Juan M., el sujeto 323-B, sigue bajo escrutinio de la Normal. No para de reflexionar sobre momentos importantes de su vida que tienen alguna conexión con la música, mientras proclama sin cesar que le han robado una canción, «la» canción, «su» canción. Un reportero voluntarioso y disperso insiste en la pista danesa. Quiere saber por qué es tan importante llevar a ese tipo a un lugar seguro.
Conseguí que el editor (mejor dicho, la revista) me enviara a Dinamarca hace unos días para hacer un reportaje sobre series de televisión (danesas, claro). Le convencí con facilidad explicándole que la gente influyente gusta de diferenciarse del resto viendo (o comentando detalles sobre ellas, que no es necesariamente lo mismo) lo que la gente normal ve en Dinamarca, (quizá porque para ellos es normal):
una serie sobre política y políticos llamada Borgen que te describe a la primera ministra ideal, gobernando para todos desde una minoría manifiesta, a la que la política le pasa la mayor factura posible, su familia. Hay otra sobre una policía que casi nunca se cambia de jersey (no sé qué morboso atractivo tiene esto para la gente pudiente de nuestro país) y otra en la que un poli danés simpático y encantador (todo empatía, sobre todo para las mujeres) investiga junto a una agente sueca con síndrome de Asperger (todo lo contrario) un crimen ocurrido justo en la mitad del puente que une a los dos países. Poli bueno y poli malo en versión nórdica, viva la sutileza sueco-danesa. Convencí al editor con facilidad:
—Nuestros lectores se sentirán importantes en la peluquería, en el mercado, en el gimnasio, como la gente pudiente, que seguro que ve estas series todas las noches en familia, sobre todo la de la poli del jersey. Y, de paso, el director comercial lo revienta vendiendo páginas a anunciantes caros.
Con el billete en la mano y los contactos hechos en las productoras, me guardé muy bien de decirle la verdadera razón de mi querencia por las tierras vikingas: mi fuente (que cada día está más difícil) en el ministerio había hablado de un posible un avistamiento de Ramiro (el “pepe”, como llaman los secretos de la Normal a un sujeto al que siguen) en un suburbio de Copenhague.
Yo conozco a Ramiro, puede disfrazarse, pero su forma de andar, con un ligerísimo bamboleo, como si tuviera un problema de cadera, me pareció inconfundible cuando le entrevisté. Tendría que ser yo el que se disfrace para salir de cacería por Copenhague, para que no me reconozca él. Y eso es lo que he hecho. Voy de profesor de universidad, con gafas postizas, un tabardo marrón con botones de cuerno, una cartera de cuero pasadísima y una joven a la que he contratado como fotógrafa para el reportaje de las series, que da el pego como entregada conquista académica, a la que he convencido de que me lleve al gueto de Christiania al final de la jornada, de turismo. Paseamos por sus estrechas calles según se vence la tarde. Busco la señal, no miro caras, solo cuerpos que caminan. Y ahí se aparece de pronto un cuerpo que es, en realidad, una sombra, que oscila al moverse, creando una sensación de inestabilidad sobre todo aquello sobre lo que se proyecta. Me tenso y agarro por un brazo a la fotógrafa, que se llama Greta. Como la mayor casualidad del mundo, la invito a entrar en el mismo pub en el que cinco minutos antes, la sombra que cojeaba se ha metido.
Entramos en un pub muy hippy, oscuro, con olor a madera vieja, mal iluminado. Nos sentamos en una mesa para dos, cerca de un rincón. Dejo que Greta llame la atención con su belleza joven, su cámara evidente. Demasiado obvio para ser espías. Si la sombra busca una mesa para sentarse lejos del bullicio de la barra, la única posibilidad es la que se encuentra a nuestro lado. Greta me enseña las fotos realizadas en los platós de las series en la pantalla de la cámara, primeros planos de la policía del jersey. Yo asiento, sonrío, comento en mi inglés justito. Saco mi móvil y empiezo a mostrar las mías: mi perro, mis padres, mi amiga Carmen, a la que presento como mi novia…
—Muy guapa, sí.
No sé qué pensaría Carmen de esta suplantación, pero tiene su gracia. Yo no tengo novia. Mis sentidos intuyen la cercanía de Ramiro, pero no la puedo demostrar. Pierdo un poco de cuidado de tanto otear mis alrededores. Greta sigue parloteando, ajena a mi inquietud. Al cabo de dos cervezas y un chupito, parece evidente que no ha habido suerte. Nos levantamos para pagar.
El camarero me entrega el cambio junto con un panfleto de una exposición bastante alternativa, con colores vivos y la foto de una pared grafiteada en la que se lee con claridad la caligrafía de la artista: Novella Alighieri. La tal Novella debe ser una italiana afincada en Dinamarca. Me la imagino con rastas, varios piercings y muy, muy despreocupada. Al agarrar el panfleto noto que contiene algo, que pesa mucho para ser un simple pliego. Al tacto distingo un lote de hojas fotocopiadas y una nota manuscrita. Instintivamente, le digo a Greta que vaya saliendo mientras pago y le hago señas de que después tengo que ir al baño. Sale obediente y yo me retiro al aseo de hombres. Las fotocopias muestran varias páginas de una libreta y una caligrafía que empieza a resultarme familiar. La nota manuscrita se lee con más facilidad, una letra firme, segura. La firma una “R” rotunda. Este es el texto:
“Cada vez es más difícil esconderse de todos los que me persiguen. Ahora también tú. Aunque en tu caso es más comprensible. Yo quiero ayudarte, es bueno que se sepa en algún momento lo que hacemos, pero todavía no. Te irás enterando de las cosas si tienes cuidado tú también. ¿Qué sabes de esa chica que estaba contigo, la de la cámara? ¿Ha llamado por teléfono al salir, mientras lees esto? Despáchala rápido. Están en todas partes. Harán lo que sea para evitar que llevemos a ese tipo al mundo libre. Tu imprudencia podría habernos costado cara. Igual que yo sabía que venías, la Normal sabe muchas cosas. Y yo he tenido que reunirme con Ruth en el almacén de detrás, un sitio oscuro y apestoso, con olor agrio de cerveza y humedad. Pensaba aprovechar la intensidad del episodio para ablandarla, ver si sus ojos verdes mostraban algún tipo de respuesta. Pero me he perdido mi parte de cita romántica de hoy porque has venido muy mal acompañado. Me debes una”. “R”.
Espero a salir del pub para buscar desesperadamente la sombra bamboleante que creí ver y que, sin duda, era real. Efectivamente, Greta está hablando por teléfono y mira hacia la puerta del pub. Algo ha cambiado entre nosotros. Le digo que cogeré un taxi hasta el hotel. Ella entorna los ojos e insinúa que podríamos tomarnos una copa en el bar del hotel. Greta, creo que ya la he cagado bastante por esta noche. Necesito estar a solas para leer el resto de las hojas. Parece un nuevo episodio importante en la vida del tipo al que quieren sacar. He leído el título de las fotocopias. Dice así: “El beso en la moto”.
EL BESO EN LA MOTO
Levanté la tapa del sillín para dar al botón del antirrobo. Era un movimiento rutinario. Cada vez que candaba la moto, levantaba el asiento alargado (era una Vespa), metía el dedo por un agujero incómodo y apretaba el cortacorrientes oculto. Pura rutina, varias veces al día, durante aquella parte de mi vida. Al alzarlo esta vez y buscar el interruptor, unos labios se me ofrecieron, una impresión perfecta sobre un papel de fumar, un beso aplicado con carmín rojo sobre la hoja delgada y semitransparente de papel colocada sobre el agujero. Era un beso repentino, un beso sorpresa, un juego al que no sabía cómo jugar ahora, cuando ya lo habíamos dejado. La moto era mi caballo en aquellos años. Recorría la ciudad, los barrios, las llanuras de la juventud, a lomos de una Vespa vieja que había aprendido a reparar en muchas tardes a la intemperie.
Cuántas veces ella cabalgó conmigo. Durante años fue la única que lo hizo, abrazada a su jinete como solo las novias se abrazan. Y ahora ella también tenía la suya, otra Vespa, otro color, otra personalidad, dos independencias. Con el tiempo, los lomos de ambos corceles conocieron otros pasajeros, otros abrazos, últimas paradas en la noche, apagado el motor ante un portal, levantado el asiento con rapidez para dar al antirrobo, por si la pausa se prolongaba. A veces hasta el amanecer.
Aquella tarde en la calle populosa, al levantar el asiento de la moto, la vida se detuvo un momento. Ya no estábamos juntos. Habíamos quedado una vez después de todo para “hablar”. Resultaba chocante hablar de lo nuestro en pasado. Y de reconocer las cosas que habíamos hecho mal, a salvo, como estábamos (o eso creíamos), en nuestras nuevas situaciones respectivas. Cuántas veces, quizá, habríamos ensayado mentalmente esa conversación sabiendo que el paso intermedio, la ruptura, se presentaba como el mayor de los dolores. Ahora, después del apocalipsis, me llamaban la atención sus labios rojos de carmín, que casi nunca se puso mientras estuvimos juntos. Me turbaba su contoneo consciente camino del baño en el pub, su cuerpo reconocible pero distinto. Pero ya nada importaba, y lo habíamos hablado.
Yo sabía que ella trabajaba por la zona, incluso solía buscar con la mirada su moto aparcada frente a su oficina cuando pasaba por allí a lomos de la mía, una vista extrañamente punzante, aunque hubiera sido yo quien diera el paso de romper. Ella, todo lo que había sido, lo que habíamos sido, estaba allí, en algún despacho. Y yo pasaba delante, por la calle tan poblada, de vez en cuando, mientras recorría la ciudad sin parar, el sueño de las millas sin fin, como mensajero y como jinete animoso, cabalgando siempre en busca de un horizonte. Vivíamos vidas propias, incipientes, difíciles, tambaleantes. Escapado de la asfixia, me seguía faltando el aire. Quizá el problema estaba en mí, como comprendí tiempo después.
Por la mañana de ese día había entrado por impulso en una tienda de discos y me había encontrado frente a “El país de la luz”, de José María Guzmán, un disco de 1978.Estábamos a mediados de los 80, o sea, un disco totalmente fuera de onda en ese momento, cuando la Movida se encontraba en la cima de su popularidad y reinaba la frivolidad epicúrea de los 80, esa en cuyos brazos nos habíamos echado por facilidad o por conveniencia o por ambas.
Sin embargo, la visión del álbum me sacudió, me transportó a un momento de luz, un instante de iluminación absoluta, un concierto en el pabellón del Madrid en la primavera de 1979, seis años antes, con un cartel abigarrado: “Mermelada de lentejas” (luego fue “Mermelada”, a secas) y su “Coge el tren”, adelantado a la década siguiente; Micky (un viejo rockero de los 60 que nunca sabías si estaba loco o era así de verdad);
Moris, un rockero argentino que nos tenía atrapados con su himno “Sábado a la noche”, que subió al escenario solo, con su guitarra eléctrica, entre grandes expectativas, y no conectó para nada con el público.
Y también un tipo del que me habían hablado: era el cuarto miembro de Cánovas, Rodrigo, Adolfo y Guzmán, un supergrupo nacido (o creado) como versión española de Crosby, Stills, Nash & Young. Provenían de otro grupo anterior llamado «Solera». Habían grabado un par de discos en los 70, “Señora azul” era su hit más conocido, con guitarras acústicas, piano, buenos arreglos de metal y fabulosas armonías vocales. Pero era un grupo fantasma: C.R.A.G. ¿Cuándo tocan? ¿Dónde tocan? ¿Alguien sabe algo? Nunca dieron un concierto, según parece. Un grupo creado para estudio y para la tele. Y allí, frente al público, se presentaba el más joven, el de la voz aguda, como solista, el Neil Young del grupo, con composiciones propias: José María Guzmán.
En la nube de la memoria, frases escuchadas a los jóvenes de al lado: “Hay que romper moldes, tío. Rompe moldes, tío, rompe moldes”. Y José María Guzmán, una voz aguda y torrencial, que canta “El país de la luz”, una pieza enorme, amable hasta el extremo, soñadora, que cuenta sin contar, que termina acunada en un lecho de armónica.
Y otra, “Mi joven amigo”, una carta musical dirigida a los que vamos a empezar a vivir, un pedazo de tema a lo Stephen Stills. Y otra sobre lo duro que es volver a empezar después de que se acaba un amor, y otra, que se llama “26 años” (puff, ¿cómo seré yo entonces?) y la definitiva: “Un amor distinto”, que mi imaginación y la acústica del pabellón traducen como “amor imposible” y así se queda en mi admirado recuerdo. Verso a verso, estrofa a estrofa, solo me quedo con el final del estribillo: un amor imposible, un amor imposible. Como unos años atrás, con Hilario Camacho, un nuevo artista me llegaba a lo más profundo en un momento crucial de crecimiento. Y ese día oscuro de mediados de los 80, con la primera juventud ya trasquilada, trufada de reflexiones tóxicas (“tenía que acabarse pero ¿por qué?, tanto querías que te cantara y solo ahora me sale, y es un canto yermo”) vi el disco de Guzmán en una tienda, fuera de su tiempo, tan lejos de aquel concierto que se adelantó en unos meses a la llegada del primer gran amor. Nadie en los 80 cantaba cosas así ya, canciones largas, intensas, emocionantes. Encontrarme de frente con “El país de la luz” ese día de 1985 era una anomalía, un accidente cósmico.
Rompe moldes, recordé. Una corazonada. Este disco es importante para mi vida. Aquel concierto lo fue. Quizá por eso lo compré, para retener la esencia del amanecer, del paraíso. Los 80 nos habían desvirgado. El Pop trivial había desbancado al Rock, al que se acusaba de pretenciosidad; el amor nacido al amparo de sueños y mitos quizá infantiles también se terminaba. ¿Luchar por qué? ¿Para qué? ¿No era mejor (sin duda, más fácil) dejarse llevar por la corriente?
La vida era un río ingobernable, qué distinto a las sensaciones del origen, de aquel concierto de Guzmán, todo promesas y ternura. Ojalá pudiéramos regresar al jardín (como cantaba Joni Mitchell en su canción himno Woodstock). Con la cabeza rebosando nostalgia de ese recuerdo límpido, levanté el sillín de la moto. Allí me esperaba su beso de carmín, invitando, quizá, a volver a cabalgar juntos, a apretarnos de nuevo entre los coches sobre mi vieja Vespa blanca.
Pero nada de eso habría de volver. En el amor no hay segundas partes (¿lo hay en algo?), no era posible regresar al origen, por eso hay que cuidarlo de verdad cuando se tiene, es el juego de la vida, que solo se vive una vez. En lugar de alimentar una pasión renovada, el beso de la moto desencadenó una tormenta ominosa, mucho más oscura que el amor difícil que la había precedido, un amor imposible. La devastación que siguió me obligó a mirar hacia dentro, hacia el negro absoluto que lo poseía todo y en el que me costaba reconocerme. Había que explorar las tinieblas a fondo antes de volver a salir, con un largo camino por delante, en busca del País de la Luz.
**
Hoy sigo deleitándome con “El país de la luz”, de José María Guzmán. Recomiendo su escucha sin pausas, canción tras canción. Y el disco Guzmán & Cía, de 2006, en donde repite algunas con sus antiguos compañeros Cánovas, Rodrigo y Adolfo en un tono más íntimo y crepuscular que las versiones originales.