanuras elevadísimas, entre montañas enormes, cargados de pasajeros y color. Todo esto pasó por tu mente al buscar los ojos escondidos por la cabellera del flautista en el golpe de viento.
—Llévese el disco. Es más barato, amigo. La quena es difícil de tocar. Hay que sentir el paisaje.
Al sacar el dinero del bolsillo, te molesta la cámara, que has mantenido en su funda. No has querido hacer una foto de la meada más alta del mundo. Y, sin embargo, el paisaje sí lo sientes. Te tiene cautivado. Podrías soplar la quena. El indio se equivoca. ¿Por qué no habría de equivocarse? El americano se te junta. Su novia cotillea entre los puestos del paso.
—Si yo soplara a esta altura, me moriría —balbucea en un arrastrado español—. El mal de altura es horrible —sus palabras sobran, tú no sientes la altitud, solo la melodía que volaba por el viento del puerto y que ha dado paso a otra, que también sacude el recuerdo—.
—Pero es que tú no vives aquí. Ni yo. Él, sí. Era una melodía preciosa. Se llama “Selvas vírgenes”. Y la que toca ahora se llama “Palomita blanca”. ¿No es así, amigo?—dices después de consultar el disco y apostar con intuición y sortilegio por un título de los 15 temas que contiene el disco que acabas de comprar.
El indio asiente sin dejar de tocar. Su sonrisa te anima. Suelta una de las manos de la quena para hacer un gesto de ofrecimiento del paisaje. Para ti. Es una invitación a participar, a modificar el viaje. Intuitivamente, metes la cámara de fotos en la mochila y avanzas hasta el mirador. El gringo te sigue de cerca, curioso. El indio desaprueba con la cabeza. Cuando te asomas, un cóndor que ascendía desde el cañón se queda planeando a tan solo dos metros de tu cabeza. El americano grita y prepara apresurado su cámara. Tú miras fijamente al pájaro. Os aguantáis la mirada. El gringo dispara sin cesar. Cierras los ojos y te penetra la melodía, a modo de vals andino, Palomita blanca, dulce, pegadiza, que sigue soplando el indio desde el puesto. Te imaginas bailando con una india, en lo mejor de tu vida, ella guarda la distancia que exige el baile, las miradas de los suyos. Pero por la noche se te entregará toda. Imaginas el cuerpo terso bajo las capas de tela de colores tan vivos. No hay coches, no hay carretera, no hay civilización. Solo selva virgen y una mujer. Puedes empezar todo otra vez. Recordarlo todo. Al abrir los ojos regresas al altiplano después de haber yacido con la primera mujer en un claro de la selva. La lengua recorre el carrillo, que se encuentra gozosamente dormido. La vista recobra poco a poco la normalidad. Escuchas la bocina del autobús. Os esperan, al gringo y a ti. La novia del americano se acerca a saltos hasta donde estáis, gesticulando. Parece más interesada en conocer de primera mano lo que está ocurriendo en el mirador que en arrastrar de vuelta a su novio al autobús. Su mirada es inquisitorial: te parece que se están informando mutuamente sin palabras. No hay sentimiento, solo intercambio de información.
Al bajar el puerto, tus sienes laten con fuerza. Estás deseando que en el hotel te dejen convertir el disco en archivos MP3 en algún ordenador para poder escuchar el misterio de la gran altura. La portada muestra un indio ataviado con una corona de plumas, con el torso desnudo y tocando una zampoña (flauta de dos filas de tubos alineados). Con sorpresa compruebas que es el mismo que realmente te la ha vendido. Se llama Tito Flor y presenta aire de chamán. Al llegar al hotel compruebas en internet que lo es, un chamán cuya producción artística se encuentra íntimamente ligada a la ayahuasca, la bebida sagrada de los pueblos amazónicos, cuya ingesta facilita el viaje por mundos paralelos. Selva, altiplano, ¿en qué quedamos? Pasas los archivos a MP3. Con fuerza, agarras el reproductor, como si súbitamente hubiera multiplicado su valor. Acudes al comedor, en donde saludas con gesto dulce a los italianos, a los argentinos de la Pampa, a la familia y los jubilados, a los alemanes que nunca faltan en cualquier lugar del mundo y a la pareja de americanos, que no te quitan ojo de encima. Te detienes ante la mesa de los jubilados españoles. Quieres agradecerles el gesto del otro día. Te oyeron hablar de Vargas Llosa y debieron imaginar lo que te gusta y te han comprado en una librería de viejo, en Cusco, un ejemplar de la primera edición de La Tía Julia y el Escribidor, curiosamente edición española. Impresa en 1977. Dónde estabas entonces, en 1977.
Sin duda, alejado de aquel primer sueño de escritor, enmarañado ya en la adolescencia. El gesto les honra. Te pillaron al vuelo. Tú les obsequias con el disco del indio. Ya lo tienes en tu reproductor. No necesitas más. No quieres equipaje de sobra en este viaje. Ellos agradecen el gesto con sensibilidad. Les dices que esa música con la que te reencontraste hoy y que ahora les regalas acompañó los últimos escarceos del niño, aún perdido en mundos de aventuras, antes de comenzar la verdadera, la Gran aventura. Como son gente de letras, te gustaría decirles que a los 14 años te retaste a escribir una novela, de aventuras, claro. Y que la terminaste. Y que luego, como de tantas otras cosas, te avergonzaste de ella al entrar en el túnel. Tan solo les entregas el disco y les dices que hoy has vuelto a las selvas vírgenes gracias a un indio y su quena y el paisaje.
En otro rincón del restaurante, la familia con abuela discute animadamente. Te parecen felices. Envidias la imagen, el concepto. Tú estás solo. Ellos viajan juntos. Discuten, se empujan, siguen reuniendo recuerdos. Tú te ahogas esta noche en el pozo de los tuyos. La melodía andina de la quena, el lecho armónico que le construye el charango, los gritos medidos de los músicos que acompañan, tan exóticos, tu madre, la televisión, el tren andino lleno de lugareños y de color en blanco y negro, los primeros años 70, la intuición de la gran vivencia más allá de los padres. Sí. Porque por la mañana, en sitio arqueológico, os han puesto en situación y os han hablado de las culturas que precedieron a los incas (quechuas), y cuándo, en términos históricos, llegan los conquistadores españoles.
Y tú has sentido perfectamente que los allí presentes, los seres humanos con los que te has cruzado en el día, sois el presente del mundo, de un mundo fascinante que se renueva a diario. Sois los testigos del presente, con capacidad para mirar hacia atrás y asimilar, absorber, sentir la historia que os ha precedido. ¿No es eso algo de lo que te proporcionan los viajes turísticos? Pero tú buscas más. Buscas al niño entre los 12 y los 14, maravillado por aquellos discos de melodías andinas de quena, zampoña y charango, aquel que se atrevió a escribir una novela, ignorante aún de que había una literatura seria, de adultos, porque ese libro, Pantaleón y las Visitadoras, que cayó en tus manos en esas fechas, de una hermana mayor que estudiaba Filosofía y Letras, no había quien lo entendiera.
O quizá sí. Y luego llegó la adolescencia, con esa querencia de lo físico, de amar y ser amado, de yacer en una selva virgen con una mujer, quizá sugerencia de esa lectura incomprensible, adelantada. Y recuerdas el quiosco de la calle Diego de León, donde te conocían, y al que acudiste un día para comprar un libreto de formato inusual de una niña que se llamaba Mafalda, y que las 50 pesetas no te alcanzaban y tuviste que volver otro día con las 70 que en verdad costaba, aunque ellos te insistieron en que te la llevaras y que pagarías el resto más adelante. Esa niña que vivía en una ciudad que no reconocías y que hablaba un español raro, con palabras como frazada, colectivo y querés, que aborrecía la sopita y que pintaba unos padres dedicados, paisaje insustituible para crecer, su gran obsesión. Y te preguntaste, entre las ruinas arqueológicas, si había algo más que los padres.
Por la noche, en la soledad de tu habitación, después de pasear por un pueblo de calles sin asfaltar, sintiendo que el soroche jugaba contigo, te das cuenta de que no has hecho fotos apenas. Menos, por cada día que ha ido pasando. El primer día te lamentaste de no haber revisado bien la cámara, que ese valle pelado precioso tenía un color distinto al que te mostraba la pantalla de reproducción. Maldijiste por no haberlo previsto, las baterías están viejas, la máquina está descompensada, hay que hacer un nuevo balance de blancos. Pero las fotos siguientes salieron igual o más desvaídas. Luego, borrosas. El objetivo parecía apuntar bien distinto del ojo. La pareja de americanos se interesaron por tu problema, pero tú le quitaste importancia.
—Nosotros le haremos fotografías y se las enviaremos.
Y tú les agradeciste con un gesto, sabiendo que no querías fotos, muchos menos provenientes de ellos y de su gran cámara réflex con múltiples objetivos. No te gustan estos americanos. Viajan con mochila en un autobús organizado, tienen demasiados años para pensar que están recién licenciados en viaje de conocimiento, como tantos otros con los que nos hemos cruzado en los caminos. Y ella no le mira con amor, apenas se tocan. Parecen más pendientes del resto de los turistas que de las maravillas que se os ponen a tiro. Les ves atiborrarse de pastillas para el mal de altura. Pero no se acercan a la coca. Es como si necesitaran estar a tope, como si estuvieran de guardia, de servicio. Pero tú los olvidas pronto, cada escena, cada parada en la carretera, cada puesto de artesanía, cada grito que surge de la familia, que no calla nunca, sus fotos de grupo, su trajín con la abuela, la ternura con la que los jubilados se esperan, se apoyan, comparten curiosidad y hambre de conocimiento ahora que su gran aventura está ya casi escrita, todo te llena. Y lo miras con unos ojos que no son, no pueden ser los de un objetivo fotográfico. De vez en cuando, te enchufas el reproductor de música para paladear una melodía andina.
La selva virgen. Campamento 111, Ángela Rosa y, ahora, Cacharpaya, en la que sientes el aire del flautista juguetear con los tubos de la zampoña en tu oído. Todas esas canciones estaban allí entre los 12 y los 14 años. Luego, otro flautista (*ver entrada de blog lafsalonsón) te arrastraría al otro lado del túnel. No hay fotos del niño. Pero sí de todo lo demás.
Y la niña Mafalda, de otro país austral en donde la gente se parecía mucho más a ti y los tuyos. Lo recordarás todo, mientras seas presente del mundo, piensas mientras enfrentas el cielo estrellado austral y te agarras a la Cruz del Sur. Aquí y ahora.
Al día siguiente, el itinerario prevé una parada para comer en un restaurante moderno y bien ambientado con temas andinos. Un buffet de todas las cosas ricas que se pueden comer en Perú. Desde la ventana, te quedas embobado con la enésima mole que sobrepasará los 6.000 metros. Sin darte cuenta, un grupo musical, un trío de multiinstrumentistas, ataviado con ponchos rojosy espléndidas quenas y zampoñas de varios tamaños, además de un bombo, una guitarra y un charango, se apropia de un escenario desnudo, mal situado y oscuro. Dos autobuses enteros descargan turistas mientras los músicos se arrancan con piezas que te hacen girar la cabeza. No hay duda. Están interpretando para ti. Te sonríen y asienten mientras tocan.
Detienes el reproductor de música y la melodía de Cacharpaya continúa en directo, exactamente en el punto en que la dejaste en el aparato. Sortilegio de los Andes. Es una señal. Te pones alerta. Recorres el local con ojos de faro y tu mirada se cruza con una cita de ojos verdes. La mujer está sola en una mesa de cuatro. Tú has visto esos ojos antes. ¿En la selva? No. ¡En Copenhague! En Christiania. Es Ruth, la activista de Novella, una de las personas más buscadas. ¿Quién la habrá enviado? Tú estás de vacaciones. Ofreciste al editor un reportaje lleno de color sobre el Perú aprovechando que irías allí a descansar. Después de tu última entrega, algo oscura, sobre la brecha del mundo, el editor te dijo que te fueras ya de vacaciones y que hablaríais después del verano. Y le ofreciste relatar tu viaje por el Perú de ayer y de hoy sin gastos para la revista.
—No está mal que te estires alguna vez, chaval, y que me cambies un poco el norte por el sur.
Las últimas apariciones de Ramiro te han resultado estimulantes, pero te desasosiega la falta de continuidad en el contacto. Aparece solo cuando él quiere. Y él se juega el pellejo. Tú llevas salvoconducto de periodista. Y no puedes mojarte. ¿O sí? ¿Y Ruth? La última vez que la viste fue en aquel pub de Christiania donde casi la cagas por la fotógrafa infiltrada aquella. Ramiro está enamorado de ella. Lo puedes entender. Es una mujer guapísima, muy atractiva.
Solo mirarle en los ojos y estarías dispuesto a seguirla hasta la… ¿selva? En serio, lo que te pida, eso harás. Porque en este paisaje no hay medias tintas. Como dijo el indio de la ayahuasca, Tito Flor. Pero tú ya sientes el paisaje, la selva virgen, cruzarse con la desnuda e inhóspita belleza del altiplano, de las moles que lo circundan, de las carreteras y los pasos a más de 4.500 metros que lo pueblan, de sus gentes que viven, como tú, el presente del mundo. Estás aquí, ahora. Ruth quiere verte. Entiendes que Ramiro haga lo que sea por ella. Si no supieras que él la desea, lo dejarías todo para seguirla. ¿No es eso lo que él ha hecho, en realidad?
Atraviesas el barullo de colas y turistas excitados, plato en mano, pasas junto a la familia de la abuela, que comenta a voz en grito lo que cada cual se ha servido del buffet, y llegas hasta la mesa de Ruth, la siguiente. Te sientas a su lado, ni siquiera enfrente. Te apetecería agarrarle la mano. Te contienes a tiempo. Ruth otea nerviosa su alrededor hasta comprobar que no hay peligro. Los músicos siguen interpretando Cacharpaya. Y luego se arrancan con Ángela Rosa y Alma guaraní, que las identificas todas gracias al disco de Tito Flor que has incorporado plenamente a tus recuerdos.
—Ha pasado algo grave. Ramiro ha desaparecido.
No das crédito a sus palabras. Ramiro es inatrapable.
— Hace un mes que no da señales de vida. El último que le ha visto eres tú, en San Sebastián. Desde entonces, hemos perdido el contacto con él. No ha seguido el protocolo de seguridad de contactar al menos una vez cada quince días, como máximo. Novella teme que los americanos del millonario Kink lo hayan desaparecido. Con sus medios formidables, han tejido una red de espionaje privada para encontrar al músico que queremos poner a salvo y que tanto valor tiene para ellos. Ramiro tenía planes casi terminados para la operación.
—Eso es terrible. Ramiro no, por favor. Él es la esperanza de tantos que necesitan cruzar.
Ruth observa y mide cada gesto de empatía que sale de ti, buscando quizá un compromiso del que hasta ahora nunca se ha hablado.
—A veces los agentes caen, es así. Aceptamos nuestro destino. Cuando eso ocurre, no tenemos tiempo de llorarlos —se detiene un segundo, respirando hondo. No es el mal de altura—. Debemos buscar un sustituto, un sustituto capaz de afrontar el sacrificio enorme de trabajar para Novella.
Por un momento, te abandonas a la frivolidad y piensas que trabajar con Ruth no puede resultar tanto sacrificio. Seguro que a Ramiro le pasa lo mismo. Pero te sobrepones rápidamente. Es una mujer madura, seria, profesional, atractiva: una guerrillera en activo de un ejército que nunca se doblegará. Por un instante, ella te parece la misma selva que brota de sus ojos verdes, irreductible.
—¿Me estás reclutando?
Su respuesta llega a través de su boca, pero antes había viajado por el color selva que parece poseerlo todo.
—Sí.
Ahora eres tú quien arroja bosque desde tus ojos marrones. Bosque denso, rico, inextricable. Ella necesita que le aclares tu mirada. Es una profesional que insiste, que sabe presionar.
—Igual que Novella sabe dónde encontrarte, lo saben también la Normal y Kink. Confían en que tú les lleves hasta el músico que clama por su pasado y su canción. A la Normal le preocupa que su historia estimule más de la cuenta a los ciudadanos de bien. Y a Kink le interesa todo lo que rodea ese momento de creación que él vivió en Central Park para desarrollar las últimas fases de su start up de emociones virtuales. Ramiro lleva meses, años diría, preparando este salto, que es el más importante hasta ahora de su carrera de pasafronteras. Sin Ramiro, peligra la operación. Pero quizá pudiéramos trabajar juntos, tú y yo, para poner a salvo al músico y a todos los que van con él. Y confiar en que Ramiro aparezca.
—Pero yo, ¿qué puedo hacer? Solo soy un pobre periodista de medio pelo peleando siempre con su cascarrabias de editor.
—Tienes que seguir pareciéndolo. Pero vales mucho más. Has demostrado tu gran capacidad para el recuerdo. Las fronteras que cruza Novella no son solo físicas.
Piensas en la coca, en la ayahuasca, en percepciones de mundos paralelos.
—¿Tendré que tomar drogas? —titubeas, con miedo al ridículo, pero necesitas preguntarlo—.
Ruth se sonríe y te agarra la mano con algo que podría ser ternura.
—No —su sonrisa es preciosa. La imaginas, por una centésima de segundo, en un claro de la selva, sonriendo igual—. Creo que este viaje te está resultando muy enriquecedor. Pronto comprenderás cómo hacemos nuestro trabajo. En este lápiz de memoria te dejo unas notas básicas que te ayudarán a entender nuestra misión mejor. Ramiro te ha contado mucho. Pero, según sus informes, tú has caminado siempre hacia el lado correcto.
—¿Según sus informes? ¿El lado correcto?
—Siempre hemos creído en ti. Estás a punto, créeme.
—¿Cómo lo haré?
—Trabajaremos juntos, descuid…
En ese momento, tu rabillo del ojo te indica un movimiento anormal. Levantas la mano que agarraba la de Ruth en un gesto reflejo para protegerla. El americano y su novia se han desdoblado y acuden hostiles desde el fondo del restaurante con sendos objetos que ocultan en sus manos. Podrían ser pistolas, navajas o muslos de pollo. Ruth se levanta y retrocede hasta la puerta de acceso a la cocina.
Los músicos bajan del escenario en medio de su canción y bloquean tres vías de acceso hasta vuestra mesa. La familia española les jalea alborozada y se ponen de pie para ver los discos que ofrecen. En un segundo, los Andes se han puesto de vuestro lado. Ruth desaparece en la cocina y tú la sigues. Cambiáis una mirada. La acompañas a empujones hasta la puerta de salida al aire libre. Allí un indio, (¡Tito Flor!), aguarda con dos mulas y os hace señas para que saltéis cuanto antes. Ella sube con alguna dificultad a la suya. Tú te sorprendes con la agilidad de un niño de entre 12 y 14 años y montas de un impulso.
Pero Tito os separa. Indica que debéis tomar caminos separados, los dos llevan a puntos distintos de la montaña. No discutes y poco a poco te alejas de Ruth. Bien distantes, os volvéis y hacéis un gesto de saludo, o de añoranza, con la mano. No vuelves a mirar atrás. Al cabo de tres horas, llegas a una caseta con techo de zinc, sobre la montaña, con vistas de la carretera y del restaurante, en la que parece vivir una familia de ganaderos, pues pastan alrededor medio centenar de alpacas.
No sabes qué ha ocurrido abajo. Un hombre de rostro amable, el del padre de la familia, te invita a pasar la noche y a que mañana tomes el siguiente autobús. El guía del tour ha recibido la explicación de que te ibas a meditar a la montaña y le ha parecido bien. A algunos visitantes les da así el mal llamado mal de la montaña. Adiós al tour, adiós a la familia española, a los jubilados tiernos, a los italianos, a los putos gringos. Pena de tus pertenencias. Pero al día siguiente, al bajar, los músicos, que se preparan para amenizar otro almuerzo de turistas, te llevan hacia la cocina y te entregan tu mochila. Y te regalan un disco. Vuelves a la carretera. A tu viaje astral y austral, al sortilegio de los Andes. Estás deseando leer las notas del lápiz de memoria que te dio Ruth. Tu editor va a necesitar un trago. Le podrías llevar una botella de pisco.
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Lo que viene ahora es solo relax. Disfrutad escuchando Selvas vírgenes y Palomita blanca. Y escribid comentarios, por favor. Y compartid si os gusta. ¡Muchas gracias!
Es maravilloso escucharte, leerte. Cada reflexión, cada vivencia, cada imagen te traslada a ese lugar en lo alto, cerca de las nubes. Miras, observas, retienes sin juzgar, sin comparar, sin imponerse sobre los demás. No somos superiores por el hecho de ir a conocer un lugar. Tu nos muestras aquí la diferencia entre un turista y un viajero. Seguiré viajando a tu lado. Gracias.
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