Cielo azul y horas, muchas horas. Paisaje conocido. Poso del tiempo por acumulación. Parada y revisión. El cuerpo está herido y el alma ha acudido en su ayuda. Yo me encargo, descuida, que estás cansado y roto. Yo me ocupo de ti estos días. Descansa. Y bucea el alma en el recorrido previo, en el desgaste corpóreo que le lleva a esta pequeña postración de una semana. Regresa al momento en que el cuerpo corría por las aceras, jugaba y dormía profundamente, la infancia. Regresa agradecida a Proust y a su manual único de retención del instante. Hoy paseo sin caminar desde mi balcón del bosque por el pasado que quizá pudo haber sido otro, pero que converge en este feliz abril, luminoso, posado como un pájaro que recorre descuidado la barandilla y cuya visión gozamos desde el otro lado de la ventana, para no espantarlo, para no ahuyentar al dulce pájaro de la juventud que regresa y que se nos ofrece por unos instantes, fabuloso espectáculo.
Durante la semana, el pájaro se ha paseado por el fino hierro, ha desplegado repetidas veces sus alas, con las que ha volado sobre campos y montes, páginas abiertas de un libro único, no uno cualquiera, sino uno que ha resistido los embates de la vida en familia, las mudanzas, los desalojos, las herencias y las querencias. Uno de esos gozos de infancia que rebrotan, como el volcán olvidado, que parecía apagado y cuyas tierras próximas abrasadas aún pueden ser fértiles… Pasada la cincuentena, el pájaro de la juventud ha mostrado tras el cristal pasadas ilusiones y sueños de construcción, y con ello, ha desatado similares deseos y anhelos, tentando al cuerpo dolorido, que se quejaba por no poder seguirle en su equilibrismo sobre la barandilla.
En cada aleteo, un pensamiento: si hubiera sido arquitecto, estaría en mi mejor momento, diseñaría la ciudad del futuro en donde habría espacio para reposo del alma en vida. Si hubiera sido soldado, acariciaría mis cicatrices, prueba de supervivencia en mil batallas, en este jardín recobrado, que es el balcón de mi terraza, sueño de guerrero reconfortado y agradecido, alejado al fin del horror.
Si hubiera sido cualquiera de las profesiones que mis padres desearon para mí, quizá no sería capaz de construir este instante, el presente, rodeado de la belleza del mundo, como es la visión de este bosque, la vista desde la cima de una montaña o el claustro silencioso de un convento centenario que despierta, adormilado aún, porque se le ha colado dentro la primavera, un año más, y van ya más de ochocientas.
Si hubiera recorrido el mundo como navegante moderno, empapado de la sal de los días, recordaría las tormentas que enfrenté y que otros no superaron. A ellos dediqué algún canto emocionado y ahora les añoro como solo desde el recuerdo es posible añorar.
Si hubiera sido siempre el joven que buscaba cruzar la vida sin arrugarse, no podría hoy asimilar la luz de este día con tanta calma y tanta pasión como ahora desborda mi piel, pasión agradecida por haber llegado hasta aquí, vivo e intacto en lo esencial, la misma capacidad de ensueño que me provocó a los doce años la propuesta de un libro, el pájaro cuyo aleteo de alas de papel me ha sumido estos días en tan extraña felicidad: el tomo número 5 de los seis de una enciclopedia juvenil. “DIME, CUÉNTAME” era el título. Un día cayó en mis manos suaves y aún pequeñas, manos que soñaban con acariciar otros libros y, a través de ellos, prepararse para acariciar a los cuerpos que llegarían con mundos repletos de sentido, de emoción, de aventura, de amor, de pasión, de incertidumbre, porque la vida, según se deducía de las historias de las que “DIME CUÉNTAME” hablaba, era una sola pero había múltiples formas de vivirla: la vida desde la Antigüedad reflejada en las historias de quienes, como Proust, habían querido expresar un sentimiento universal: vivir tu tiempo, un tiempo limitado, corto, cortísimo, Dios mío.
Los niños nos prestan su infancia. Cuando somos padres, volvemos a ella a través de nuestros hijos y combinamos nuestras vidas ocupadas con el recuerdo de la ilusión de sueño de futuro que es la niñez.
Estos días he acariciado, leído, devorado, las páginas de ese libro que entró en mi vida a los doce años (y que, al contrario que otros soportes modernos de contenidos de vida mucho más efímera, ha sobrevivido en perfecto estado casi 45 años) y me introdujo en el mundo de lo que sería la vida a través, precisamente, de lo que proponía la Literatura: retablos, retazos, retratos de lo que había sido el ciclo de la vida desde los tiempos y las civilizaciones más antiguas hasta ese momento, detenido en 1971.
En las dos últimas páginas, se presentaba a dos escritores latinoamericanos como ejemplo de un nuevo renacimiento de las letras hispánicas. En la de la izquierda, una fotografía de un embotellamiento de tráfico y la historia extraña e inquietante de lo que ocurriría en ese atasco que duraría varios días: La Autopista del Sur, de un tal Julio Cortázar (aún recuerdo la inquietud que me produjo imaginar que algo así pudiera ocurrir de verdad). En la otra cara, cerrando el libro, un cuadro de hombres con sombrero mexicano, con claro aire latinoamericano, y la historia de una familia llamada Buendía a lo largo de cien años de soledad. El autor, decía el texto breve, presentaba el abandono, la incomunicación de los hombres, a lo largo de un siglo de vida entre hombres, niños y mujeres tocados a la vez por la realidad y la magia, cien años de historias y vida deslumbrantes. Su autor, un tal Gabriel García Márquez. Así se cerraba el libro en 1971, fecha de su publicación.
Las páginas anteriores a ésas recorrían con explicaciones casi límites para la comprensión de un niño de doce años de la peripecia humana, desde una poesía de los Rubaiyat persas (“luna de amor que nunca conociste el ocaso/que te remontas una y otra vez en el cielo/¡cuántas y cuántas veces tratarás de buscarme/en el mismo jardín y todo será inútil!”) hasta la poesía de los vikingos (“La cabeza del poeta es la fragua del canto; el corazón, la manzana del pecho”).
Desde el Diablo cojuelo, que espiaba a través de los tejados de Madrid, hasta la inmensa tragedia de Romeo y Julieta, pasada por el genio de Shakespeare, el infierno de la Divina Comedia, el fantasma mortificado por una familia en Canterville, de Oscar Wilde y el Paraíso perdido de Milton, con una foto de Eva ocultando su desnudez con frondosos ramos de hojas, casi seducida por el diablo en el jardín del Edén, una imagen que elevaba la incipiente libido del niño lector hasta la estratosfera.
Y se adentraba en terrenos más complejos como la historia de un joven Dostoievski a punto de ser fusilado por revolucionario y que, después de su perdón, vivió para escribir obras gigantescas de la Literatura, pasando por un sinfín de nombres que, ya entonces, hicieron mella en el joven lector: Stevenson, Poe, Salgari, Tagore (qué bello el texto del libro – los niños jugarán en la playa mientras los adultos, sus padres quizá, navegarán y perecerán en las mismas aguas), Zola, Kafka, Joyce, Neruda, Ionesco y su rinoceronte, Kipling, Gallegos, Valle-Inclán, Baroja, T.S. Elliot, Arthur Miller, Molière, La Fontaine, por supuesto Cervantes y Shakespare, pero también Dickens y Delibes, Walter Scott, Esquilo y Eurípides, Alphonse Daudet y su Tartarín de Tarascon, la ciencia ficción de Ray Bradbury, el insustituible Defoe de Robinson Crusoe o James Curwood y su policía Montada del Canadá, Karl May o Zane Grey, que acercaban las praderas de llenas de marmotas, de bisontes, de ensueño, del Nuevo Continente a la mente del muchacho soñador.
Todo eso estaba en un libro que no era de texto (quizá una de las claves para el juego del preadolescente), sino parte de una enciclopedia juvenil que contribuyó a encender (incendiar) la llama que hoy, dese mi balcón, siento tan viva.
En los tiempos de nuestros padres, todo lo anterior a ellos importaba, el conocimiento se plasmaba en enciclopedias, libros de consulta que, ya entonces, nos parecían un rollo. El futuro tendría que llegar, pero no era algo que se idolatraría desde el mercantilismo más obsceno como a veces me parece sentir ahora. Ellos procuraban que sus hijos tuvieran acceso al conocimiento también en casa.
Yo les agradezco tanto a ellos y a Argos editores y a los redactores del libro, cuyos nombres no me resisto a incluir: Máximo Cortini, Javier Tomeo, Antonio Serra, Xavier Gispert, Ignacio Gaos, Ana Muntaner y Guillem Frontera, y al ilustrador Ismael Balanyá, porque sembraron en mí la semilla de la emoción por la vida a través de la Literatura. Tiempo después, zarandeado por la adolescencia y refugiado en la atractiva propuesta de la música de rock, una revolución en toda regla, mi vida siguió otros caminos. A los diecisiete años recuerdo haber vendido un montón de libros en la Cuesta del Moyano para comprar discos, un acto que todavía hoy me choca, aunque lo acepto como parte del camino.
Quizá si mi madre me hubiera tomado más en serio, (mamá, yo quiero ser escritor) en lugar de preocuparse por tantas otras cosas (entre ellas, otros siete hermanos en cascada) quizá yo mismo me habría tomado más en serio la vocación que me hizo escribir una novela a los 14 años y repudiarla al poco de terminarla por reconocer que era la novela de un niño, una sucesión de frases que buscaban aventura (y eso que el mundo corría un grave peligro. Se llamaba Operación Zeta). Pero, sin duda, si así hubiera sido, no creo que hoy todo vibrara así en este glorioso día de abril. Porque pronto, después del paseo por los libros de aventuras, llegó la vida en su estado más puro, la de verdad, la que me ha traído hasta aquí, varado hoy mi cuerpo por una gotera propia de la edad, mientras contemplaba como un monje el pájaro pasearse sobre la barandilla del claustro. De todos los caminos posibles, éste es el que fue. Hace poco me volví a cruzar con mi admirado Andrés Ibáñez, a quien no veía desde hace treinta años. Él es ahora un escritor consagrado y reconocido como de los más importantes de su generación, que podría haber sido la mía. En su obra La lluvia de los inocentes desgrana su universo sentimental, a modo de Retrato del artista adolescente de Joyce, que late bajo su piel, no solo en su cabeza y que yo comparto plenamente. Somos coetáneos y, diría, tan parecidos en origen. Me acordé de él y su clarísima búsqueda de entonces, cuando éramos jovencísimos seres poseídos de pasión tanteando los caminos que nos llamaban.
De hecho, el recuerdo de Andrés se coló en la escritura de Las Nubes, en la que él tiene un pequeño papel: como todo secundario, sirve para reafirmar al protagonista en su camino. Y doy gracias por conservar la fuerza enorme de ese espíritu de búsqueda para seguir siendo la combinación de hombre de acción y con tanto gusto por la contemplación que me ha conducido hasta aquí. Quizá, si hubiera sido escritor de siempre, mi espíritu habría terminado por volverse crítico (que no lo era), escéptico (me creo casi todo), incluso, quién sabe, agrio (no me gusta herir con las palabras), rasgos no necesarios pero sí, quizá, consustanciales con lo que uno espera de un escritor, siempre a punto para dar una visión del mundo personal y propia, pugnar por ser alguien en la Literatura actual.
En lugar de eso, cuando veo que el dulce pájaro levanta el vuelo y que yo vuelvo a caminar, me quedo con un verso de una de las canciones de amor más bellas y dramáticas jamás escritas, compuesta, precisamente, el año en que yo nací. “Ne me quittes pas”: “ A menudo se ha visto rebrotar el fuego en el antiguo volcán que se creía demasiado viejo, sus tierras abrasadas han dado más trigo que en el mejor abril”. El volcán se anuncia. Estamos en el mejor abril.
¡Qué bonito, Carlos! ¡Mi más sincera enhorabuena!
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Precioso Carlos!!. Yo también tenía esa enciclopedia!!.
Enhorabuena!!
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