EL TÚNEL

túnel del amor películaChispa, descarga. Es como una montaña rusa a oscuras. El estómago se te sube, qué sentirá, pero te agarras a su mano y, al salir, navegas por su rostro. Comprendes que has entrado en el túnel. Una vez dentro, nada será igual. Cuando salgas, serás otro. Sí, seguirás buscando, pero podrás reposar de vez en cuando en su rostro, en su cuerpo, en su ser, en su recuerdo, mientras encuentras la salida, que siempre te parecerá lejana y oscura, porque está fuera de cuestión retroceder hasta la entrada.

La voz del argentino en la feria se hace escuchar por encima del bullicio. Solo tengo oídos para él.

—Entren otra vez, jóvenes. Ahí les aguarda el Túnel del Amor. Cuesta tan poco. De todos los túneles que se encontrarán en la vida, ninguno tan hechizante como este. ¿Por qué no repiten? Se les ve tan bien. No se lo piensen. Agárrense fuerte y cierren los ojos. Confíen. Entréguense. Entran separados, pero salen unidos. Vamos: ¡es el Túnel del Amor, la mejor atracción de la feria! Y no cuesta tanto.

Repetimos. A la salida, siento su sonrisa latir. Todo parece a punto para despegar en la vida. Ella es de verdad. Nos hemos besado en la oscuridad. Nos hemos tocado profusamente. El mundo se ha alineado. Navego otra vez por su rostro.  Abro los ojos para verla mejor: compruebo con sorpresa y cierto desaliento que ahora es Ruth, es la mujer, es todas las mujeres que me han agarrado fuerte de la mano en el túnel oscuro, sí. Pero las otras me hicieron sentir. Ruth me hace soñar. No sé qué prefiero. Me susurra al oído:

—Quiero que me hagas el amor, como aquella vez en la montaña.

túnel con vías estrechasFuera del túnel, la luz me ciega. Comprendo que han pasado innumerables años, noooo, otro salto de túnel, otra vez se desvanece mi realidad. Pero el fresco de la noche me despierta del todo. Creo escuchar el sonido de una moto en el eco de los valles. Podrían ser varias. El viento mezcla los sonidos, como mi mente. Allí, a unos metros, está Ruth, agazapada entre unos matorrales, haciéndome gestos de que me agache. No es la amante. Es la jefa. Señala hacia una oquedad y me pasa unos binoculares. Creía estar saliendo del túnel del amor. Me preparaba a besar, a gozar, a sentir. En lugar de eso, me pongo en guardia. En la oscuridad de la noche de luna, consigo fijar la mirada sobre tres jinetes, algo desvaídos en la luz de plata, cada uno sobre una moto. Les acompaña un todoterreno gris oscuro a cuyo volante distingo claramente a una mujer. Están al otro lado del valle. ¡Son ellos! En todo este tiempo, Ruth ha permanecido siempre cerca. Solo ahora me doy cuenta. Porque entré otras veces en el túnel sin ella y fueron todos viajes de ida y vuelta. Ojalá viniera hoy conmigo, quizá podríamos quedarnos en el otro lado. Pero antes, tengo que cumplir la misión.

***

Easy Rider cartel 2Pensaba que serían más discretos, pero se exhibieron por la calle en sus motos, sin casco, sus largas patillas, sus miradas altivas de hobos, de viajeros vagabundos, su bagaje de miles y miles de kilómetros desgastando la superficie de la tierra, de costa a costa, de montaña en montaña. Sin duda, eran ellos. Ruth me lo había avisado. Qué extraño atractivo para el joven que recién comienza su busca, esa visión de los vagabundos libres, los clochards, los hobos.

—A ver: ¿quién sabe lo que es un clochard?

Silencio en la clase. El profesor, sin sotana, sonríe: sabe que nos va a impresionar.

—Un vagabundo de los que viven junto al Sena, en París. Bueno, en cualquier lugar, pero son famosos los de París.

—¿Y qué hacen para vivir? ¿No trabajan? —la pregunta es de Juanlu.cLOHARDS PARIS 1

—Viven así, de lo que les da la gente. Son casi parte del paisaje. Han decidido vivir así. Los clochards. Salen en muchos libros que ya leeréis.

Las voces se agitan en mi recuerdo. También la de Ruth:

—Estáte atento. Es posible que crucen a este lado y se dejen ver. Será como un chispazo. En seguida lo sabrás. Si es así, intenta hacer contacto, pero sé discreto. La Normal los tiene fichados. De vez en cuando se dejan caer por aquí.  La última vez que les vi fue en Copenhague. ¿Te acuerdas de aquel pub donde me tiraste los tejos, en Cristiania?

Me sonrojo ante su naturalidad. Menos mal que no menciona el episodio de la montaña. Sería embarazoso para ella también. Fue el mejor polvo de mi vida. ¿Realmente? Todo lo que me ocurre en la montaña tiende a flotar en la niebla, en la nube. Es, a la vez, fuente de inspiración y sueño. Por eso, casi le agradezco que se refiera al episodio del pub de Cristiania. Allí nos besamos de verdad y ella me dijo que no podíamos enrollarnos, que la misión siempre está por encima. Novella manda. Ella, también. Normal, porque ella es Novella.

Moitero antiguo 1Cuando distinguí  el sonido de sus motos, negociando el tráfico cuesta arriba de la calle Toledo, pensé en lo que me había dicho Ruth: llegarán con ruido y cuando menos los esperes. Son así. Los guardianes del túnel. Pero no sueñes hablar con ellos. Sígueles y fíjate dónde entran. Dejarán alguna clave para Novella, para tu misión.

Sí, los seguí hasta un local que parecía una agencia de viajes exóticos, en pleno bullicio del barrio de Latina. Entraron con sus motos en un portal con acceso para coches y cerraron el portón. Me dio tiempo a verlos bien. Los tres vestían chupa de cuero y botas de punta, pero había en sus rostros un gesto amable, que no siempre encuentro en los moteros.

Calle de la Ruda Eloy gonzaloUna mujer morena cerró rápidamente el portón detrás de ellos. El lío del barrio en la mañana los engulló antes de que me diera cuenta.  Como extras de una película, los paseantes taparon generosamente el acceso, interponiéndose en mi camino. Me acerqué con dificultad hasta el portón. Cerrado a cal y canto. Tenían que estar dentro.  Si hubiera querido entrarles, no habría habido ocasión. Aunque parecían los perfectos compañeros de cañas en el barrio. Quizá me los encontraría después en un bar, quizá ahí al lado, junto a la agencia de viajes. No obstante, la misión mandaba. Debía buscarlos de forma más activa. ¿Dónde se han metido? Me asomé al escaparate de la agencia. La chica morena del portón atendía a un cliente. Golpeé el cristal ligeramente sin querer y eso atrajo su atención. Su cara se demudó. Hizo un gesto hacia el interior del local. Alguien lo recibió y decidió que importaba, porque la chica se levantó de improviso y bajó de golpe las lamas de la persiana. Perdí la visión de lo que ocurría dentro.

Son ellos, sin duda. ¿Qué hacer? Ruth me dijo que los siguiera con discreción, para que nos conduzcan hasta el túnel. Pero sin que los pille la Normal. El plan para cruzar al músico y la camarera está a punto. Se abre el portón de golpe. Espero ver cómo salen las motos de estampida, con sus jinetes al galope del viento. Pero solo aparece una viejecita, reliquia del barrio atestado de modernos y hipsters.

Beat noche 1Qué curiosa palabra. Así llamaban a los primeros hippies, como paisaje humano adyacente a la generación beat, a finales de los 50 en Estados Unidos. Otra vez los hobos, viajeros semivagabundos que aceptaban trabajar en cualquier lugar por un salario para seguir su viaje. Los 60 estaban a la vuelta de la esquina. Alguien tendría que llevar a la práctica la prédica de ese grupo de escritores y artistas muy rebeldes que combinaron el gusto por la carretera, las drogas y la filosofía oriental que a tantos nos enganchó en nuestra maravillosa juventud. Sí, se convertirían en los hippies. Pero ahora lo que importa es no perder de vista a los patilludos. Ni rastro de ellos. La anciana me mira y comienza a caminar. Se tropieza y consigo agarrarla antes de que dé con sus huesos en el suelo.

—¡Buenos reflejos, joven! Si no es por usted, me rompo la crisma.

Suena mucho más serio de lo que realmente me parece que podría haber pasado.

—No es para tanto, señora. ¿Está bien?

— Sí, muchacho. Venga, le invito a una caña en este bar. Se entra también por este portal. Soy amiga del dueño. Y si no, al menos un cafelito, que es sábado. Es mi día, joven. Fíjese, no son las 11 aún y ya me han rescatado.

— No, señora. Yo tengo otras cosas que hacer  —se me nota mucho que estoy más pendiente de lo que pueda haber dentro del portal, que conduce a un patio florido inimaginable desde fuera. Ni rastro de las motos, ni de ningún otro vehículo. Solo dos puertas. Deduzco que una conduce a la agencia y la otra al bar. Por esta última entramos.

—Bonito patio, ¿eh? Hace mucho que no hay paso de vehículos. Los vecinos lo cerramos para gatos y flores.

Pero yo acabo de ver pasar tres motazas. Diría que aún huele a humo de escape, pero cada vez estoy menos seguro. Ni rastro de motos ni de moteros.

—No se haga el remolón. Un café y siga con su sábado.

Calle La Ruda 2Es imposible negarse. Sonrío desde muy dentro. Ella es quien manda en la mañana. Me conduce al interior del bar.

—Buenas, Mariano.

—Hombre, Margarita. ¿Vienes a desayunar en compañía?

—Hoy, sí. Dos cafés. Con leche, ¿verdad?

—Sí, claro.

Recorro la mirada buscando a los tres hombres. Me parece verlos saliendo de una pared. Solo después de sacudirme el estupor, mientras me agarro más al brazo de Margarita, comprendo que es un gran poster del que parecen salir, igual que en la película de La rosa púrpura del Cairo, de Woody Allen. Es como el póster de Easy Rider pero con tres motos. Y son ellos. Levanto la mano, abro la boca, intento hablar, pero no es posible. Desde el póster, me miran y parecen asentir. Pero no se mueven. Claro, es una foto.

Vascos en barDe la pared del fondo,  me llega otra imagen que me sacude: un tipo mayor, fornido, con boina y una gran nariz aguileña, sentado a una mesa en lo que podría ser un bar de otra época, quién sabe, con una barra enorme de madera al fondo. Al otro lado de la mesa está una mujer. Hablan muy próximos. La mano de él se encuentra muy cerca de la de ella, que manda por completo en la situación. La reconozco. ¡Es Ruth! La foto podría ser de hace 50 años. Identifico también a Ramiro, mucho más joven que cuando lo conocí. Aparenta mi edad. Ruth, sin embargo, es idéntica a ahora. Su belleza intemporal me zarandea por sobrenatural. Ruth, Ramiro, el bar: todo anuncia una epifanía de Novella.

—Tu café, Margarita. Y el suyo, joven. Mire bien, que a veces los posos cuentan cosas. Pero por si no lo hacen, tenga este sobre que han dejado a su nombre. ¿Julián, verdad?

Demasiado fácil. Me cabrea la parálisis mientras extiendo el brazo para coger el sobre. No paran de entrar clientes en el bar. Hay un gran barullo, que parece silenciarse mientras pasa a primer plano una conversación entre un hombre y una mujer:

Bar vasco 1Ramiro y Ruth hablan, se hablan en la foto de la pared, en el bar cuya barra, que lo preside todo, es una tabla de roble imponente, en el tiempo sostenido que se alía con la mañana de sábado aquí, a este lado. Que se calle todo, por favor. Es Ramiro quien habla. Su voz suena mucho más firme que la que le conozco. Su acento vasco es una delicia. Le escucho con claridad. Es Ramiro de joven. Tengo la sensación de asistir al momento en que el mugalari va a ser reclutado para la causa.

 

—El cruce siempre ocurre por la noche. Son muchos años ya de oler a muga (frontera), la tensión previa, el repaso de los detalles, los nervios de los fugitivos y todo su equipaje. Siempre llevan de más. Por mucho que les digas que deben andar ligeros.

Ruth asiente solo con los ojos.  Su cabeza es la de una estatua. Consulta un informe que tiene a mano. Sin duda, es un dossier sobre él.

—Hay que subir colinas, cruzar angostos pasajes hasta llegar al túnel. Y aun allí, encontrar la entrada no es fácil, sobre todo porque suelo escoger la luna nueva o noches cubiertas para cruzar y cada vez parece que la entrada ha cambiado de sitio. En realidad hay varios túneles y no existen planos de sus bocas, por seguridad. Pero siempre me aseguro de que no haya nadie cerca. Y si todo está normal, entonces sospecho aún más. Desconfío por instinto de la normalidad. Detrás de cada normalidad hubo un movimiento previo de establecimiento de fronteras, para delimitar y hacer crecer, imponer, precisamente, esa normalidad. Eso me enseñó mi padre, cuando me llevó a mi primer cruce con apenas ocho años. La noche que nací, mi padre también estaba en la muga, cruzando la frontera a unos proscritos. De niño, siempre que volvía de un trabajo de noche, yo le decía que olía a muga y él se reía: era el olor del paño, de su ropa, rebozado en tierra, después de arrastrarse por prados húmedos. Desde muy pequeño, mi padre me enseñó a moverme bien entre lindes, a comprender los riesgos y significados de las alambradas, de las puertas, del hambre y la miseria de quienes las vigilaban, del temor y la ansiedad de los que necesitan pisar el otro lado. Digno hijo de mi padre, en mi familia me gané el apodo de “Clandestino” por los mil modos de escabullirme, primero de mis propios padres, luego de la Guardia Civil. A los ocho años, me hizo oler mis propias ropas al amanecer un día, de vuelta de la frontera con él. Aroma de tierra húmeda.

nino-chapela—Ahora tú también hueles a muga —me dijo.

Acabábamos de cruzar a un tipo de gafitas redondas, muy torpe en la subida,  de culo más bien gordo y tanta ansiedad en la respiración como en la mirada. No se despegaba de su maletín. Mi madre se enfrentó a mi padre cuando volvimos  a casa, pero este no dio su brazo a torcer: el niño necesita un oficio. Y se ocupó bien de enseñármelo: aunque no la veas, la frontera existe. Si estás de un lado, las cosas son de una manera. De este lado de la colina es España. Del otro, las margaritas son republicanas y si las pisas no te pueden decir nada. La frontera se cruza para obtener algo. Por eso alguien la puso ahí: precisamente, para que no puedas caminar tan alegremente y que pagues lo que corresponda a quien corresponda por traspasarla.

El bar empieza a llenarse de gente, pero no puedo despegar la atención de la foto enmarcada. Ruth sigue mirando a los ojos de Ramiro. De pronto, me parece que el bar vasco se llena también. Dejo de verles, pero no de escucharles. Me pongo alerta. El discurso es del presente. Va sobre mí.

—Te conocemos. Has cruzado a mucha gente. Tenemos que proteger a un periodista “fichado” que trabaja para nosotros. La Normal lo emboscará en cualquier momento. Eso si no lo pillan antes los agentes del americano Kink, que han estado a punto de atraparlo varias veces.

—Ese gringo está poniendo todo patas arriba. Está cazando cruzadores para su máquina de la realidad virtual. Cando empecé, esto no ocurría.

— Están en todas partes. Ni siquiera este bar es seguro. Ruth se gira alrededor. El bar se ha ido llenando de paisanos. Ruth y Ramiro se miran, inquietos.

bar llenoEl bar, nuestro bar, se ha llenado también de clientes, en un minuto, o eso me parece.  Todo se vuelve confuso. Alguien intenta arrebatarme el sobre. Me aferro a él. El camarero de la barra mira con complicidad a un par de tipos con aspecto de turistas. Todo ocurre muy rápido. Un chico forcejea conmigo por el sobre. Un chaval, eso es lo que es, un chaval de los de barrio de toda la vida, vacilándome, seguramente por una apuesta con sus amigos, que le miran desde el otro lado del bar.

—Trae para acá —no pienso renunciar al mensaje secreto que, con toda seguridad, Novella ha dejado para mí en el bar.

Pero en el forcejeo, el sobre se rompe y el niño sale corriendo con su trozo, seguido de sus secuaces. Desisto de perseguirlos al cruzar miradas con los dos tipos con aspecto de turistas gringos, que cubren la puerta.  Margarita sonríe, como si todo fuera un juego. Se escucha más de una risotada en el bar.

—Jodidos chicos —Margarita me aprieta el brazo.

Sí, jodidos. Abro el resto del sobre. Una fotografía rasgada de una montaña roma, como de granito. Me suena conocida, pero no sé de qué. Unas coordenadas a medias, una hora 23…. La cita es tan obvia que me entran ganas de reír. El túnel, al fin. Pero me faltan datos. Una peña de granito. Aquí al lado, en la sierra, las hay a cientos. Quizá pueda reconstruirlo con fotos de google y coordenadas aproximadas.

—Eh, joven —Margarita vuelve a captar mi atención —. Tiene que ir al baño, a lavarse, que el chico le ha tirado el café encima.

Me miro el pecho. No hay ninguna mancha, pero en un gesto rápido ella me tira el suyo encima y se abalanza hacia la puerta, tropieza y cae contra los turistas gringos con enorme revuelo. Qué bien se tropieza esta mujer. Es la segunda vez esta mañana. Todo el bar se echa a ayudarla. Aprovecho para desaparecer escaleras abajo. La entrada a los servicios está bastante oscura. Si me oculto en ellos, me encontrarán, antes o después. Desde allí no debe haber salida al patio. Es un nivel por debajo de la calle. Una tercera puerta se me ofrece con un imposible rótulo: “Almacén: prohibida la entrada”. Allá voy. Entro al almacén, chocando en la semioscuridad con cajas de bebidas. Ojalá hubiera un pasadizo, como en los libros de aventuras, se me ocurre al tercer o cuarto guarrazo a oscuras contra un cajón lleno de botellas que suenan con cada impacto. En cuanto se hace de nuevo el silencio escucho muy de fondo el sonido de un saxo retorcerse en la improvisada noche de este sábado por la mañana. Suena a noche y retumba. No, no es el saxo lo que retumba, sino un bajo. Palpo lo que parece una pared abovedada de ladrillos y siento la vibración que acompaña el sonido. Alguien está tocando cerca de allí, quizá en un local próximo. Podría haber una conexión por la que se pueda salir. Sigo palpando y avanzando hacia el origen de esa música que me guía en la oscuridad.

Saxo y bajo 1 retocadoAl cabo de unos metros empiezo a distinguir un poco de claridad. También la música se escucha más nítida. No son frases sueltas de saxo. Es un dúo, un dúo de jazz. Las notas altas del contrabajo se abrazan a las notas descoyuntadas del saxo. Parece música improvisada pero no lo es. Está perfectamente tejida. Lo que pasa es que es música desquiciada.

De repente se detiene y escucho una especie de aullido lejano, que se funde al final con una retahíla de palabras que no entiendo. Podría ser otro idioma. Sí. Voy pillando palabras sueltas, eufónicos diptongos que rebotan en la bóveda de lo que resulta ser una gruta con medio centenar de personas silenciosas y atentas a un oficiante. El aullido era parte de una recitación en inglés. La musicalidad se extiende de los instrumentos a la voz que recita versos. Estamos debajo del suelo.

Ginsberg leyendo en multitudArriba, la civilización se agita en la mañana del sábado. Aquí abajo, “underground”, bajo el suelo, la pasión se siente en cada frase recitada, en cada pausa, que toman al asalto los instrumentos para sembrar de alma de jazz el ambiente. Me parece estar en un club de jazz de San Francisco a últimos de los años 50. ¡Esos tipos que se turnan para leer poemas son los patilludos! Buscaba las coordenadas del túnel y resulta que estoy ya dentro.  Sin duda, el sobre era un engaño de los gringos de Kink, para que acudiera esta noche a un lugar donde trincarme. De repente, me siento seguro. Ruth, Ramiro, quien haya sido, Margarita, me ha puesto a  salvo. Los patilludos no parecen asustarse por mi presencia. Me separan de ellos medio centenar de cuerpos humanos atentos, participantes de la comunión que se está produciendo. Como en un concierto de rock. El saxo y el contrabajo suenan endemoniadamente bien.

Conjunto de jazzPuedo imaginar un club de jazz llamado The Crucial justo encima de nuestras cabezas, como el que me describió en una ocasión el músico, donde él había empezado su viaje por las carreteras de Estados Unidos, su “on the road” particular, con aquella novia a la que tanto le recuerda la camarera…. Y una librería que se llame City Lights. Y un grupo de policías de azul marino y gorras de plato zarandeando a unos jóvenes ante la entrada de un juzgado, en donde se ve la causa por un poema monumental prohibido que identifica a esta generación de artistas. Y de lejos, a unos jóvenes con pelo largo observándolo todo, los primeros hippies, primeros practicantes de lo salvaje que predican estos poetas, los beatnicks. Y puedo intuir el rock como vehículo de fuerza descomunal que sacará en las siguientes décadas toda la energía de los cuerpos jóvenes a quienes toca revolucionar el mundo. Y todo en un poema que se funde en un aullido mientras saxo y contrabajo se agitan, alteradísimos, elevan el tono de desquiciamiento, el volumen, el caos, atraen nuestra atención para que no nos demos cuenta de que los oficiantes patilludos han desaparecido. La gente se dispersa. Nos damos empujones sin querer. No puedo salir al bar de nuevo por aquí. Es imposible retroceder. Como en el túnel del amor.

87D39736-0C5F-466F-93CA-57FB62021D0DUna vez que entras, el torbellino te empuja hacia delante, siempre hacia delante, en la oscuridad. Tienes que creer, que confiar, que entregarte. Y en todos los túneles en que has entrado hasta ahora, no solo del amor, para emerger más vivo, más lleno, más humano. Sigo al río de cuerpos, que se dispersa por ramificaciones del pasadizo. Me pego a ciegas a una chica joven que marcha decidida delante de mí. Salimos a la calle a través de un pasadizo y un sótano de otro edificio a una manzana de distancia del bar. Es sábado luminoso en el Rastro de Madrid. La mañana lo preside todo. Me parece ver grupos de tres o cuatro personas salir de los portales próximos. Tiene la misma mirada iluminada que la chica que me precedía y, muy probablemente, la mía. Sin duda, venimos todos de la catacumba. Nos da la luz de pleno. Siento la fuerza del día, toda la vida por delante, la protección de los padres parece definitivamente extinguida a mi pesar, aunque aún no me dé cuenta, he leído un libro fundamental para mi vida, me entran ganas de subirme a una moto y cabalgarla sin parar por mil y un horizontes, invitar a la chica que se me cruce en este momento, quizá una camarera. Entonces, veo abrirse el portón de paso de vehículos, entre la agencia de viajes y el bar. Irrumpe en la mañana el estruendo de los tres motores al ser arrancados. Los patilludos salen cabalgando del patio. Un todoterreno gris conducido por la mujer morena que vi antes en la agencia se coloca a sus espaldas, a modo de escolta. Vuelan todos calle abajo hacia el río, hacia el sur. Desparecen de mi vista igual que llegaron: pelo al viento. Imposibles de seguir, protegidos por la mujer y su vehículo.  Margarita sale del bar y se me acerca.

Vespa 160 blancaSeñala una Vespa blanca aparcada en la acera. Me entrega unas llaves. Hace un gesto de prevención señalando hacia el bar.

—Síguelos. Van hacia el sur. No te detengas.

Arranco la Vespa de una patada certera. Es de las antiguas. Tiene palanca de arranque.  La conozco bien. El motor de dos tiempos suena a gloria. Enfilo hacia el tráfico con el sol de mediodía de frente. Sí, voy hacia el sur. He entrado en muchos túneles y he salido siempre cambiado, el hombre nuevo, el hombre vivo, el hombre. Este nuevo túnel es abierto. Me encanta la carretera en primavera, negocio las curvas cerradas  bajando las montañas, saludo a las niños al atravesar los pueblos en mi corcel blanco, atravieso universos de olivares aromáticos, llevo atrás al amigo de tantos kilómetros y tantas aventuras.

Y también a la novia de aquel primer túnel del amor para bajar hasta la punta del sur, hasta ver el peñón imponente de África y detenernos allí, imaginando la otra punta de ese mismo continente. Ese peñón que, tiempo después, recorreré por el otro lado con otra mujer, otro túnel del que saldré proyectado hasta el presente más gozoso, esta mañana de sábado. Leo en un libro “Ningún hombre sabe nunca cuándo es feliz. Solo cuándo lo fue”. Chispa, descarga, amor. Voy rumbo al sur, la tierra de los sueños.

 

 

 

 

 

 

 

4 comentarios en “EL TÚNEL

    • Muchas gracias por tus palabras, Horacio, un honor, viniendo de donde vienen. Somos vida. El arte busca representarla en sus mil expresiones. Las Nubes son un hábitat más donde se desarrolla esa vida. Cada día hay saltos al otro lado, que, a veces, son simples recuerdos nebulosos. Nuestro querido reportero Julián nos los cuenta como puede en el blog.

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    • Mil gracias, Eva. El viajero eterno. No lo había pensado! Sí, por los mundos del día. Y el día,como nos mostró Joyce, es el mundo, el mar de Ulises. Cosas extraordinarias nos ocurren a diario. Lo difícil es identificarlas y disfrutarlas mientras las retratamos en palabras. Pero tú de eso sabes mucho. Abrazos

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