He tardado en encontrarte. No podía imaginar que lo haría precisamente allí, en la brecha, mezclado con todos los pasados. No sé si intentabas salir o entrar, era tal el lío que había. La sensación es que había más gente de salida que entrando. Muy desasosegante. Durante tanto tiempo había pensado que la física nos llevaba en la otra dirección. Pero las caras tristes, duras y resignadas, indicaban claramente la dirección del movimiento. Estamos fuera, nos echan, con lo que nos había costado entrar. Y tú ¿quién eres, ahí en medio, mirándonos con cara de papanatas? ¿Entras o sales?
Y allí te vi, parte de esa multitud derrotada. ¿Tus razones? Poco comprensibles, demasiado sofisticadas para explicar tu presencia en la serpiente de un exilio tan físico. Zarandeado por el roce desagradable de los cuerpos y los bultos en la marcha triste, tu mirada apenas se dejaba retener por la mía. ¿No es posible tapiar la brecha? me preguntaste, engullido por el río desolado.
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En una de mis primeras visitas a París, fui a Versalles. Después de un par de viajes previos de descubrimiento con amigos del alma, la Ciudad de la Luz se ofrecía como nunca, sus avenidas, sus rincones, su torre, su arco, su promesa de futuro. Me acompañaba la ilusión de la juventud y la de una mano en la mía. En el metro, cuyo pitido sonaba mucho más amable que el silbato ensordecedor del de mi ciudad, me sorprendió un artilugio que permitía abrir y cerrar las puertas de forma manual por dentro y por fuera. Qué buena idea. Cuánto dinero costará cada uno de estos pestillos mecánicos para instalarlo en todas las puertas de todos los vagones. Ese dinero se podría invertir en otras cosas. Porque, realmente, no hace falta. Las puertas de nuestro metro no lo tienen y no las hemos echado de menos nunca. Ese dinero, que nos hacía más cómoda la vida, nos alejaba un poquitín de los que no lo tenían, como en mi ciudad. Se nota que es París.
—Siempre le das tantas vueltas a las cosas —el apretón en la mano tenía algo de apremio—. Estamos en París. Vamos a Versalles: ¿no puedes aislarte ni por un momento del ciclón de tus pensamientos?
Los jardines rectilíneos, la inmortalidad del paseo, el atardecer de julio, la visión de algo irreal, insoportablemente bello y abrumador a la vez: la vida se detenía, posaba para el retrato, para que pudiera recordarla muchos años después, en el atasco humano de la brecha.
—Si no nos esforzamos por evitarlo, cada mejora de nuestras vidas puede ser a costa de la de otros.
—Sí, hay un mundo poblado más pobre, más allá de las murallas del nuestro, pero no puedes pensar solo en eso. Continuamente desplazamos los muros, expandimos la vida, el progreso, el bienestar, la Humanidad camina hacia delante, conseguimos que vayan entrando poco a poco los de fuera, los excluidos.
La vida es lucha, me dijiste. Pero yo no quiero pelear, quiero dar la mano. Me apretaste la mía de nuevo, con una mezcla de inseguridad y cariño. Estamos en Versalles. Cima de un mundo que se desmoronó, que cedió el sitio a otro sobre cuyos valores ahora nos levantamos. Los estados modernos se encargan de velar por que la igualdad no sea una palabra vacía. La idea había surgido, una vez más, de un baño de sangre de la Historia. Hay mucho por conquistar, primero dentro de nosotros. No podemos actuar sobre todo el mundo a la vez. Pero entonces, partimos de la exclusión de unos desde el principio. Me acarició el pelo, la barba. Me besó. Son los 80. No es que no nos importe el progreso del mundo. Es que hay que vivir con un poco más de alegría. Claro. Podemos ir algún concierto esta noche. Por el barrio latino. Por donde anduvo Cortázar. Sí.
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Conduzco por la I-8 en San Diego, hacia el interior, alejándome de la costa. En seguida saldré hacia Alvarado Road, camino de la universidad estatal de San Diego. La semana pasada hemos abierto dos grandes temas en sendas asignaturas. Globalización y brecha digital. Es mi primer trimestre en una universidad americana, en la que confluyen todos mis sueños de adolescencia y juventud, aunque los disfruto desde la madurez y una recién estrenada paternidad. Desde los jardines rectilíneos y los trianones de Versalles, los años me han llevado a la autopista que recorre cañones poblados de construcciones blancas, con un regusto familiar de arquitectura colonial, encajadas en vegetación mediterránea y recortadas contra un cielo azul interminable.
La universidad parece una colección de casitas de juguete enjalbegadas. Nada que ver con los edificios grises de aulas superpobladas, de pésima acústica y estética, en los que refugiamos nuestra primera juventud sin dejar de buscar el camino que, por supuesto, siempre estaba a miles de kilómetros de nuestros cuerpos. Aquella mano de Versalles se soltó y llegaron otras, una de las cuales había conducido por fin la mía sobre un vientre hinchado y gozoso. Y me detuve. Aparqué el coche en un segundo o tercer piso de una estructura de hormigón. El examen de primera hora era sobre globalización. A ver si lo habíamos entendido bien. El mundo entra en una nueva fase en la que determinadas cosas va a dar lo mismo dónde estén hechas. Todo el mundo las va a consumir. Lo primero que hay que hacer es entender y extender la noticia. Predicarla. ¿Acaso no es estupendo? El mundo se va a volver más pequeño. Como alumno aplicado, reproduje en el examen todo lo que nos había señalado el profesor Eger, republicano de pro. Buena nota.
En la otra clase, el profesor Don Martin nos había dado opción de elegir tema para desarrollar a fondo, a lo largo del trimestre. Mi amigo Zack escoge el tema de la brecha digital. ¿Y eso qué es? Aún no hemos empezado a caminar por el mundo digital, yo apenas manejo un ordenador personal con salida a Internet (con un módem de 14.400bps) desde hace unos meses.
He comprado una guía de Páginas Amarillas de Internet aquí en un supermercado. El primer gran buscador, Yahoo, acaba de salir a bolsa, me recuerda el vecino por encima de la valla mientras, desde la hamaca, yo intento retener la sensación: un bebé en brazos, un jardín en este año dorado y sabático y un mundo de ciencia ficción que he venido a estudiar. ¿Sabes lo que significa eso?, me pregunta, insistente, el vecino. Y mi mente vuela al aula de nuevo: Estamos aquí para imaginar lo que viene y ya podemos adelantar los efectos, también los negativos. Es parte de vuestro trabajo, chicos. El profesor Martin, venciendo con una sonrisa irresistible su tartamudeo, nos explica que, aunque todo está aún por desarrollarse, parece evidente que la inmersión en un mundo global y digitalizado producirá nuevas desigualdades. Estudiarlas es nuestra obligación de universitarios, sobre todo vosotros, estudiantes de posgrado, como ignorarlas o no será la responsabilidad de otros. ¿Qué otros? Está claro: los legisladores y los gobernantes. Y vuestros futuros jefes, que tendrán mucho que decir en un mundo cada vez más desregulado. Mucho después entendí a qué se refería: se llama “responsabilidad moral del ejecutivo”.
A ver: ¿cuántos de vosotros tenéis teléfono móvil? Apenas tres brazos se alzan. La quinta o sexta parte del grupo. ¿Para qué tener teléfono móvil, cuando casi nadie lo tiene, más que los políticos, los ejecutivos y los mafiosos? Una alumna explica que le da seguridad. Por si se le avería el coche en la autopista. ¿Los demás no tenemos miedo, o no nos importa? Seguro que más de una alumna se siente más insegura después de escucharla. Puede que corra a conseguirse un teléfono móvil al salir de clase. Sin darnos cuenta, el tema de Zack ha surgido por sí solo. La gente que tiene acceso a según y qué cosas entra en nuevos mundos infinitos. Los que no las tienen quedan privados de ese desarrollo que se anuncia transformador e imparable: Zack se tiene que sumergir en documentación y aplicar una dosis creativa de ciencia ficción. Pensar en el futuro. Qué estupendo es esto de volver a estudiar a los treinta y tantos. Qué va a pasar. Estamos en 1995.
Zack entregará su tesis un año después. Hablamos sobre lo que significa la brecha digital y cómo encaja con lo que nos suena más conocido: la brecha social. De eso sí que entendemos todos, especialmente en un país con desigualdades tan marcadas como Estados Unidos. Cada revolución añade nuevas clasificaciones. La industrial vació los campos. El muro de Berlín ha caído apenas unos años antes. El mundo del futuro se regirá por las normas del capitalismo. Se creará más riqueza y se repartirá de forma cada vez más desigual.
Si a la conocida brecha social se añade una nueva brecha digital (“gap” en inglés), quienes tengan acceso, abracen y asimilen todo lo nuevo ganarán importancia sobre quienes no puedan hacerlo en un futuro mundo hipercomunicado. ¿Y hasta dónde llegaran las oportunidades de lo digital? ¿Quiénes comandarán este viaje intergaláctico solapado con la realidad terrestre, tan “analógica”? En California casi todo el mundo tiene un porche en su casa. Y un jardín. Pero siempre los veo vacíos. Tampoco yo uso mucho el nuestro, apasionadamente dedicado a estudiar, por fin, en la madurez. Ahora, en un campus de juguete discutimos sobre el futuro que viene como parte de nuestros créditos de estudios.
Día tras día, devoro el pepito de ternera acompañado de gazpacho, sentado en un banco en un claustro, que me ha preparado mi adorable esposa, que amamanta también a su primer bebé. Frente a amables fachadas coloniales que albergan todo el conocimiento que seamos capaces de buscar en ellas (y alientan la generación de más y más), pienso en el futuro, eso tan difícil. ¿Cómo será? ¿Y la brecha digital, lo que investiga Zack? ¿Cómo investigar sobre sus efectos si a duras penas manejamos el presente y aún considero accesorio tener móvil cuando casi nadie lo tiene? Fíjate las cosas que estudiamos en la Universidad americana.
Otro profesor nos encarga instalarnos la nueva versión del navegador Netscape, la 2.0, y nos dice que enredar con eso es más importante que algunas de las lecciones que nos tiene preparadas. No entiendo casi nada aún, pero sigo el río. La corriente nos arrastra. Y mola dejarse llevar por ella, entre paseos atestados de jóvenes en pantalón corto, con mochila, que siempre parecen tener claro su rumbo bajo el cielo azul de California. El corazón iluminado de novedad y sueños nos hace pensar que los efectos del conocimiento que estamos adquiriendo llegarán a todos lados (¿también a la India, cuyas calles atestadas, que he recorrido en mi luna de miel unos años antes, no puedo imaginar plagadas de móviles?). Sí, porque la globalización, que acompaña a esa ola de Internet, es buena, está homogeneizando muchas cosas, lo que favorece el intercambio, y eso siempre es bueno, ¿no? Y cuando llegue todo lo demás, el mundo estará más acostumbrado a compartir valores y productos, se habrá homogeneizado un poco, y eso es bueno, si ayuda a distribuir mejor la riqueza. Aún es pronto para saber cómo será esa Sociedad de la Información.
Pocos años después, en 2000, reventará sin misericordia la burbuja de las “Tecnológicas”. “Fin de fiesta.com” titula un periódico entonces. Y estaremos volviendo a la casilla de salida. ¿Qué coño estudiamos entonces en la Universidad? Solo efectos potenciales sobre un aspecto concreto de la realidad llamada “brecha digital”, me habría recordado Zack, con su sonrisa franca. No nos pedían jugar a ser dioses y arquitectos del futuro. Solo apuntar aspectos previsibles de alejamiento social y económico entre las personas que estuvieran a un lado y otro de la brecha digital. De momento, un palo para los pequeños inversores en bolsa que creyeron lo que todos queríamos creer. En el fondo, fue un arranque en falso de la revolución digital.
Unos años más tarde, a la sombra de un árbol en un camping, el murmullo periodístico del verano sacude mi curiosidad. ¿Qué es eso de las “subprimes” y por qué lo saca el corajudo periodismo norteamericano? Suena a algo tan analógico como hipotecas de riesgo vendidas, revendidas, especuladas. Se han concedido a porrillo. Y alguien da la voz de alarma por lo que tiene de riesgo en cadena. Y una firma de nombre desconocido para la mayoría, Lehman Brothers , salta a los titulares. En California, estudiábamos el naciente mundo de la convergencia de los medios. Imaginaba que otras universidades de renombre, economistas educados en escuelas de pensamiento variadas habrían previsto alguna vez un escenario como el de las “subprimes”, que aquí llamamos con enorme desprecio “hipotecas basura”, concedidas a gente con menos “posibles” que la media. ¿En qué momento nos vendíamos, pensé, los afortunados del conocimiento? ¿Qué es venderse, realmente, en un escenario donde el mercantilismo se alza vencedor de la colosal batalla del siglo XX? El verano siguiente, el pinchazo se convierte en un tsunami en un país arrasado por la ambición de la propiedad inmobiliaria. Mi mente regresa al vagón de metro de París, camino de Versalles: ¿qué hemos hecho en todo este tiempo? La brecha se agranda, el enemigo invisible al que se creía erradicado vuelve a penetrar en la muralla. En breve desalojará a los más débiles.
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Y la revolución llegó. Ahora miramos nuestro móvil una infinidad de veces al día. El mundo entra en nosotros en formato de decenas de fracciones, se apropia de nuestra atención y a cambio proporciona nuevas satisfacciones inmediatas, que a continuación se convierten en nuevas demandas, expectación e, incluso, ansiedad hasta cerrar el ciclo de satisfacción de la nueva necesidad. Es la dictadura del presente. Por fin llegó el mundo digital, veinte años después de California.
Recuerdo mi tesis añeja: “Missing the Internet”, sobre los efectos de una “privación súbita y prolongada de acceso a Internet a usuarios intensivos” para la que, ya entonces, apenas conté con siete u ocho voluntarios pagados. Nadie estaba dispuesto sin más a quedarse incomunicado durante una semana mientras el resto del mundo a su alrededor seguía explorando las nuevas praderas digitales.
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Salimos de pintxos junto al mercado de La Brecha, en San Sebastián. Alguien pregunta de dónde le viene el nombre y otro alguien se lanza sobre su móvil para contestar, después de pegar otro trago a su caña. Sí, viene de la primera brecha que se abrió en 1813 en la muralla para desalojar a los franceses del bastión que hoy es la ciudad más bonita, de una belleza casi tan insoportable e irreal como Versalles. Me alejo del grupo y me pierdo en el monte inmediato, en su frondosidad, en los baluartes conservados de aquella contienda. Puedo imaginar la brecha por la que entraron las tropas a sangre y fuego.
Las brechas actuales son menos cruentas, pienso, apoyado sobre una batería que en su día escupió fuego y muerte. De repente, se me acerca un hombre mayor, con aspecto de aldeano, con boina negra, nariz aguileña y una marcada cojera. ¡Es él! ¡Ramiro! ¿Qué hace aquí? Ante mi sorpresa (se me escapa un pequeño grito), con un gesto me pide silencio, se recuesta sobre el cañón y señala hacia abajo, hacia la ciudad, hacia la muralla. Puedo sentir el olor a pólvora, los gritos, el choque de las armas en el cuerpo a cuerpo.
—Tú también la ves, ¿verdad?
Donde él señala no hay nada, pero la presiento, una brecha que recorre la Historia, que me sacude por dentro.
—Baja a ver. Alguien te espera allí. Y ten cuidado. Ya sabes que ahora nos buscan todos, los Normales y los del americano, ese Kink.
No me puedo creer que Ramiro se me haya manifestado con semejante descaro. Pero su solemnidad me disuade de hacerle más preguntas. Bajo por el monte y, de repente, me encuentro en el lugar donde caí de pequeño y casi me descalabro. Podía no haber habido futuro. Pero lo hubo y ese futuro me ha traído hasta aquí para arrojarme en medio de un río de gente surgido como de la nada, que se arrastra con desgana hacia lo que parece la salida de la ciudad hermosa. Se les priva de la belleza. No se distingue nada del exterior. Solo cabe imaginar que no puede ser tan bonito como el interior. Allí, me he encontrado súbitamente contigo y me he quedado paralizado en medio de ese tránsito desangelado que se da a espaldas de tanta belleza y que toleramos. ¡Tú! ¿Dios mío, qué haces tú ahí, entre ese enjambre de desharrapados? ¿Te vas tú también? ¿Por qué? Sin darme cuenta el flujo humano me ha absorbido, me zarandea.
—¿Y Vd. qué coño pinta aquí? ¿Va o viene? Si no se va a mover, al menos apártese. Nos desalojan de su mundo y encima nos azuzan para que no nos paremos. Apártese, hostia. Vamos, chicos —una familia entera se arrastra, entre otras, sin voluntad ni fuerza hacia fuera del recinto. No está claro lo que les espera al otro lado—.
En la muralla, los guardianes-válvula pasan un lector óptico a cada desalojado. Siento el láser sobre la cara antes de enfocarse sobre mi chapa de identificación. Mi estatus es especial. Soy un observador, un periodista.
— Su acreditación.
Retengo tu mirada antes de que te gires definitivamente. En tus ojos, la pregunta escuece: “¿No se podía prever? Anda, vuélvete con tu grupo y tus pintxos.” Te alejas, con paso inevitable, despreciativo, más allá de la muralla, perdido entre la multitud que sale. Eres muy joven. Me desinflo de pena. Me suenas de Versalles, puede que incluso coincidiéramos en San Diego. Seguro que nos hemos tomado más de una cerveza brindando por el futuro, el que hemos intentado construir juntos todos estos años. Pero hoy te alejas junto a tantos otros, por esta brecha infeliz. ¿Quién falló? ¿Los legisladores? ¿Los jefes? ¿Nosotros, divertidos y aislados partícipes de ese mundo deslumbrante por venir, del que podíamos predecir que aumentaría las diferencias en lugar de recortarlas y no hicimos nada? Todos dicen que Ramiro era el mejor cruzando fronteras. Ahora soy yo quien necesita su ayuda. No pienso dejarte solo ahí fuera. Voy a pelear para traerte de vuelta, para que volvamos a brindar juntos por el futuro. Hace tanto que no te veía y, sin embargo, no puedo permitir que te pierdas para siempre tras esa brecha. Y luego, cuando consiga pasar a ese músico al que todos buscan, pienso estar allí, para contarlo todo. Sé que Ramiro confía en mí y tengo medio camelado al editor.
Hola Carlos…por casualidad encontré tu blog…refleja mucho tu personalidad soñadora y amable…al menos es así con te recuerdo. Beatriz..
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