SEPTIEMBRE
El observador de nubes se despierta extrañado. Se asoma al balcón y siente el relente del nuevo mes. Septiembre. Mira al cielo y duda. Le golpea un ambiente frío que debería anticipar el final de la estación. Desde hace muchos años, estudia todo lo que tiene que ver con la atmósfera. Y lo explica a sus alumnos, a la audiencia. Conoce a la perfección ese aire fresco, a la vez agostado y renovado, que se ha paseado por los campos amarillos antes de llegar a sus pulmones. Sin embargo, se extraña del olor, de la caricia que le propina hoy al colarse entre los pelos densos de su barba, como preparándole para un masaje, para la sesión trimestral en la peluquería que suele hacer coincidir con cada inicio de estación.
Como otros años, como hace muchos años, su corazón se ha bañado en el último plenilunio. Esta vez no había un mar cerca como cuando se adentró desnudo junto a una mujer a jugar con las olas templadas, a dejarse mecer hasta que el agua los empujó al uno contra el otro y sintió el roce indescriptible de su cuerpo mientras ella callaba y le abrazaba por atrás y él miraba al cielo y hablaba de música, de rock, y de nubes. Luego sería su mujer, su primera mujer, la que le instruiría en el amor mientras se instruía ella misma. Azucena, nombre de flor. Su fragancia. El recuerdo se instala en la nariz antes que en el cerebro: llega el perfume de una flor desde un balcón próximo. Qué extraño. No es tiempo, porque el verano, este verano, aquel verano, ya han acabado. No es tiempo de florecimiento sino de recogerse. Septiembre. El séptimo mes, que traerá la lluvia. Como el octavo, y el noveno, y el décimo. Qué listos los romanos. Porque en Roma debía pasar exactamente eso: llegaba la lluvia después del calor. Por eso lo llamaron así. El séptimo mes desde marzo.
Pero las nubes que observa no se corresponden con el fresco que le ha sorprendido al asomarse al balcón. Recuerda las que vio en agosto a lo lejos, colgando sobre el mar, acariciando el horizonte, mientras siente la metamorfosis de cigarra en hormiga, acompañada de la inquietud que le asalta todos los años por estas mismas fechas. Aquel baño en el mar de agosto, las olas diminutas, el descubrimiento de un cuerpo. Eso pasó hace mucho. Pero no fue agosto sino septiembre quien les juntó. Ese amanecer frío que traía el final del verano lo vivió enroscado a ese cuerpo, bajo unas sábanas. Ojalá se detuviera ahí el tiempo, pudiera sublimar ese instante, vivir sin temer la evolución del amor.
Pero en este amanecer de septiembre en el que todo debería anunciar el otoño, la cigarra que ha sido se resiste a alinearse con el resto de las hormigas recién transformadas, a las que contempla en su caminar alocado, lleno de rumbo, desde la altura de su balcón. Hoy las nubes vuelan bajas y desgajadas. No es muy propio de este tiempo, le incomoda algo, pero se conforta con el recuerdo de la felicidad que le han proporcionado los sentidos durante el verano: qué bien aguantó el apaño que le hizo el dentista para poder darse a la buena vida estos meses. Qué blando y rico el pescadito, así no ha tenido que forzar el arreglo dental. Qué prietos y lindos los cuerpos morenos que han desfilado ante sus ojos. Ella también fue así. Y la recorrió entera. Qué bello el paisaje brillante de la llanura agostada, del mar infinito, que él sabe generador de la inmensa, la imbatible nostalgia que se apoderará de él en cuanto llegue ese amanecer de septiembre que tanto teme y para el que tanto se prepara todos los años.
Preso del plenilunio de agosto, soñó con nuevas gestas, nuevas industrias, habló con seres tan iluminados como él por el inmenso reto de sentirse vivo. Qué magníficos sus alumnos del curso de verano de meteorología, relacionando la música con el contorno caprichoso de las nubes. La cigarra disfrutó de lo lindo, empapándose de curiosidad y deseo inconsciente de futuro. El eco de sus cantos habrá llenado muchas noches este verano. En su ejercicio cigarrero incluso se permitió algún que otro pitillo. Las volutas de humo dibujaron en el aire caras que no volverán, recuerdos de juventud, rasgos que se difuminan cada vez más. Entre ellos, el que atrapó en aquel amanecer de septiembre desde tan cerca, rostro contra rostro, el de Azucena, que partió antes de tiempo. Y el de otras mujeres que recalaron en su verano sin llegar nunca a suplir su gran ausencia. Ninguna tenía nombre de flor, como Azucena. Ninguna entendió como ella su forma de mirar el cielo, que luego le haría famoso en el noticiario de la televisión local. Qué difícil debe ser convivir con un tipo así, siempre entre nubes, atrapado en el recuerdo de la flor que surgió del mar y le regó de emoción para siempre, una noche de plenilunio de agosto. Por qué todo ocurre en verano, tanta mar, tanta risa, tantos besos, tanto sentimiento, los saltos que damos, la libertad que nos damos aunque no la tengamos…
Metamorfosis. Homo faber. La calle rebosa actividad. Las hormigas se entrecruzan mientras husmea, inquieto, entre los pequeños detalles del balcón, que no reconoce: las macetas fuera de sitio, la casa de enfrente que parece muy distinta en la mañana. Quizá tenga que ponerse una chaqueta… Pero su instinto le dice que a mediodía el calor seguirá apretando.
¿Qué escribiría Neruda al abrir su ventana al Pacífico esta mañana de septiembre? Pero, claro, allá en Isla Negra, septiembre no tiene por qué traer lluvia, tan lejos de Roma. El clima es distinto. El mundo es distinto. El tiempo es distinto. Allá es el arranque de la primavera. ¿Con qué momentos de gozo, de olvido, de amor desatado, asociaría el poeta inmortal la primera bocanada de este amanecer de septiembre? Soltaría una cascada de versos sobre el desayuno, buscaría una vez más el sentido de la vida en el baile de las nubes sobre el horizonte plano. Escribiría un canto sobre el amor imposible entre el mar y las masas de algodón, que vivirán siempre flotando sobre la línea infinita, dos amantes que nunca se dejarán de desear pero que solo se tocarán cuando la nube sea niebla y abrace el horizonte sin que nadie la vea. Eso haría el poeta para desayunar. Muy poético. Pero el observador de nubes tiene bastante con respirar y sentir que está vivo. Algo más gastado, pero igual de vivo que cuando empezó a contar los veranos, siendo aún adolescente, para acabar capitulando ante la nostalgia sobrevenida, que luego se anticiparía todos los años, la nostalgia del verano aún no vivido, que asomaba en junio en otro amanecer: precisamente ese en el que el aire cambiaba el olor, las golondrinas lanzaban su grito de guerra en la ciudad y el sol de la tarde daba en otra parte muy distinta del salón de la casa familiar. Y él se sentía tan fuerte, al recibir el encargo de vivir, mientras sus padres parecían haber dejado de notar los cambios de estación hace tanto tiempo.
Azucena. Y luego Silvia, María, Ángela. Ninguna se quedó lo suficiente para aprehender la esencia, y desprender la fragancia, de la vida juntos. A Azucena se la arrebató la enfermedad. A las otras, el inmenso vacío de la flor muerta, pues siempre se le aparecía en esa hora del día en que el cielo se torna violeta.
Se sentían ninguneadas por el fantasma de una flor. Ahora, después de tantos estíos, empieza a aceptar que quizá siga solo hasta que ese horizonte se lo lleve un día a fundirse con el recuerdo de su bautismo en el mar. Pero hasta que eso ocurra, se siente arropado por las nubes y por una misión en la vida: buscar la verdad en ellas, la belleza de la existencia, quién sabe si el amor, una vez más, tan solo una vez más. Y explicar el significado del tiempo atmosférico en ese noticiario de televisión en el que se ha hecho famoso. Pero hoy septiembre le ha zarandeado. El observador de las nubes busca significados ocultos en ellas, una vez más, las mira con temor.
Aún recuerda el rayo que una vez cayó tan cerca de él, mientras admiraba la condensación violenta sobre sus hombros, el remolino de aire que lo precedió, el aviso que llegaba del cielo incluso para él, sacerdote de las nubes. Podría haberle matado. La nube podría haberle achicharrado.
Qué poca lealtad, la del cumulonimbo seco, traicionero como la mano anónima que empuña un cuchillo en una reyerta. Un latigazo. Quizá sería la forma más apropiada de irse cuando llegue el momento. Pero se turba solo de pensarlo. No siente ningún deseo de inmolarse. La vida le retiene en la tierra, sí, pero él sabe que otros ya han probado la fuerza del rayo asesino sin llegar a comprender su final instantáneo. Él estudia las nubes, las conoce bien. Ha logrado vencer su timidez y cada vez se desenvuelve mejor ante la cámara en el pequeño estudio de la televisión local. Le gustaría explicar la vida de las nubes cada noche, en directo, pero no hay tiempo, porque, antes que nada, debe hablar del tiempo.
Si pudiera, las llamaría por nombre de mujer. Margarita, Rosa, Luz. Fijaos qué atardecer en el delta. Rosa era todo rizos. Estaba para comérsela. Y esa tormenta de ayer… Bárbara hizo de las suyas. Pero siempre acaba citándolas por sus nombres descriptivos: estratos, cúmulos, algún cirro esta mañana. Esas nubes que les acariciaban hoy al salir y que Vds. pensaron: “qué miedo, no se ve nada” son estratos que se habían acercado a besar a su novia, la tierra, y les pillaron a Vds. por medio. Era broma, sí todos sabemos que la niebla creó muchos problemas de tráfico. El aeropuerto permaneció cerrado varias horas. Prueben a imaginar que lo que hagan en la niebla no se va a saber. Y luego, cuando el sol acabe con ella, vuelvan a su vida y contemplen cómo su miedo por la niebla, o su amparo, se desvanecen poco a poco en el mismo aire que respiran. Bueno, ya saben cómo es esto de las nubes, mis queridos observadores de nubes aficionados del otro lado de la pantalla.
Sin duda, conoce la influencia del tiempo y, más concretamente, de las nubes, sobre los humanos que viven bajo su manto. De hecho, sabe que algo raro pasa hoy en el ambiente. Esperaba un anuncio de otoño y las flores de su balcón lucen en plena explosión y desprenden sensualidad, están llamando al verano en este amanecer de septiembre. Incitan a salir, a gozar de un tiempo de luz. Cómo explicaría esto a sus espectadores. No sabría qué decir. Recuerda al señor jubilado que le interpeló hace poco en la calle:
—Mis macetas rebosan color y es raro para el tiempo en que estamos. ¿No tendrá que ver con esa nube en forma de corazón cuya foto sacaron en la tele la semana pasada, verdad, justo cuando el horizonte estaba todo violeta?
El observador de nubes se inquieta aún más. Decide regresar al interior de su cuarto, buscar algo de sentido en la confusión creciente que le posee. Intenta salir de su habitación pero algo se lo impide. Se mira al espejo y ve que sigue siendo él, pero en su cara hay una expectativa de verano, no de invierno. Se imagina el dibujo animado de la cigarra, de una película antigua de dibujos animados de Disney, echada sobre una hamaca, tañendo una guitarra con dos de sus seis patas. Puede que esté a punto de cumplir su sueño de gozar del verano sin fin, quizá reencontrarse con ella, o con una última oportunidad para el amor, porque así se lo dice el aire que respira, las nubes que casi se deshilachan contra un rascacielos que no reconoce. La puerta de su habitación está abierta, pero algo le retiene. La casa le posee. Busca, busca bien, parece decirle. Qué debe encontrar, si no es más que septiembre, debe volver al hormiguero, si encontró ya toda la inspiración para un año más en las noches que acaba de dejar atrás.
Sus ojos inquietos se detienen sobre una maleta, su maleta. Qué hace ahí su maleta. Y sobre ella, unos billetes de banco extranjeros. Se asusta. Mira hacia la cama, que no reconoce. Solo faltaba que hubiera una sirena en su cama. Por si acaso, revuelve las sábanas. Suenan unos golpes en la puerta de la habitación, que al fin reconoce como una estancia de hotel. Su mente reacciona.
—¿Señor Martín? —la voz femenina que llama a su puerta flota sobre un entonación platense inconfundible.
El observador de nubes abre todos sus sentidos antes de girar el pomo de la puerta. Cuando lo hace, le abraza una visión celestial: una mujer blanca hermosísima, de mediana edad, mediana estatura, curva sobre curva, de mirada lánguida y amable, de ojos castaños como su pelo, que no cabe en su propia sonrisa y le mira con arrobo adolescente, de admiradora rendida.
—Sí, soy yo —Martín articula hacia dentro, embobado por la visión.
— Me envían de la organización. Voy a encargarme de vos durante todo el congreso. Aquí te traigo el dossier.
Martín lo coge con sorpresa, una carpeta cuya portada parece la foto de un gran algodón y no es sino una nube, un cúmulo transformándose en todo un cumulonimbo, y un observador que la mira, desde un ángulo de la portada, sin restarle protagonismo. Y una leyenda: “I Congreso Internacional de Observadores de Nubes. Buenos Aires, 20, 21 y 22 de septiembre”.
—Yo soy Violeta. Soy una gran admiradora de tu obra. Oh, Dios mío, qué emoción conocerte al fin. ¡El gran Martín de las Nubes…! Dicen que vivo más allá arriba que acá abajo. Lo que necesités, me lo pedís sin falta. Estoy acá para acompañarte, traerte, llevarte, apuntarte, lo que querás. Seré tu guía en Buenos Aires, tu nube platense, si querés.—Violeta se frena de golpe, con rubor, avergonzada por su exceso de confianza.
Martín la mira, aún confuso. En las pupilas vivas de su interlocutora podría flotar la respuesta a la incógnita que le planteó el aire fresco del amanecer. Violeta. Nombre de flor. Nombre de color de cielo. Cierra los ojos. Durante un segundo se deja llevar por la corriente en chorro que une los mundos, que le ha transportado frente al rostro que rebosa emoción: cómo olerá su cuerpo al anochecer, al salir del mar, bajo un cielo virado de color lleno de nubes revoltosas que no le dejarán nunca en paz, ni a él ni a quienes, como él, se maravillan cada día por la vida en la tierra, o sea, la gente que le interesa. Intenta imaginar la escena, aspirar su fragancia mojada, escondida en un gesto tímido e invitador a la vez. Solo olerla al salir del agua. Solo quiere intentarlo una vez más, ojalá Azucena le perdone y, mejor, le ayude. Después será de nuevo todo suyo otra vez, feliz inquilino de la jaula de su recuerdo.
Martín no sabe cuánto tiempo ha estado con los ojos cerrados. Al abrirlos le aguarda la misma sonrisa inabarcable, los mismos ojos, la misma promesa. Martín está seguro.
—Violeta… ¿Hay alguna playa cerca de la ciudad?
—Claro. Yo te llevo esta tarde, al anochecer, después del congreso. Es precioso allá.
Martín la observa con ojos de meteorólogo. Violeta es un cúmulo, una nube de buen tiempo, de cielo sereno, en plena formación.
—¿Está muy fría el agua en esta época?
Violeta le escruta sin dejar de sonreír. Su gesto indica que el baño por la tarde es una imprudencia.
—Un baño cortito y nos damos unas corridas para entrar en calor.
A Martín le turba su inmensa naturalidad. En el ascensor, dos sonrisas se afanan en no desbordarse: una esconde la emoción del admirador, la otra los nervios del eterno joven. Al salir a la calle, la ciudad palpita con un entusiasmo especial con la llegada de la nueva estación.
—Fue largo el invierno acá, pero vos habés traído la primavera. Sos todo un profesional de las nubes. Se ve que te obedecen a vos. —Se ruboriza, aparta la mirada, mientras llama a un taxi con la mano—. Martín, perdoname la boludez, pero te sigo hace tanto tiempo que estoy como tonta de conocerte al fin.
Martín sonríe, su corazón late, busca un signo con urgencia. En la esquina, una anciana vende flores.
—Discúlpame un instante.
Martín se acerca hasta ella y compra un ramo de azucenas. Paga sin esperar la vuelta y regresa sobre sus pasos. Violeta mantiene abierta la puerta del taxi y le aguarda con expectación. Algo se apodera de ella cuando recibe de Martín el ramo de flores y aplica su nariz respingona con los ojos cerrados para empaparse del aroma y conjurar, sin saber, el hechizo.
— ¿Puedo pedir lo que sea? —Martín ha dejado de temblar.
— Lo que querás —Violeta sí tiembla, pero no duda.
—Llévame al mar esta noche, Violeta.
En el informativo local de la noche, el meteorólogo se da importancia al mencionar el Congreso de Observadores de Nubes en su ciudad. Las fotos enviadas por los espectadores platenses muestran nubes altas, cirros desgajados contra un cielo violeta, el mismo bajo el cual Martín se adentra en un mar de plata, guiado por una flor.